España no es racista en la misma medida que España no es machista y que España no es clasista. Es decir, España sí es racista. Menos que otros países y más que otros países, pero como las meigas del dicho, haberlas haylas. Y ha bastado que una víctima del racismo, el futbolista brasileño Vinicius José Paixão de Oliveira, Vinicius Júnior, lo ponga de relieve para que buena parte de la sociedad y la casi totalidad de la prensa deportiva haga un elocuente, quizás inconsciente, ejercicio de, precisamente, racismo.
La autocomplaciente afirmación de que España no es racista es una excrecencia ideológica de la España de Franco, siempre y cuando no se le preguntara a un gitano, la única minoría étnica relevante por entonces. O ni siquiera eso, a los andaluces, extremeños, manchegos, gallegos y murcianos de la España de la migración interior, que arrastrábamos la mala fama que da la pobreza y éramos tildados, en el mejor de los casos, de maketos en el País Vasco y de xarnegos en Cataluña. Apenas había negros en España, pero los que había, lo sufrían: ya he contado aquí que cuando en 1982 entrevisté a Chester Himes, el gran maestro negro de la novela negra norteamericana, me contó el cabreo que le producían las miradas curiosas y los cuchicheos por el color de su piel de sus vecinos de Moraira, Alicante, donde se estableció en los 60 junto a su bella esposa blanca, rubia y parisina: “¡Pero si eran más negros que yo!”. Y bastó una pequeña inmigración –pequeña comparada con la de otros países desarrollados, pues en 2002 en España sólo había 0’87 migrantes por cada mil habitantes– para que apareciera nuestro peor rostro racista: los refugiados de las criminales dictaduras chilena y argentina eran sudacas; cuando llegaron los centroamericanos, panchitos; los subsaharianos, conguitos y los magrebíes, moros (y no en el sentido etimológico, de mauritano, sino en el peyorativo).
Las declaraciones de Vinicius a la CNN, en las que nunca dijo que España es racista, fueron bastante matizadas, pues subrayaba que la mayoría de los españoles no son racistas y alababa los pasos dados en la lucha contra el racismo, aunque con la discutible sugerencia de que habría de privarse a España de la coorganización del Mundial de Fútbol 2030 si no avanza más en este aspecto. Pero bastó la razonable rebelión del jugador contra el racismo que sufre en los estadios para que se despertaran todos los demonios. No ya los esperables de lo más hediondo de las redes sociales sino, sobre todo, los medios de comunicación deportivos que encendieron la mecha y la alimentaron alegremente la gran mayoría de los demás.
La prendió El Chiringuito, programa del canal Mega Televisión de Antena 3 TV, que emitió las declaraciones del jugador brasileño editadas de manera que desaparecieran todas las matizaciones y sólo quedaran las más duras –lo mismo hicieron en otros medios (Radioestadio noche, Onda Cero)–, y aunque terminaron por emitirla sin cortes, presionados por los reproches de la audiencia, el autor de la entrevista, Darren Lewis, analista deportivo senior de CNN Sport, se vio obligado, ante el escándalo suscitado, a postearla completa en X (Twitter) con un breve mensaje: “Contexto. Para aquellos que quieran entender y valorar lo que dijo realmente Vinicius Jr”. Y algo debió pasar, porque si se visita la videoteca de A3 player, la entrevista de CNN emitida ha desaparecido del programa original del 3 de septiembre
Y una vez prendida la mecha, comenzó “la cacería, el linchamiento”, como lo definió Juanma Rodríguez, director del programa radiofónico nocturno El Primer Palo (esRadio) y significado contertulio de El Chiringuito. Si en una emisora habitualmente moderada como la Ser se pudieron oír cosas como “el racismo es un tema demasiado serio como para que lo lidere Vinicius” (Manu Carreño); “Vinicius y su entorno han cogido una bandera que no sé si le viene algo grande” (Antonio Romero); “No sólo coge la bandera del racismo sino que va a hacer daño y no entiendo por qué, va con un punto de maldad” (Julio Pulido); “Ha perdido el control desde hace tiempo, si es que alguna vez lo ha tenido” (Bruno Alemany)..., es de imaginar cuál fue el tono de las que no lo son.
Incluso el de algún político, como un indignado alcalde Almeida que contestó a lo que no había dicho Vinicius, que España es racista y que Madrid es racista. Un político, por cierto, al que no se le ocurrió decir lo mismo cuando Ludmila da Silva, jugadora brasileña del Atlético de Madrid, quien, hace unos meses, sí dijo con todas sus palabras que “España es un país racista” (videopódcast de LaLiga VS, de Lucía Taboada, 23 de mayo). Quizá se trate de sus simpatías futbolísticas, es fan del Atleti, o quizá se trate del Mundial 2030; “del dinerito”, dice Richard Dees, seudónimo de un periodista que hace años emite el divertidísimo e hipercrítico podcast El Radio –“disfruto poniendo a los periodistas [deportivos] de la radio frente al espejo. Y lo que ven no les gusta, o creo que no debería gustarles, pero el ego, el suyo, ciega los ojos como el humo de la canción de los Platters”–. Para los forofos del fúrbol, como decía Ángel María Villar, el expresidente de la Real Federación Española de Fútbol, les recomiendo la escucha del podcast “Ser un buen negro” o “Una excusa global”, completos repasos del asunto que nos ocupa en las voces de los comentaristas, con sus camisitas y sus canesús, condenando tajantemente y sin vacilaciones lo que no dijo Vinicius.
El largo idilio de España con el racismo
Pero lo nuestro es, entre otros oficios, conectar el pasado con el presente, por si nos vale para reflexionar sobre el futuro. Y el pasado tampoco es benevolente con la alta estima antirracista que padecemos y que reduce el racismo en España a “cuatro tontos”, “ocho mongolos”, “algunos indeseables” (De la Fuente, seleccionador nacional), “gente maleducada”, repetido por los periodistas deportivos. Si los delitos de racismo en España en 2023 fueron 856, según el ministerio del Interior, y se calcula que sólo se denuncian un 18’2% de los casos, ya se ve que son/somos más de cuatro, ocho, algunos...
Y me incluyo porque, como también he contado aquí, hace una pequeña eternidad vivía en una de las 114 colonias madrileñas de casitas bajas, en Bellas Vistas, donde la embajada de los Países Bajos alquiló una de las casas más aparentes, que llamaban “torres”. Se instaló una pareja de hombres homosexuales, ambos muy simpáticos y guapos: uno negro, muy elegante, siempre de traje oscuro y camisa blanca, y otro blanco, rubio, vestido de sport, como se decía antes –hoy casual: tweeds, lanas, zapatos con suela de crepé...–. Pues bien, nunca dudé que el diplomático era el rubio y el negro, su pareja. Y eso a pesar de que siempre veía al blanco montar en bicicleta, hacer la compra, pasear al perro... Así que cuando me enteré de que el diplomático era el negro y el blanco, su amante, se me cayó el alma a los pies: si yo albergo tan profundamente –espero que no genéticamente...– los prejuicios contra los que me esfuerzo por ser racional, justo, solidario, ilustrado, humanista y, sobre todo, todo lo que puedo, ¿qué se puede esperar de aquéllos cuya toda ilustración son TVs y redes sociales, los mensajes machacones de Vox y, en voz baja – a bonico, dicen en mi pueblo–, los del PP y, desde luego, de los nacionalistas más recalcitrantes?
No sé si genéticamente, pero sí, desde luego, históricamente y transmitido a lo largo de los siglos por la educación y la sociedad clasistas.
Y eso que empezamos más o menos bien, con el mito de la sociedad medieval de las tres culturas y la decisión de Isabel I de Castilla, quien, cansada de las interminables especulaciones de una comisión de “letrados, teólogos y canonistas” que discutía sobre la naturaleza de los habitantes del Nuevo Mundo y “si con buena conciencia se pueden vender éstos por esclavos o no”, así como de que el papa Alejandro VI eludiera pronunciarse sobre la condición de los indios occidentales, el 20 de junio de 1500 expidió una Real Cédula ordenando la puesta en libertad de los indios esclavizados por Colón cinco años antes y declarando súbditos de la corona de Castilla a los naturales de las tierras descubiertas y por descubrir; es decir, “españoles” y, como tal, no esclavizables, “so pena de muerte”, con la excepción de los caribes caníbales, que serán sujetos de esclavitud sólo hasta que se avengan a civilizarse.
La Reina Católica lo tenía claro desde el principio y se encolerizó cuando Colón dio un esclavo por paga a cada uno de los expedicionarios del tercer viaje a las Indias: “¿Qué poder tiene mío el Almirante para dar a nadie mis vasallos?”. Su cédula se adelantó 37 años antes de que Pablo III dictara su bula Sublimis Deus, la primera vez que el Vaticano defiende la dignidad humana del indio occidental y, por tanto, su libertad y derechos que prohíben su esclavitud, “determinando con autoridad apostólica, como cosa de fe, que los indios, como hombres de la misma naturaleza y especie que todos nosotros, son racionales y por consiguiente capaces de recibir la enseñanza evangélica y sus santos sacramentos”. En vísperas de su muerte, Isabel añadió un codicilo a su testamento que revela su convicción ante los súbditos del otro lado del océano: “mando a la princesa, mi hija, y al príncipe, su marido, que (...) pongan mucha diligencia, y non consientan ni den lugar que los indios, vecinos y moradores de las dichas Indias y tierra firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas y bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados. Y si algún agravio han recibido, lo remedien y provean”.
Pero igual de claro lo tenían los conquistadores, que recibían con gran respeto formal las órdenes reales –de los Reyes Católicos y de sus sucesores, Carlos I y Felipe II– y actuaban de acuerdo al cínico y provechoso principio de “Se acatan, pero no se cumplen”. Fueron tan grandes las matanzas, quiéranlo o no las leyendas negras, blancas y rosas, que el dominico fray Bartolomé de las Casas relata, en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias Occidentales (1552), la dramática escena del cacique taíno Hatuey en el patíbulo: había podido huir del exterminio de su tribu en La Española y, por tanto, conocía bien los modales de la evangelización española; huyó a Cuba, donde se alzó en pie de guerra cuando el adelantado Diego Velázquez fundó la ciudad de Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa el 15 de agosto de 1511. El expedicionario Velázquez pudo apresarlo y lo condenó a ser quemado vivo, tormento inquisitorial que el cacique arrostró con valor escalofriante, y cuando, según la plantilla colonizadora, un franciscano le ofreció convertirse al cristianismo antes de arder en el infierno de este mundo, al contrario que muchos, Hatuey rechazó cristianarse y declaró con valor que ya que según la doctrina cristiana todos resucitarían en el cielo, no convertirse era la garantía de no volver a reencontrarse con los españoles, bestias más crueles que las de la selva: “No quiero yo ir allá, sino al infierno, por no estar donde estén y por no ver tan cruel gente”, transcribe De las Casas.
De las Casas, obispo de Chiapas, defensor de los indios, propuso traer esclavos negros de África para proteger a los indios de los trabajos agotadores, antes de darse cuenta de que también los negros eran hombres..., un error que siempre lamentó: “Yo creía que los negros eran más resistentes que los indios, que yo veía morir por las calles, y pretendía evitar con un sufrimiento menor otro más grande”, se lamentará de la leche derramada y reconocerá que fue “un error y una culpa imperdonable, que era contra toda ley y toda fe, que era en verdad cosa merecedora de gran condenación el cazar a los negros en las costas de Guinea como si fueran animales salvajes, meterlos en los barcos, transportarlos a las Indias Occidentales y tratarlos allí como se hacía todos los días y a cada momento”.
Los padres del invento racista
Para una nutrida corriente historiográfica, a España le cabe el honor, dudoso dice el tópico, de ser los padres del racismo estructural europeo con los sucesivos estatutos de limpieza de sangre desde el siglo XV para discriminar a los judíos y moriscos conversos. Para el polémico hispanista británico Henry Kamen, “el racismo fue elevado a sistema de gobierno” en la España del XVI y XVII.
Paradójicamente, al no tener referencias hebreas ni árabes, los indios occidentales eran considerados puros y cristianos viejos por primitivos. Aun así, el racismo se impuso en cuanto se mezclaron las etnias y la pureza de sangre pasó a ser definida por el color de la piel.
Nos sonarán los términos tan ‘modernos’ con que los describe el benedictino fray Benito Peñalosa y Mondragó, arbitrista y tratadista del XVII: “Los indios eran tan sumamente bárbaros e incapaces, cuales nunca se podrá imaginar cabe tal torpeza en figura humana: tanto, que los españoles que primero los descubrieron, no podían persuadirse que tenían alma racional, sino cuando mucho un grado más que micos, o monas, y no formaban algunos escrúpulo de cebar sus perros con carne de ellos, tratándolos como a puros animales”. El querido lugar común del “era la época” revela que todas las épocas son la época; ésta, como se ve, también.
Pero, en descargo de “la mayoría de los españoles limpios”, hay que decir que el virus del racismo no es original de los quídam, que lo trasladan a sus ámbitos, sino de cerebros esclarecidos y autores preclaros, por aquéllos cuya palabra es ley en la sociedad. En la historia general de la infamia antisemita hay nombres verdaderamente sorprendentes, no sólo el del integrista Quevedo, sino los Giordano Bruno, Shakespeare, Bacon, Tirso de Molina, Voltaire...: de las raíces de Auschwitz sólo son inocentes los judíos.
Un virus que alcanza a las etnias negras cuando el tráfico de esclavos las hacen visibles. El pensamiento del orbe católico se enfrenta a las paradojas de su ortodoxia infantiloide: si Adán es padre de toda la raza humana y si el Diluvio fue universal y sólo se salvó la familia de Noé, ¿cómo es que hay negros en el mundo? Ya dijo Goya que el sueño de la razón engendra monstruos: una de las mentes españolas más notables de la modernidad, la del fraile benedictino Benito Jerónimo Feijoo, defensor indesmayable de la mujer y de los animales, en su Teatro crítico universal. Discursos varios en todo género de materias, para desengaño de errores comunes (1726-1740) explica, siguiendo a Leibniz y a un reticente Tomás de Aquino, que la existencia de personas negras se debe a que “la imaginación de la madre del primer etíope habría sido fuertemente impresionada durante el embarazo por un objeto negro y de ese modo el color se habría fijado y extendido a las siguientes generaciones”.
Las bases científicas de la afirmación se remitían a un famoso relato del siglo III d.n.e., la Historia etiópica de los amores de Teágenes y Cariclea, del escritor griego Heliodoro, donde Cariclea, hija de padres negros, nace blanca porque su madre la concibió bajo la impresión producida por un retrato de Andrómeda. Dos siglos antes, el hispanorromano Marco Fabio Quintiliano, de Calahorra, ya había contado que una mujer blanca parió a un niño negro porque había mirado atentamente el retrato de un etíope –que junto a ‘guineo’ englobaban toda la negritud–. Y ya en el racional Siglo de las Luces, el filósofo y teólogo francés Nicolas Malebranche afirmó que “aquellas mujeres que durante el embarazo ven a personas que tienen marcas en ciertas partes de su rostro, darán a luz niños con las mismas marcas en las partes correspondientes del cuerpo”. Nada extraño: el filósofo alemán Gottfried Leibniz mantuvo que “una hembra puede engendrar un animal de diferente especie y que este fenómeno es causado exclusivamente por la imaginación de la madre”. En fin, el venerado jesuita francés Joseph François Lafitau Lafitau, misionero en Norteamérica, afirmaba que el color de la raza negra se debía a que mujeres del pasado remoto vieron los cuerpos de sus maridos pintados de negro y su imaginación se vio tan afectada que sus descendientes adquirieron este color; la piel roja de los indios caribes era debida al mismo proceso, sólo que los maridos se pintaron de rojo...
Voltaire se mofó de todos ellos preguntándose por qué las ovejas que pasaban el día mirando la hierba, no parían corderos verdes. Un descreído. No me extraña que la Santa Madre Iglesia, siempre atenta a preservar la ortodoxia, lo considerara el embajador de Satán en la tierra, aunque, a veces, coincidieran en sus apreciaciones: “Observamos a los judíos con la misma mirada con la que miramos a los negros, o sea, como a una raza humana inferior”.
La mirada a las personas negras era extraviada desde la antigüedad: el historiador griego Heródoto sostenía que el semen de los negros era del mismo color de su piel, credo que gozó de mucha fortuna ignorante hasta que lo desmintió la prestigiosa Academia Real de las Ciencias de París, cuyos sabios establecieron que el semen de los negros no era negro sino blanco, pero, ¡en 1727!
Y es que los negros apenas eran bestias con el don de la palabra. A pesar de que muchos eran hombres libres o libertos con el rédito de su trabajo o manumitidos por amos con conciencia, trabajadores en los oficios más indeseable y con singularidades señeras –hemos hablado aquí de Juan Latino, que fue catedrático de Gramática y Lengua Latina en Granada, pero había muchos en muchos campos: Juan Garrido, Catalina de Soto, sor Teresa Juliana de Santo Domingo, Juan de Pareja...–, el color de su piel era la seña discriminadora.
Cervantes hace decir al perro Berganza en El coloquio de los perros (1613): “Digo, pues, que, habiendo visto la insolencia, ladronicio y deshonestidad de los negro...”. Poco, en comparación con el Quevedo de sus pecados racistas, quien añade a la violenta ferocidad contra el judío la satírica displicencia de su repugnante desprecio por el negro:
Boda de negros
Vi, debe de haber tres días,
en las gradas de San Pedro,
una tenebrosa boda,
porque era toda de negros.
Parecía matrimonio
concertando en el infierno,
negro esposo y negra esposa,
y negro acompañamiento.
(...)
Iban los dos de las manos,
como pudieran dos cuervos;
otros dicen como grajos,
porque a grajos van oliendo.
(...)
Trujeron muchas morcillas,
y hubo algunos que, de miedo,
no las comieron pensando
se comían a si mesmos.
(...)
Negra es la ventura
de aquel casado,
cuya novia es negra,
y el dote en blanco.
O no había bombillas en los siglos de Oro y de las Luces o todas estaban fundidas.
Aquellos ilustres cerebros ignoraban que los primeros pobladores de la península ibérica fueron africanos y que Lucy, la madre de la humanidad hace más de 3 millones de años, era, precisamente, etíope. Ni tampoco que en el 740, el califa omeya envió a la península un ejército sirio de 30.000 hombres de mayoría negra, según nos informa el historiador africanista José Luis Cortés López, quien calcula que la población negra en Sevilla era el 7.5% del total a mediados del siglo XVI.
Nosotros sí lo sabemos. Y que llegaron otros esclavizados desde Portugal y que España se convirtió en una de las mayores potencias esclavistas de la edad moderna y la que instituyó la sociedad de castas raciales en los reinos americanos.
Pero España no es racista, de modo que “es absurdo denunciar el racismo cuando en España no hay negros”, escribe Daris José Lewis Recio –abogado especializado en derechos humanos y activista antirracista–, que tenía que “ir con mi madre, blanca a la hora de visitar apartamentos de alquiler, para asegurarme las mismas opciones que los demás interesados”. Lewis Recio lucha, junto a la Comunidad Negra, Afrodescendiente y Africana y organizaciones gitanas, para que el censo incluya el origen étnico de los censados, petición desoída por las abnegadas autoridades a pesar de las recomendaciones de Naciones Unidas y el Consejo de Europa. Lo que no está en el censo, no existe.
Aunque mira qué tozuda es la realidad: el estudio de la Dirección General para la Diversidad Étnico-Racial del Ministerio de Igualdad de 2021 señalaba que el 78% de los de 1.369 encuestados había sido discriminado, o conocía un caso cercano, por su color de piel o rasgos étnicos.
Eso sí, ya no los obligamos a bautizarse, comer cerdo, etc. Vamos progresando.
De la discriminación de los gitanos, tan querida y ejercida, hablaremos otro día. Este país, producto bienaventurado, desde mi punto de vista, mestizo de mil leches de todos los colores y todas las culturas, que no es racista sino extremadamente generoso, seguro que nos dará pronto la oportunidad.