Rajoy prueba la medicina de una investidura fallida
“Señor candidato, su fiesta ha llegado al final. Ha perdido la investidura y nos ha hecho perder el tiempo, ha puesto las instituciones al servicio de su supervivencia: eso es corrupción”. Esas fueron las palabras que Mariano Rajoy espetó a Pedro Sánchez en marzo, cuando el socialista se prestó a un debate de investidura que sabía fallido pero que provocó que empezara a correr el plazo de dos meses que marca la Constitución.
En una semana, el candidato del PP probará su propia medicina y se la tragará a regañadientes después de haber sentenciado que a una investidura “se va a ser investido”.
Hasta este cambio de opinión, Rajoy ha jugado al despiste durante meses. En enero sorprendió a todos al declinar la oferta del rey por falta de apoyos. “No sólo no tengo una mayoría de votos a favor, sino que tengo una mayoría acreditada de votos en contra, 180 como mínimo”, razonó. Nada más despegarse del atril de La Moncloa, los periodistas le preguntaron por qué el día anterior había dado a entender lo contrario. “Es que me voy a presentar. Lo que no dije es cuándo”. Al final no lo hizo.
Después de 253 días en funciones, Rajoy subirá a la tribuna del Congreso para pronunciar un discurso que es muy probable que tenga que repetir. Su frustración ha resultado evidente en los tres últimos días, cuando se condujo con displicencia tanto con su socio preferente como con los periodistas.
El líder del PP se permitió un tono soberbio con la prensa, negó lo que había puesto por escrito en Twitter y hasta llegó a acusar a los medios de comunicación de habérselo inventado. Todo con tal de aparecer como el destinatario de un aval entusiasta de su comité ejecutivo y no como alguien obligado a acatar las exigencias del cuarto partido a cambio de 32 diputados que sumar a sus 137.
Los comentarios sobre lo despectivo de su actitud corrieron de boca en boca entre varios de los suyos durante la constitución de la Diputación Permanente del Congreso. De hecho, un miembro del grupo parlamentario admitió que había sido “un poco demasiado chulo” en la rueda de prensa en Génova el día anterior y que fue “incomprensible” que acusara a los periodistas de inventarse cosas. No sabía que unas horas después, tras la reunión con Rivera, aún iba a superarse.
Su cuarta reunión con el líder de Ciudadanos sirvió para que reconociera en público lo evidente, que el PP firmaba el documento que permitía poner en marcha la negociación y que estaba obligado a poner fecha a una investidura a la que hasta ahora se había resistido. No supo explicar para qué había sido necesario entonces esperar ocho días a que el órgano interno de su partido se reuniera.
Que los periodistas pusieran en evidencia la contradicción y volvieran a interesarse por la corrupción acabó de sacarle de sus casillas. “No son preguntas que ahonden mucho en el futuro de nuestro país”, se permitió opinar. “Pues usted misma. ¿Qué quiere que le haga?”, soltó a otra periodista que le preguntó si daba por perdida la batalla de hablar con Sánchez antes de fijar la fecha de la investidura.
Las caras de sus colaboradores fueron un poema. El enfado por lo despectivo de su actitud fue trasladado a la secretaria de Estado de Comunicación, Carmen Martínez Castro, y al responsable del área en el partido, Pablo Casado. Desde Moncloa trataron de justificarlo en el cansancio y en la tensión por la situación política.
La evidencia de que su única estrategia ha sido ganar tiempo y elevar al máximo la presión sobre Sánchez se puso de manifiesto en el momento en que Ana Pastor informó de que el debate de investidura sería el 30 de agosto. La fecha va acompañada de la del día de Navidad. Si en dos meses desde el día 31 no ha logrado su propósito de que el PSOE pase de la negativa a la abstención y nadie ha sido elegido, el 25 de diciembre quedará señalado como el primer día de Navidad en que España celebró sus terceras elecciones en un año.