Un rey, una actriz, el CNI, un silencio ominoso y varios chantajes
Nadie se atrevió a decirlo, pero el rey se paseaba desnudo. Sí, en las fotos famosas que ustedes han visto, está vestido y morreándose con Bárbara Rey, pero no descarten que en fotos futuras, debieron hacerse por centenares, Juan Carlos I se nos muestre, en efecto, tan desnudo como el rey del cuento. Todo se andará, que da la impresión de que tan sólo hemos visto aparecer la sombra tras los visillos, la pezuña por debajo de la puerta. Atentos a la cascada de desvergüenzas que pueden caernos a partir de ahora, roto el cinturón de hierro en torno al hoy reconocido comisionista real, este tipo que se embolsaba sobres por millones de euros.
Consideraciones variadas ante este sórdido espectáculo de imágenes robadas, según nos relatan las crónicas de estos días. Molesta el adulterio del rey, de entrada, no porque fuera una cabeza coronada más bien libertina, ni fue el primero ni el único, sino porque él y sus familiares, por no hablar de amigos, deudos y otros adláteres, no han parado en sus muchos años de reinado de mostrarse rodeados de curas, obispos y cardenales, incluso visitas al Papa de Roma, siempre dispuestos a acudir a los fastuosos actos que organiza la Iglesia Católica, oros por aquí, oros por allá, pobre pero derrochona. Hipócritas él y sus feudos, tanto como los altos clérigos que les bailaban el agua.
Parémonos un momento, también, en la sórdida historia de un niño de 11 años grabando en 1994 las escenas amorosas de su madre y un señor muy alto, aunque la pareja feliz ya había iniciado sus encuentros íntimos en 1977. ¿Nos puede extrañar que ahora el mismo infante, hoy un señor hecho y derecho, sin oficio ni beneficio conocido, se gane la vida vendiendo por ahí las interioridades amorosas de su madre? Los actos presentes vienen a confirmar los resultados que produce en la infancia una educación tan esmerada recibida en su casa desde pequeñín, rica en valores éticos y morales. Y ésta parece ser, o al menos eso dicen las amistades de Cristo hijo, la primera de una serie de las llamadas fotos comprometidas. Lo decíamos al principio, átense los machos.
Pero aquí lo importante, a lo que deberíamos prestar atención no es a la vedete ni a su entonces tierno infante y esforzado fotógrafo. Bárbara Rey ha sido muy dueña de irse con quien quisiera, rey o albañil, macarra o refinado, casarse con un señor de fama más bien deplorable, el domador Ángel Cristo, y dedicarse a vivir como ella haya querido o podido. Incluso si ha dilapidado los millones obtenidos de éste su trabajo que aquí estamos comentando. Allá ella. Otra cosa, por supuesto, es el chantaje y si es cierto que el Estado, vía CNI, estuvo pagando millones –de pesetas, tampoco nos pasemos– a la muy conocida actriz. ¿Alguno de sus importantes cargos ha asumido la responsabilidad de llevar los sobres en mano o ingresar esos dineros en determinada cuenta corriente?
Lo mollar es otra cosa, y es la actuación del rey Juan Carlos I, por un lado, y cómo las instituciones patrias, como el citado CNI, pero no sólo, se dedicaron a organizar las fastuosas veladas amorosas del monarca, primero, y a pagar después, con el dinero de usted y de quien esto escribe, el chantaje a la Casa Real, esto es, al Estado, que al parecer duró años. Porque el fogoso enamorado ni tan siquiera tuvo la dignidad de decir yo me pago mis desahogos con mi dinero, que para eso me sale por las orejas, mis buenos sablazos me ha costado llenar la caja fuerte, y permitió que la fiesta se la pagáramos nosotros. ¿Chantaje? Al maestro armero, que yo estoy ocupado en irme de cacerías y encontrar una nueva amante. A esta desvergüenza generalizada hay que añadir, entremos en materia y mal que nos pese, el ominoso silencio que tapó y ocultó a la ciudadanía, seguramente durante un par de décadas, estas y otras muchas acciones deleznables del hoy rey emérito, protegido siempre por una capa de respeto –¿por qué, qué méritos acumulaba el buen señor para que calláramos sus miserias?– que hoy nadie entiende.
¿Dijo algo la prensa de la época? No. ¿Miramos los periodistas a otro sitio mientras teníamos ante nuestros ojos un comportamiento tan poco loable? Es fácil contestar afirmativamente, pero permitan a este añoso plumilla, ya de carnes caídas y sesera un tanto licuada, que exponga ante ustedes algunos matices. Claro que había instrucciones bien conocidas, aunque nunca explicitadas, de que al rey no se le toca ni un pelo. Así lo querían las empresas periodísticas y así lo aceptó la profesión. Puedo confirmar y confirmo, por poner un ejemplo no importante pero sí significativo, que el Guiñol de Canal+ jamás pudo incluir a Juan Carlos entre sus decenas de personajes. Felipe, Aznar, etcétera, etcétera, pero el rey, no. Sin discusión. Esto fue así, y de manera clamorosa, porque Juan Carlos I fue un personaje reverenciado -por el poder y sus aledaños, por supuesto, pero también porque siempre tuvo un fuerte respaldo popular, digan misa los que no quieran admitirlo- que nos había traído la democracia tras la muerte del dictador, y que además nos salvó de un brutal golpe de Estado, -¡se sienten, coño!- y no había más que hablar. ¿Ingenuos? Puede ser, admitámoslo, pero no era fácil en aquellos años para el respetable público y tampoco para los periodistas vislumbrar ese ser de rapiña que campó, como se ha visto después, por ricos lechos de leche y miel, llevándose para la 'buchaca' unos buenos kilos.
Por lo pronto, no era sencillo entonces saber que esos hechos estaban ocurriendo. ¿Rumores? Sí, claro, pero no recuerdo que nadie por entonces hubiera podido confirmar esos encuentros. Hay más explicaciones. ¿De verdad teníamos que haber publicado un romance del rey con una persona adulta? Además del morbo obvio, del rey y la vedete, ¿entraba esa información en los estándares informativos? Seguramente hubiera sido la llamada prensa del corazón la encargada de tal tarea, pero no eran sus empresas las mejor preparadas para jugarse el cuello. Hablo ahora de los romances -seguro que el de Bárbara Rey no fue el único- que de las otras habilidades recaudatorias del monarca ya citadas, no recuerdo que tuviéramos noticia alguna de esos ingentes dineros ingresados en oscuras cuentas de países lejanos.
Todo se precipitó en los comienzos de este siglo y años posteriores. Elefantes por un lado, y Corinna Larsen, por otro -¡65 millones, esta vez de euros, regalados a la buena señora!- fueron desvelando un Juan Carlos que hasta entonces, por esa veneración impuesta pero también autoimpuesta, nunca habíamos llegado a divisar con claridad. Busca ahora, según nos cuentan, reivindicar su figura con un libro, dicen de memorias, qué risa, que lleva por título Reconciliación. ¿Con quién? ¿Con Bárbara Rey y algunas otras señoras? ¿Con Sofía de Habsburgo? ¿Con Corinna? ¿Con Iñaki Urdangarin? ¿Quizá es más pretencioso, y pretende reconciliarse con ese pueblo español al que ha engañado y esquilmado durante años?
Bien está que nos flagelemos por no hacer el trabajo de desenmascaramiento que debíamos haber hecho. No cumplimos con nuestro deber, seguro. Pero en defensa del gremio de los ancianos, digamos que tampoco hemos visto a los más jóvenes volcarse de forma denodada en la investigación sobre las cuentas en bancos suizos, por ejemplo, para localizar esos dineros que mantienen al muy tocado emérito en su exilio de los Emiratos. O averiguar quién paga sus numerosas estancias en España. O qué dineros llegan a la familia del susodicho, hijas, nietos, sobrinos y ese numeroso tropel de jóvenes tocados con la bandera de España en gorras y relojes que se arremolina a su alrededor, pobre abuelito qué mal te han tratado estos desagradecidos. Ya se han sabido muchas cosas de esos pagos del CNI, incluso hay libros sobre ello, pero seguro que quedan muchos flecos sin revelar de cómo y de qué cuentas salió el dinero para que Corinna Larsen se comprara tantos collares. Investiguen, investiguen. Nunca es tarde si la dicha es buena. Lo nuestro ya no tiene remedio, lo de ustedes, jóvenes aguerridos, sí.
Dos preguntas finales. Por molestar. ¿Es responsable Felipe VI de las tropelías cometidas por su padre? La respuesta seguramente es no. Y la última: ¿Qué méritos, valores o virtudes había acumulado Felipe de Borbón en 1986, cuando cumplió la mayoría de edad, para ser proclamado por las Cortes Príncipe y sucesor a la Corona, excepto el hecho de ser hijo de quien fue? La respuesta, seguramente, es ningún mérito, ningún valor, ninguna virtud.
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