Albert Rivera nunca fue un gran orador. Y protagonizó una anécdota en un debate electoral con Pablo Iglesias en noviembre de 2015 cuando, después de recomendar a Kant fue incapaz de citar un libro suyo y reconoció no haberlo leído. Lo que distinguió a Rivera fue el olfato de lanzar un partido nuevo en Catalunya, con gentes que venían del PSC más jacobino, para formar un proyecto político que compaginara valores progresistas con principios económicos liberales, bien avenido con las élites económicas y un discurso de regeneración frente a los casos de corrupción de los partidos tradicionales.
Rivera le llamó a eso liberalismo ibérico, que tenía más tintes castizos que otra cosa, y se alejó de sus primeros aliados –Miguel Durán fue cabeza de lista de la candidatura Libertas-Ciudadanos a las elecciones europeas de 2009, plataforma de extrema derecha– para insertarse en la familia liberal europea en plena resaca del 15M y presentarse en aquellas elecciones del 20D de 2015 como esa “especie de Podemos de derechas” que reclamaba Josep Oliu, presidente del Sabadell, en junio de 2014.
Si bien Rivera nunca fue un gran orador y vivió de su olfato hasta que lo perdió tras las elecciones generales de abril de 2019, también es verdad que hizo fortuna entre los suyos con algunos célebres chascarrillos, como, por ejemplo, aquel de “ni rojos ni azules”.
“¿Cómo vamos a superar la confrontación de rojos y azules si nos convertimos en azules?”, se preguntaba el ex dirigente Toni Roldán cuando dejó el partido en junio de 2019: “¿Cómo vamos a construir un proyecto liberal si no somos capaces de confrontar con la extrema derecha que defiende exactamente lo contrario de los que nosotros defendemos? ¿Cómo vamos a vencer al nacionalismo si no ponemos todo de nuestra parte, aunque otros no lo hagan, para evacuarlo del poder? ¿Cómo vamos a construir un proyecto liberal en España si no somos capaces de confrontarnos a la extrema derecha que está en las antípodas de todo lo que pensamos?”
En efecto, Ciudadanos había decidido que abandonar el centro del campo para jugar en la derecha, formar cordones sanitarios con el PSOE en toda España para apuntalar feudos del PP con el voto de la extrema derecha y, con ello, renunciar, como decía Roldán a “construir un proyecto liberal para España” hasta el punto de ser muleta del trumpismo español, encarnado por Isabel Díaz Ayuso.
Cuatro años exactos después de aquellas elecciones municipales y autonómicas en las que decidió repartirse el poder con el PP y Vox, Ciudadanos ha sufrido tal derrumbe el pasado domingo que ha renunciado a presentarse a las próximas generales, adelantadas por Pedro Sánchez para dentro de 54 días.
Egmont, Bruselas, junio de 2019
Albert Rivera había acudido a una cumbre liberal en Bruselas antes de un Consejo Europeo. Era el 20 de junio de 2019, faltaban cuatro días para la marcha de Toni Roldán y Rivera se codeaba con primeros ministros, presidentes y comisarios europeos. Venía de haber conseguido un 16% en las elecciones generales de abril, y estaba cerrando ayuntamientos y comunidades autónomas con el PP. Sólo con el PP.
Aquel día, la familia europea liberal se reunía, como suele hacer, en el palacio Egmont de Bruselas. Se trata de un edificio construido en 1532 por orden de Françoise de Luxemburgo, la viuda de Jean, el conde de Egmont y la madre del célebre conde Lamoral de Egmont, comandante, diplomático, participante del Compromis des Nobles, movimiento de nobles flamencos y protestantes que reclamaban un poco de mano blanda con la contrarreforma. Egmont, por tanto, era alguien poco querido por Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, gobernador de los Países Bajos en el siglo XVI.
Y en aquel edificio construido por una familia poco querida por los españoles hace 500 años, Rivera defendía ante un par de periodistas españoles que era buena idea, para quien había acuñado el lema de “ni rojos ni azules”, las alianzas sólo con los azules; que era buena idea ocupar sillones con los votos de la extrema derecha; que era buena idea para quien se presentaba como regenerador apuntalar al PP en Madrid, Castilla y León o Murcia, donde llevaba décadas al frente de las instituciones.
El entonces presidente de Ciudadanos estaba convencido de que la apuesta era buena: aún quedaban cinco meses para que perdiera 47 escaños y se fulminara su carrera política. Y estaba tan eufórico que llegó a decir que contaba para ello con el aval del Elíseo, algo que se apresuró a desmentir la presidencia francesa.
Pero el curso de los acontecimientos no ha dejado de impugnar aquella apuesta de la cúpula de Ciudadanos de hace exactamente cuatro años. Y, desde entonces, se han sucedido descalabros electorales y la fuga de dirigentes al Partido Popular, desde el ex secretario de Organización, Fran Hervías, hasta el cabeza de lista de las europeas, Luis Garicano.
Nada ha podido detener la sangría, ni los congresos extraordinarios ni los relevos en la dirección ni los nuevos rostros que están intentando dar la cara cuando el barco se hunde.
El liberalismo que no fue
Todo aquel que se reclama liberal en España busca vincularse con la Constitución de Cádiz de 1812, y Rivera lo intentó, pero el intento se agotó. La Constitución de Cádiz es el primer intento de enterrar el Antiguo Régimen y alumbrar un nuevo país de derechos ciudadanos. Aquellos liberales españoles se miraban en la Ilustración, en la revolución inglesa, en la francesa y en la americana, incluso mostraban simpatías con los movimientos emancipadores latinoamericanos. Aunque fuera en detrimento de una España imperial.
El liberalismo español vivió sus mejores momentos en el siglo XIX, en la medida en que era el pensamiento que se oponía a las monarquías absolutas y al conservadurismo que las alimentaban. Impulsó desamortizaciones, sufragios censitarios, reducción de trabas comerciales, avances en las libertades de prensa, imprenta, políticas y sindicales. Y lo hizo como los conservadores: a veces, en connivencia con la Corona, otras veces, en las Cortes, y, a veces también, con espadones –Espartero, Narváez, Pavía...–.
En la precampaña electoral del 20D, en 2015, la primera a las generales de Ciudadanos, Albert Rivera presentó su “Nuevo proyecto común para España” en Cádiz, en la asumida como cuna del liberalismo español. Eran los días en los que Albert Rivera no dejaba de citar a Adolfo Suárez, incluso tenía buenas palabras para Felipe González y José María Aznar; eran los tiempos en los que se buscaba la equidistancia entre “rojos y azules” más que el eje viejo-nuevo.
Ciudadanos quiso durante un tiempo representar ese puente: con el pactismo de la Transición –Rivera firmó con Pedro Sánchez un acuerdo de investidura en 2016 frente al Abrazo, de Juan Genovés–; con la limpieza frente a la corrupción –ante la Gürtel y los ERE–; con la austeridad frente al despilfarro de la burbuja de la política –fin del Senado, de las Diputaciones Provinciales, etc–; del intervencionismo en lo público a la independencia institucional –de la Justicia, los órganos reguladores económicos...–. Y el espejo europeo.
En ese espejo se reconocen patrones que fue perdiendo Rivera en su tránsito desde aquel noviembre en Cádiz en 2015 hasta el “liberal ibérico” de 2019, una expresión utilizada por Ciudadanos en la campaña de las últimas generales, las del 10N de 2019, y que venía a ser una suerte de lerrouxismo del siglo XXI. Hablaban de profundización democrática, el Estado de Derecho, los derechos humanos; de sociedades abiertas, libres y justas; de prosperidad económica; de desarrollo sostenible; y de una Europa que rinda cuentas.
Los liberales europeos, al contrario que Ciudadanos, pactan tanto a izquierda como a derecha. O a izquierda y derecha al mismo tiempo. Son heterogéneos, pero algo tienen en común: su pragmatismo y su capacidad de adaptación. Su agenda es pactar a cambio de influencia, ya sea a través de cargos institucionales como de líneas programáticas. Hasta ese punto es así, que el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, llegó al gobierno de Bélgica siendo el quinto partido más votado.
Pero esto no lo entendió Rivera ni Ciudadanos. Y se lo avisó Manuel Valls, espejo reducido de la figura de Emmanuel Macron: aliarse con la extrema derecha sale caro, cerrarse a pactar sólo con la derecha no es centrista. “Con la extrema derecha no se pacta, se le derrota en las urnas”, le dijo la entonces ministra de Asuntos Europeos, Nathalie Loiseau, después del acuerdo andaluz con Vox.
Ciudadanos pensó que su jugada era la hegemonía de la derecha por la vía de la dureza nacional. Pero, precisamente, el liberalismo europeo es lo contrario: consiste en buscar la síntesis, en convertirse en puente, en observar el orden institucional, en el liberalismo económico y en enarbolar la bandera europea como símbolo superador en lugar de en el “a por ellos” con la rojigualda en la mano.
¿Por qué no termina de prender una alternativa liberal en España como en Europa? Porque la cúpula de Ciudadanos perdió la brújula –¿o se reencontró con ella?–; porque la plurinacionalidad del Estado hace que una alternativa a las bisagras históricas nacionalistas periféricas –PNV y CiU– difícilmente puede perdurar si es nacionalista españolista; porque el liberalismo europeo casa poco con el nacionalismo patrio; porque eso directamente te lleva al rincón derecho del tablero; porque si quieres presentarte ante la sociedad como regenerador, no puedes eternizar gobiernos autonómicos salpicados por la corrupción; y porque sigue habiendo rojos y azules y Ciudadanos decidió que era buena idea apoyarse en los azules oscuros casi negros.
Hasta que este martes se ha mirado al espejo y se ha visto incapaz de competir en unas elecciones generales.
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