Rajoy: el presidente que hizo de la espera su virtud política murió esperando
El estallido del caso Gürtel pilló a Mariano Rajoy haciendo campaña en Galicia. Corría el invierno de 2009 y el líder del PP sabía que se jugaba el pellejo en las elecciones a la Xunta donde el candidato era su apadrinado, Alberto Núñez Feijóo. Rajoy había perdido dos elecciones consecutivas frente a Zapatero y en el PP todo el mundo daba por hecho que estaba ante su última oportunidad.
Los enemigos internos liderados por Esperanza Aguirre y sus medios amigos estaban listos para liquidarlo una vez más. Rajoy reaccionó a la detención de Francisco Correa, el hombre que organizaba sus mítines, pidiendo la dimisión de un ministro socialista: Mariano Bermejo por coincidir en una cacería con el juez Baltasar Garzón que estaba instruyendo la investigación. “Son las 12 y Bermejo no ha dimitido”, contaba a los mismos periodistas a los que daba largas sobre las gravísimas acusaciones que revelaba el sumario Gürtel. Feijóo ganó las elecciones contra todas las encuestas y dio una última oportunidad a su presidente nacional, que ya había estado contra las cuerdas otras veces en la batalla interna.
Pero Rajoy era ya un resistente. Si algo había demostrado hasta este viernes el líder del PP en sus casi cuatro décadas de carrera política es su capacidad para sobrevivir. Con 31 años se convirtió en presidente de la Diputación de Pontevedra y antes había sido concejal en su ciudad, diputado en el Parlamento gallego y director general en la Xunta. En el paso de la treintena aprendió que las armas más peligrosas suelen empuñarlas los compañeros de partido. Como número dos de la Xunta vivió en 1986 su primera moción de censura: la traición de cinco diputados de AP que votaron junto al PSOE para tumbar al presidente de entonces, Gerardo Fernández Albor.
Los periodistas que lo trataron en aquella época dibujan a un político dicharachero y socarrón que se prestaba a las confidencias políticas en la noche de Santiago. La traumática moción de censura lo llevó a su plaza de registrador de la Propiedad en Santa Pola, que se había sacado con 23 años siguiendo la férrea disciplina familiar que imponía su padre, presidente de la Audiencia Provincial de Pontevedra: de los otros tres hermanos (dos varones y una mujer) fueron también registradores de la propiedad y uno notario.
Pese a las invitaciones constantes para regresar a la política gallega, Pontevedra y las Rías Baixas se convirtieron ya para siempre solo en un apacible lugar de veraneo. El nieto de uno de los redactores del Estatuto de Autonomía de Galicia en 1936, Enrique Rajoy Leloup, jurista, republicano y conservador, ni aprendió gallego como le había recomendado Fraga –el segundo consejo, el de casarse sí lo siguió, con Elvira Fernández, una mujer de familia bien de Pontevedra– ni desmostró gran interés por participar ya más en la política autonómica.
Para la primera línea lo recuperó un ambicioso político llegado de Castilla y León que prometía reunificar el espacio de centro derecha en España. José María Aznar se sirvió del talante conciliador del político gallego para apaciguar algunos conatos de rebelión tras la refundación de Alianza Popular. Fue Rajoy quien dirigió la campaña electoral que llevó a Aznar a La Moncloa y desde entonces ya estuvo en todos sus gabinetes: Administraciones Públicas, Educación, Interior, hasta llegar a vicepresidente. A todos los puestos le había mandado Aznar a apagar incendios y fue al frente de ese cargo cuando le tocó gestionar la catástrofe del Prestige, de la que salió chamuscado. La crisis puso al desnudo la manipulación de las televisiones públicas y dejó algunas frases para la historia. Rajoy pronunció tal vez la más famosa: lo que manaba del viejo petrolero, que soltó 77.000 toneladas de fuel, eran según él vicepresidente, “hilillos de plastilina en estiramiento vertical”.
Semejante hemeroteca no le impidió ser de nuevo el elegido por José María Aznar, esta vez para sucederle. Rajoy perdió las elecciones de 2004 en la última semana después de que todo el Gobierno se empeñará en culpar a ETA de los atentados del 11M en Madrid.
Los escuderos que eligió para liderar el partido en la oposición, Eduardo Zaplana, y Ángel Acebes, desataron una furibunda campaña contra el Gobierno de Zapatero, a propósito del matrimonio homosexual, la ley del aborto o la política antiterrorista: corrían aquellos tiempos en los que se acusaba al expresidente de ser cómplice de ETA e incluso de estar detrás de los atentados de Atocha que causaron 192 muertos. Todo valía para hacer oposición y el partido llegó a recoger firmas en toda España contra el Estatut de Catalunya. Rajoy dejó hacer sin implicarse demasiado personalmente, lo que le valió ataques despiadados del flanco ultra del PP que sus subordinados se encargaban de cuidar. El locutor Federico Jiménez Losantos lo bautizó como “maricomplejines”, desde los mismos medios de comunicación que el Partido Popular financiaba con su caja B, según consta en los Papeles de Bárcenas.
Su distanciamiento con ese sector de la derecha, con Esperanza Aguirre y con el propio Aznar, que lo había designado con su dedazo se volvió irreversible. Estuvo a punto de caer varias veces, la última en el Congreso de Valencia del PP en 2008, pero resistió y logró mantener el control absoluto del partido tras la victoria en Galicia. En 2011, en lo más duro de la crisis económica, llegó al poder tras haberse hecho fotos en la cola del paro con la promesa de no tocar el gasto social. Lo que vino después fueron años de recortes salvajes en la sanidad y la educación. Durante la legislatura de la mayoría absolutísima, en la que el PP acumuló un ingente poder en autonomías y ayuntamientos, Rajoy fue alumno disciplinado de la austeridad que imponía la troika y llevó a cabo reformas que ni siquiera Aznar se atrevió a hacer en sus gobiernos: la reforma laboral con el despido a veinte días, la ley mordaza y el cambio de la ley de Radio Televisión Española que colocó a los medios públicos al servicio de los intereses del PP.
En 2015 resistió la presión del establishment para dar un paso a un lado e incluso renunció a intentar la investidura, como habían hecho todos los candidatos que habían ganado las elecciones en democracia. Decidió esperar, la fórmula que le había servido para deshacerse de todos los rivales internos a costa de que España estuviese once meses sin Gobierno. Tras la repetición electoral que le sirvió para volver a la presidencia con el apoyo de Ciudadanos y una guerra civil en el PSOE que descabalgó a Pedro Sánchez por mantenerse en el “no es no”, los cronistas volvieron a dibujar a Rajoy como un maestro en manejar los tiempos.
La legislatura se convirtió en un calvario. Estalló la crisis catalana, que no supo medir a tiempo. Contemporizó hasta que el Gobierno de Puigdemont declaró unilateralmente la República Catalana y después aplicó un 155 más suave que el que reclamaba el ala dura de su partido y su entorno mediático.
Al mismo tiempo, los casos de corrupción que el líder del PP había decidido barrer hacia debajo la alfombra durante los años anteriores fueron aflorando uno a uno. En forma de sentencias o titulares. Políticos que Rajoy había ascendido como Eduardo Zaplana entraron en prisión, igual que antes habían hecho otros a los que puso de ejemplo como Jaume Matas. La respuesta de Rajoy, del dirigente que lo ha sido todo en el PP desde 1996, fue que él –que organizaba las campañas– nunca supo nada. Que sus sms a Bárcenas pidiéndole ser fuerte cuando el tesorero entró en la cárcel fue un error. Y que de todo lo demás él fue una mera víctima.
Su final ha llegado cuando se las prometía más felices, un día después de haber logrado aprobar los presupuestos con dos fuerzas antagónicas como Ciudadanos y el PNV que en teoría le iban a permitir agotar la legislatura y sobrevivir hasta 2020. Pero el pasado siempre vuelve y esta vez lo hizo para golpear al presidente con toda su virulencia. La sentencia del tribunal de Gürtel, nueve años después de aquellos mítines de Rajoy en Galicia, no solo condena al PP por lucrarse de la corrupción, también argumenta que el testimonio de Rajoy en el juicio negando veinte años de caja B en su partido no es verosímil.
El fallo y la moción de censura que el PSOE registró inmediatamente en el Congreso noquearon al presidente, al Gobierno y a su propio partido.“Rajoy hizo una gran gestión económica, estamos en la recuperación, hicimos lo más difícil, pero nos ha matado toda la mierda que ha salido, es imposible combatir esto”, confesaba el jueves uno de sus colaboradores más cercanos.
En su penúltima jornada en el Congreso, el señor de orden, el defensor máximo de las instituciones y el sistema, ni siquiera quiso vivir su final en el escaño. A mediodía del jueves, en cuanto supo del viraje del PNV abandonó el hemiciclo y se fue a comer a un restaurante con sus colaboradores más cercanos. Se negó a escuchar de primera mano las razones de los partidos nacionalistas para desalojarlo de La Moncloa. En uno de esos reservados de la zona noble de Madrid estiró la sobremesa hasta las diez de la noche mientras una parte del PP siguió esperando la última jugada maestra del líder que siempre había sabido manejar los tiempos. No la hubo. La leyenda de que Rajoy mata a sus rivales por agotamiento, tan manoseada estos años por la crónica parlamentaria, se acabó. Esta vez esperar no fue suficiente.