La historia, ya se sabe, la escriben los vencedores, pero, ya metidos en tópicos, la vida es corta y el arte es largo. Y el 'arte' de la guerra entre los semitas hebreos y los semitas palestinos no tiene, como se dice a menudo, 70 años de digamos vida sino más de 3.000, cuando, a grandes rasgos, el pueblo judío se liberó de la esclavitud de Egipto y comenzaron las guerras de conquista de los pueblos de Canaán en la Palestina histórica, mil años antes de nuestra era (a.n.e.).
30 siglos largos de guerras entre hermanos –pues más de un 70% de los judíos israelíes y un 82% de los musulmanes palestinos tienen los mismos haplotipos, cromosomas, para simplificar y entendernos–, con diversa suerte a favor de unos y otros y con la intromisión constante de invasores, caldeos, romanos, bizantinos, turcos e incluso los cristianos de las Cruzadas. La maldición de Palestina es ser 'Tierra Santa'. Hoy nos toca vivir un periodo de supremacía –y supremacismo– israelí, pero el 'arte' es largo...
Lo sabe, sin duda, Moshe Feiglin, líder del ultraderechista partido sionista Zehut en la coalición de gobierno presidida por Netanyahu, por lo que aboga sin pudor en “repetir Dresde en Gaza”, como nos recordaba recientemente Antonio Maestre en estas páginas/pantallas. Rememoremos aquel crimen de guerra planificado por Winston Churchill, perpetrado por las aviaciones británica y norteamericana en febrero de 1945, vísperas de la derrota de la Alemania hitleriana, y que ha pasado a la historia escrita por los vencedores como un daño colateral ineludible.
Los acontecimientos de la posguerra revelaron que la II Guerra Mundial fue, también, un paréntesis en la guerra no declarada entre las potencias europeas occidentales y la Rusia surgida de la revolución bolchevique de 1917. Quizá si Hitler hubiera continuado su guerra imperialista por donde la comenzó, el este europeo, nadie lo hubiera detenido. Las élites occidentales estaban declaradamente más cercanas al pangermanismo, incluida su premisa antisemita, que a la utopía paneslávica de la liberación proletaria, de la que tampoco estaba ausente la deriva antisemita.
En 1937, Winston Churchill culpaba a las víctimas: “Sería fácil culpar [de la persecución de los judíos] a la debilidad de los perseguidores, pero esto no encaja en todos los hechos (...) [los judíos] están invitando a la persecución, son parcialmente responsables del antagonismo que sufren (...) El hecho principal que domina las relaciones entre judíos y no judíos es que el judío es diferente. Tiene una vestimenta diferente. Piensa diferente. Tiene una tradición y un fundamento diferente. Y se niega a ser absorbido”. Los mismos tópicos, las mismas acusaciones históricas contra el pueblo judío en diáspora: se niegan a ser cristianos.
Y expresaba su simpatía por Hitler: “Es un funcionario muy competente, frío, bien informado, con maneras agradables, una sonrisa amigable y que pocos no se han visto afectados por su sutil magnetismo personal”. Era el año en el que el secretario del Foreign Office Edward Wood, lord Halifax, se reunió, en noviembre, con Hitler en su residencia de Berchtesgaden, el Nido del Águila, para llegar a un acuerdo a cuatro –con Francia y Estados Unidos– excluyente de la Unión Soviética y hacía público el entusiasmo de la clase dirigente de su país por el atrabiliario personaje: “Están penetrados [los dirigentes británicos] de la idea de que el Führer ha realizado mucho y no sólo en Alemania, pues destruyendo en su país el comunismo, le ha impedido el camino de Europa occidental y por esta razón Alemania puede ser, en buen derecho, considerada como el bastión de Occidente contra el bolchevismo”. Las fronteras se veían muy lejanas de la comodidad occidental.
Miopía política e ignorancia de lo relativo de las distancias en política internacional. En menos de dos años, el Tratado de No Agresión entre el Tercer Reich y la URSS del 23 de agosto de 1939 juntaba en menos de un mes, el de septiembre, las fronteras de Polonia en una línea del mapa, el río Bug, ahora frontera entre Alemania y la Unión Soviética, dando comienzo a la Segunda Guerra Mundial. Un pacto que heló la sangre de los partidos comunistas occidentales y les arrebató la credibilidad durante muchos años; más cuando, tras el reparto de Polonia con Hitler, Stalin lo imitaba y atacaba Finlandia, se anexionaba los países bálticos e invadía Rumanía.
La ilusa blitzkrieg de dos meses con que Hitler esperaba dominar la URSS y los más de veinte millones de ciudadanos soviéticos víctimas de la guerra –casi un 80%, civiles y dos de cada cinco víctimas de todas las nacionalidades aliadas caídas en el conflicto– hicieron de Stalin un 'interlocutor válido' en la posguerra, aunque fuera por irremediable –el Ejército Rojo llegó a Berlín antes que los aliados...–. Pero, una vez 'amortizado' el sacrificio humano, el anticomunismo visceral del conservadurismo anglosajón de la preguerra volvió a los despachos y a las salas de guerra.
Antes de que acabara la Guerra Mundial, ya había señales que lo predecían. Y lo prueba la orden que la aviación británica, la Royal Air Force, distribuyó a los pilotos el 13 de febrero de 1945, la primera noche de los bombardeos que arrasaron Dresde, la capital de Sajonia, tres meses antes de la rendición total de Alemania: “Las intenciones del ataque son golpear al enemigo donde más lo sienta, en la retaguardia de un frente a punto de desmoronarse (...) y enseñar a los rusos cuando lleguen de lo que es capaz el Mando de Bombarderos de la RAF”, según el profesor de Oxford e historiador militar Norman Longmate.
En realidad, más que ayudar a rusos y polacos y al resto de fuerzas aliadas en su lucha en el inmenso frente del este, como Stalin venía reclamando desde 1942, las intenciones de Churchill y de Roosevelt, cada uno con una reducida camarilla de consejeros civiles y militares, eran debilitar el poder militar soviético. Así que, tras fracasar las primeras maniobras y ralentizar la ofensiva aliada por el oeste tras el desembarco en Normandía para que Alemania penetrara en terreno soviético –con agrias protestas del generalato aliado por la inoperancia, pero que permitía a Hitler acumular fuerzas en el frente oriental en detrimento del occidental–, ahora se trataba de retrasar el avance del Ejército Rojo para impedir que llegara a Berlín antes que el aliado y, con ello, el mérito de la URSS y el final de la guerra, además del botín tecnológico.
Mientras, confiaban que los científicos del Centro de Investigación de Los Álamos, Nuevo México, terminaran de poner a punto la bomba atómica, que Churchill ya había convencido a Roosevelt de utilizarla contra Alemania. No era necesaria para la victoria sobre una Alemania derrotada, sin capacidad ofensiva, con su industria de guerra prácticamente desmantelada, su fuerza humana diezmada y su población desmoralizada –como tampoco era imprescindible para la derrota de Japón–, pero se trataba de demostrar a la URSS la incontestable superioridad militar de los aliados, reflejo de su superioridad moral.
La obsesión anticomunista
El prestigio de Rusia al final de la guerra era una vieja preocupación británica, que verbalizó en 1941 Anthony Eden, secretario de Colonias, de la Guerra y del Foreign Office y segundo de Churchill: “Esto facilitaría el establecimiento de gobiernos comunistas en la mayoría de los países europeos”. Y así se lo confió Churchill al field marshal (mariscal de campo, máximo rango militar británico, por encima del generalato; un “generalísimo”, dicho de manera elegante), el sin embargo sudafricano Jan Smuts en 1943: “Tengo la incómoda sensación de que la magnitud y velocidad de nuestras operaciones en tierra dejan mucho que desear... Casi todos los honores corresponden a los rusos (...) Para el ciudadano común puede parecer que es Rusia la que está ganando la guerra. Si esta impresión continúa, ¿cuál será nuestra posición en la posguerra comparada con la rusa? Puede producirse un tremendo cambio en nuestro estatus mundial y convertir a Rusia en director de la diplomacia mundial, lo que es tan innecesario como indeseable”, cuentan los historiadores ingleses Elizabeth Barker y el general John Kennedy. En parecidos términos se lo expresó la Junta de jefes de Estado Mayor norteamericana a Roosevelt a lo largo de la guerra.
Descartado el 'escarmiento' nuclear –pues hasta el 16 de julio no se podría detonar la bomba en pruebas en el desierto de White Sands, Trinity– y Roosevelt ya en estado terminal, Churchill y su reducido grupo conocido como los “Bomber Barons” –a cuyo frente estaban sus amigos del arma aérea, los air marshals sir Arthur Harris, a quien Churchill apodaba Bomber Harris (Bombardero Harris), y Butcher Harris (Carnicero Harris)– decidieron, de acuerdo con la Joint Chiefs of Staff norteamericana, pero sin informar al Chiefs of Staff Committee ni al ministerio del Aire ni al Directorio de Operaciones de Bombardeo británicos, la destrucción de una serie de ciudades alemanas que no sólo cumplieran los objetivos propagandísticos previstos de cara a Rusia sino que prepararan al mundo para el próximo horror de la bomba atómica contra objetivos específicamente civiles.
Las ciudades seleccionadas fueron Kassel y Pforzheim en el frente occidental y Swinemünde y Dresde, 'la Florencia del Elba', en el oriental; todas en el camino a Berlín del Ejército Rojo, todas con escasa importancia militar y, sobre todo, con exigua defensa antiaérea, pues aún escocía la eficacia alemana y se recordaba que en el raid aéreo del 14 de octubre de 1943, la aviación norteamericana, la USAF, perdió 60 Fortalezas Volantes de las 291 que intervinieron. Dresde era el objetivo principal, pues los generales soviéticos, que no eran ajenos a las extrañas estrategias aliadas, habían hecho creer al comandante supremo aliado, el general Eisenhower, que sus movimientos trataban de que Hitler acumulara fuerzas en Berlín mientras ellos avanzaban en realidad sobre Swinemünde para hacerse con la Pomerania, puerta del Báltico, y, sobre todo, con Dresde –aunque, desde luego, el interés de Stalin era que el Ejército Rojo llegara el primero a la capital del Reich para conseguir el botín tecnológico nazi, además del impacto propagandístico–. La capital sajona era una de las grandes ciudades alemanas que, por su mínima importancia en la industria de guerra, no había sufrido bombardeos en todo el conflicto, por lo que, además, se había convertido en ciudad de acogida de refugiados de ambos frentes y se calcula su población en el invierno de 1944 en 1.250.000 habitantes, más del doble de los residentes empadronados.
Tormenta ígnea sobre Dresde
Las espantosas matanzas –cuyo número de víctimas, de 25.000 a 100.000, aún sigue en discusión (como también si se trató de un crimen de guerra), pues las siete mil toneladas de bombas explosivas e incendiarias desencadenaron una llamada ‘tormenta ígnea’, con llamas y vientos de más de mil grados centígrados que fundieron literalmente los cuerpos de las personas con el asfalto de las calles– y la destrucción premeditada de una de las ciudades-joya de la cultura europea –la escasa industria de guerra estaba situada a las afueras de Dresde, muy lejana del centro histórico, principal blanco del bombardeo–, horrorizó a numerosos ciudadanos, intelectuales y políticos británicos, cuya ira se reflejó en el Parlamento, donde el laborista Richard Stokes los calificó de “bombardeos terroristas”. El ensayo general de nazis y fascistas sobre Guernica, en 1937, había sido aprendido por todos los bandos...
Durante muchos años, la historia ha presentado a Winston Churchill como uno de estos ciudadanos apiadados por tamaña crueldad, pues el 28 de marzo se apresuró a enviar un telegrama a su enlace con el Chiefs of Staff Committee, el general Hastings Ismay, que luego sería el primer secretario general de la OTAN, donde parecía no sólo desentenderse de sus órdenes sobre los bombardeos sino condenarlos: “Pienso que ha llegado el momento de replantearse la cuestión de bombardear las ciudades alemanas con el mero propósito de propagar el terror o bajo otros pretextos (...) La destrucción de Dresde pone seriamente en entredicho la conducta de los Aliados en lo referente a bombardeos. Soy de la opinión de que los objetivos militares deben ser, de ahora en adelante, estudiados de forma más estricta atendiendo a nuestros propios intereses, no a los del enemigo. El Secretario de Exteriores me ha hablado de este tema y percibo la necesidad de una concentración más precisa en objetivos militares, tales como combustible y comunicaciones en la retaguardia de la zona donde se esté combatiendo, en lugar de meros actos de terror y destrucción gratuita, por impresionantes que éstos puedan parecer”.
La realidad se ha conocido años después, cuando la documentación de aquellos años ha sido desclasificada y puesta a disposición de los historiadores. Y entre los documentos, un inquieto mensaje “muy privado y confidencial” de Churchill a su compinche Bomber Harris en el que le previene que sea “muy prudente” y que “no admita nunca que hemos hecho nada en las medidas que tomamos de bombardear Alemania que no estuviera justificado por las circunstancias y por las acciones del enemigo”, como cuenta la biografía del político escrita por su hijo, el “engreído y bravucón” Randolph –según sus colegas periodistas–, más profranquista aún que su progenitor.
Y otra realidad fue que, a pesar del telegrama de Churchill, del 28 de marzo, los “bombardeos terroristas”, que habían comenzado en la madrugada del 13 al 14 de febrero, continuaron hasta el 17 de abril de 1945, tres semanas antes de la rendición incondicional de la Alemania nazi, el 8 de mayo de 1945. Para conseguir nada: seis días antes, el 2 de mayo, el Ejército Rojo dominaba Berlín y el general de Artillería de la Wehrmacht Helmuth Weidling rendía la ciudad a los oficiales soviéticos.
Gaza, como Dresde
“Las intenciones del ataque son golpear al enemigo donde más lo sienta”, escribió el historiador Longmate acerca del brutal bombardeo de Dresde. Muy parecido al deseo para Gaza del ultrasionista Feiglin: se trata de lograr el mayor daño posible arrasando toda la población. Netanyahu y su feroz gobierno sediento de venganza contra el terrorismo de Hamás a costa de la sangre gazatí no deberían olvidar la máxima de Engels, “La historia se repite dos veces” –“Primero como tragedia, después como farsa”, matizó Marx–: tienen 3.000 años de historia para comprobar que, en un sentido o en otro, según el bando provisionalmente vencedor, nada queda impune en ‘Tierra Santa’. O dicho con la sencillez rotunda de nuestro viejo refranero: “Quien haga mal, espere tal” o “a todo cerdo le llega su san Martín”.
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