Rosa Regàs, la mujer cúprica

17 de agosto de 2024 21:58 h

0

La muerte es la gran paradoja de la vida, que la necesita para seguir viviendo. Hay pérdidas de las que cuestan elaborar el duelo más que otras; pérdidas que funden irreversiblemente un foco del telar de tu teatrillo y deja un vacío irrellenable por su brillantez: el pasado 17 de julio falleció Rosa Regàs en su masía de Llofriu, Girona.

La última vez que hablé con ella me llamó tras leer en El País la necrológica que escribí de mi amigo José González Cano, el gran entrevistador de Gaceta Ilustrada, con quien habíamos compartido almuerzos en El Rincón Murciano de la calle madrileña de Alcántara (“José González Cano, una escuela de periodismo”, 19 de mayo de 2007): “Me ha emocionado. Prométeme que me escribirás un bello recuerdo”.

Lo intentaré.

En 1981, al final de una calle empinada del barrio de Gràcia –una de las tantas Barcelonas entrañables–, vi que una altísima jacarandá florecida azuleaba no sólo el cielo azul sino el asfalto gris. Venía de cubrir la corresponsalía en los EEUU de El Periódico de Catalunya e Interviú, primero en Washington, donde la floración de sus 6.000 cerezos (el doble de los 3.000 que el alcalde de Tokio le regaló a la ciudad en 1912) le da un toque mediterráneo al Distrito de Columbia, y luego en Nueva York, donde no hay más flores que las cortadas que, eso sí, venden en todas las esquinas de Manhattan. De modo que el manto azul de la jacarandá de Gràcia fue para un mediterráneo lo que debe de ser para un cristiano ver descender de los cielos –aunque lo que hacía el árbol era ascender– los hábitos celestes de la virgen de Lourdes (o, no sé, la de Fátima): mi casa.

Llegué a Barcelona –para hacerme cargo de la jefatura de redacción del semanario de Ediciones Zeta–, recomendado por Eduardo Chamorro, con quien había mantenido durante mi exilio profesional la vieja amistad de la redacción de Cambio 16, donde me había introducido en el selecto y dipsómano círculo literario madrileño de los Juan Benet, el gran Juan García Hortelano, Antonio Martínez Sarrión, Ángel González, Javier Marías –todos descansan en paz–.

Me dijo Eduardo: “Ve a ver a Rosa de mi parte para que te ayude a buscar piso y llévale el libro de relatos que has escrito en Estados Unidos”. Eduardo era amigo íntimo de Benet y, por tanto, de la que había sido su pareja, Rosa Regàs (además de autor de su editorial, La Gaya Ciencia, donde le había publicado sus Relatos de la Fundación). Me citó en su casa familiar –un piso en la calle Muntaner que recuerdo grande, vivo y lleno de libros, cuadros y fotografías, muchas fotografías, de ella, de sus cinco hijos, de sus amigos–. Era una tarde ya calurosa de junio y creo que primero tomamos té y luego whisky, pero es posible que prescindiéramos del té.

En su afán por ayudarme a establecerme en Barcelona me ofreció algunas fórmulas hippies que, educadamente, rechacé, como rechacé creer a quienes me decían que no alquilara un piso con calefacción, que, además de ser más caros, en Barcelona no hacía falta: como si uno no viniera de Murcia y no tuviera la humedad invernal de las ciudades mediterráneas metida en los huesos infantiles.

Eso sí, lo que quise aprender de Catalunya tuve que aprenderlo por mi cuenta: el territorio de Rosa era, siempre, el mundo entero. Aunque por su interés por la gente, sobre todo por la que quería, me hizo conocer otros de los que sólo sabía por las ya lejanas lecturas y experiencias universitarias, calles y paisajes –L’Empordá, para siempre en el corazón de mi retina–, comidas –la botifarra dolça ampurdanesa–, espectáculos y manifestaciones culturales –los ensayos y estreno de Ubú president, la ácida crítica al pujolismo de Albert Boadella y Els Joglars–.

Con ella, conocí –además de a sus hermanos, el emprendedor Oriol, fundador de la discoteca Bocaccio, y la encantadora y también emprendedora Georgina– y tuve provechosas o intrascendentes charlas con Manolo Vázquez Montalbán, Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, el arquitecto Oriol Bohigas, los diseñadores Ricard Giralt-Miracle y Enric Satué –autores de la preciosa maqueta y del precioso póster, respectivamente, de mi libro de cuentos–, Raimon, el editor Jorge Herralde, Montserrat Roig, la ilustradora Nuria Pompeia, el transformista argentino Ángel Pavlovsky... Toda una época de la nueva cultura española.

E incluso algún desencuentro. “Madrid es feo pero con ángel”, decía Federico Carlos Sainz de Robles en Madrid: autobiografía (1957), y es verdad. Sin ser una ciudad espectacular, es preciosa. Sus atractivos son infinitos, o casi, pero lo mejor es su carácter: como todos éramos, somos, forasteros, en Madrid no hay forasteros. Ese es, quizá, su mayor encanto.

El año y medio en que viví en la verdaderamente bella Barcelona hice amistades que, al contrario de la mayoría que hice en otras ciudades, perduran a través de los años. Me sentí muy bien acogido y disfruté mucho. Pero en esos meses tuve que decir, por preguntarme, de dónde era más que en el resto de mi vida hasta entonces y después de entonces, aunque sólo uno contradijo la exquisita educación que me llamó la atención de los barcelonins: el arquitecto Ricardo Bofill, se suponía que de la gauche divine –“un movimiento espontáneo que la ironía de sus propios participantes bautizó con el nombre de gauche divine, precisamente porque esa trasgresión que se había convertido en ineludible modo de comportamiento llevaba consigo un afán de gozar de la vida que hasta entonces les había sido negado, y que tantos moralistas aún hoy tratan de desprestigiar y de vilipendiar, tal vez porque, como dijo Terenci Moix, nunca fueron invitados a la fiesta”, dice Rosa en la nota biográfica de su página web–.

Una noche, en Bocaccio, claro, hizo gala de su mala educación y le preguntó a Rosa: “¿De dónde has sacado a este xarnego?” –en catalán: creería que el catalán es euskera–. Siendo mis orígenes paternos de la Catalunya Nord, de los condados franco-catalanes, además de otros títulos que no venían a cuento, pude poner firmes al único maleducado con el que me topé en los 18 meses que viví en Barcelona. Rosa se lo reprochó con esa “mi irritabilidad, tan intensa”, dice ella, y tan cortante, digo yo, que a veces empleaba contra “los vanidosos, los fatuos, los dogmáticos”.

La mujer cúprica

Leí en una novela que hay dos clases de pelirrojas: las de cabello color zanahoria, que en general suelen ser pecosas, mullidas y acogedoras, es decir, familiares, y las de cabello cúprico que, en general, suelen ser las que plantean incógnitas, aventuras y relaciones personales densas y significativas. La pelirroja es un arquetipo físico preferido por las literaturas populares, aunque al final las prefieren rubias para que el protagonista sea feliz y coma perdiz, elección viciada, seguramente, por el temor a confundirse con el tono del cabello –¿será una rosa, será un clavel, naranja o cobre?–, de modo que el 'chico' pueda equivocarse y creyendo elegir a la 'esposa y madre a la vez', al final se líe con 'el amor prohibido', un torbellino –terremoto, tornado, turbulencias– que le impida disfrutar pasivamente de las rentas de su heroicidad.

Rosa –¿hace falta decirlo?– era pelirroja cúprica.

Recordemos unas notas de su biografía: en 1964 entró a trabajar con Carlos Barral en la editorial Seix y Barral y en 1970 fundó su mítica editorial, La Gaya Ciencia. En los 80, harta del lado más oscuro del lado oscuro de la industria literaria, es decir, la rutina empresarial, crecidos sus cinco hijos y resueltas las ataduras personales, entró como traductora de las agencias ginebrinas de la ONU. Allí escribió, por encargo, un libro sobre la ciudad, Ginebra (Destino, 1987), que fue el rayo que le recordó la tarea pendiente desde que era estudiante universitaria de Filosofía: escribir.

Su primera novela, Memoria de Almator (1991) fue también el primer acto de tres décadas que Rosa dedicó a escribir –entre otros, Azul, premio Nadal de 1994; el deslumbrante libro de viajes Viaje a la luz del Cham; la tierna memoria familiar Sangre de mi sangre; Luna lunera, anuncio, o ensayo, de obra maestra (Premio Ciutat de Barcelona, 1999) y el premio Planeta 2001, La canción de Dorotea, una de las novelas contemporáneas mejor construidas (de las que conozco, claro)–.

Pero también, a animar la vida cultural con conferencias por toda España y por el extranjero, dando cursos, protagonizando debates mediáticos y académicos, escribiendo artículos y conferencias, ayudando a que salgan a la luz escritores desde los jurados de concursos literarios, dirigiendo el Ateneo Americano de la Casa de América, asesorando editoriales, participando en la más honrada vida política del país. Y, más tarde, cuando fue figura pública, decepcionada por la timidez rupturista del PSOE, tuvo una notable actividad política defensora de las causas más nobles, más pobres y más perdidas: “Pertenezco a la reserva de quienes sólo izarían banderas si estuvieran prohibidas, y sin embargo tengo la lágrima fácil y cualquier gesta intrascendente, cualquier estúpida heroicidad me hace llorar (...) El mundo me desconcierta porque no sé qué puedo hacer por paliar tanta doblez y tanto dolor y porque cada vez queda menos espacio para la libertad”.

Si buscas en la biografía de su página web oficial la mención de ‘Biblioteca Nacional de España’, sólo encuentras dos artículos, uno para protestar por “el cierre de dos salas de la Biblioteca Nacional: la de bibliografía y la de biblioteconomía” (“Biblioteca Nacional”, 12 de noviembre de 2016) y una alusión a su “su etapa como directora de la Biblioteca Nacional” en la recensión a su participación en el Verano Cultural en Conil (5 de septiembre de 2016). Porque, en efecto, aunque lo borrara de su biografía como acto de protesta, Rosa fue directora de la Biblioteca Nacional de España de mayo de 2003 a agosto de 2007, nombrada por Carmen Calvo, ministra de Cultura del primer gobierno del socialista José Luis Rodríguez Zapatero.

Su brillante gestión –la creación de la Biblioteca Digital Hispánica, del Museo de la Biblioteca Nacional, de una sala multimedia con acceso a los fondos digitales, impulsó las actividades y actos culturales, reformó la estructura de gestión, que se tradujo en la duplicación del número de visitantes y el crecimiento del número de carnets en un 300%–, se vio oscurecida por las campañas derechistas al querer cambiar la estatua del reaccionario Marcelino Menéndez y Pelayo del vestíbulo de la Biblioteca Nacional por la de don Antonio Machado, lo que yo le aplaudí, y por el robo de unos valiosos mapas de unos incunables. Al mes de ser nombrado sustituto de la señora Calvo en la cartera de Cultura, el periodista César Antonio Molina la acusó de “no hacer nada” tras el escándalo de los mapas y Rosa, en vista de la “falta de confianza”, presentó su dimisión irrevocable.

Si buscas en la biografía de su página web oficial la mención de ‘César Antonio Molina’, la página te responde: “Resultados de la búsqueda de: César Antonio Molina: No hay resultados. Lo sentimos, no hay entradas que coincidan con tus criterios de búsqueda”. Aquel fugaz ministro de Cultura, 'socialista' hoy reconvertido en articulista de la extrema derecha –uno de los propagadores de los bulos contra Begoña Gómez, a la que compara sin empacho con las mujeres de los dictadores Franco y Ceaucescu–, no existe en la vida de Rosa Regàs. No lo merece.

Mi primera editora de ficción

No comenzó, pues, a escribir hasta finales de los 80, aunque esa frase hay que entenderla como que no comenzó a hacerlo para el siglo, pues escribir, ya escribía mucho desde antes. De una de sus cartas –largas, escritas a mano, con pluma estilográfica, densas y dibujadas con una bella letra– escogí un párrafo precioso para encomendar el frontispicio de mi libro. Pues aunque decía no saber qué era buena ni mala literatura, pero sí la que le gustaba como editora, me anunciaba que me publicaría en su mítica editorial, La Gaya Ciencia, mi primer libro de literatura, Cuentos del amor a la lumbre (1981), por “ser distinto” y del que aceptó no sólo mis ilustraciones sino también los numerosos guiños y private jokes de los que, principiante, abusaba en él.

Decía, leo hoy, una pequeña eternidad después: “Se ha dicho muchas veces que sólo hay dos o tres historias, dos o tres argumentos, que se multiplican y varían según la forma de contarlos. Solamente si el narrador es capaz de unir su propia voz a la del lector, la historia deja de ser una simple anécdota o una mera información y se convierte en una historia común y, precisamente por ello, distinta para cualquiera que la lea, porque cada lector le añadirá la memoria de su propio acontecer. De ahí, la gaya ciencia de aquél que lleva los mismos personajes de siempre por tierras y caminos que no son los de la memoria oficial sino los de la intemporal y oscura, y donde las bifurcaciones de nuestra propia memoria y de nuestra fantasía se unen a las del narrador, en un cúmulo de nostalgias del presente, de geografías no aprendidas, de protagonistas bicéfalos y de azares sólo racionales en la misma fuente donde se bebió la historia. Tal es el caso de estos cuentos, plagados de músicas ancestrales y de fantasías desconcertantes, como las de las historias que todos sabemos, que nos han tenido que contar al amor de la lumbre y por amor a ella”.

Pero si se retrasó su carrera literaria fue tanto por esa generosidad con los escritores –fueran consagrados (Juan Benet, José Ángel Valente...), recuperados (Juan Iturralde, María Zambrano...), en formación (Manuel Vázquez Montalbán, Javier Marías, Eduardo Chamorro, Antonio Martínez Sarrión...), descubiertos (Álvaro Pombo...) o los que acogía, como el modesto 'arribafirmante'– como por su constante labor de agitación cultural –una tersa revista de pensamiento, Cuadernos de la Gaya Ciencia, y otra de Arquitectura, Arquitecturas bis, más Bausán, una editorial infantil y juvenil– y de agitación política: sus tres famosas Bibliotecas de Divulgación –Política, de Salud y Sociedad y Económica–, que fueron un hito editorial en el postfranquismo inmediato. La carrera de Rosa ha sido tan brillante en el lado 'oscuro' de la industria, el del editor, como en el 'iluminado' por la atención pública, el de la autoría.

La luna, la literatura, la vida, todo lo importante tiene dos caras. También las había en Rosa: la primera, la vital, era producto de su pasión por la vida, por la abstracción de la vida, pero, sobre todo, por lo concreto y por otras consideraciones sutiles. Y la literaria era el resultado de su pasión intelectual, que viene a ser, o mejor, que había de ser fruto de la pasión por la concreción de la vida: el mundo, la sociedad, las ideas y la gente con las que le tocaba vivir.

Pero en ella no había una cara oscura y otra brillante, de modo que cuando irrumpió en la literatura lo hizo a su estilo: con la sinceridad y determinación de, por ejemplo, los ciclones. Y aunque algunos amigos comunes pensaban que si una décima parte del tiempo y esfuerzo que había dedicado a esa animación cultural la hubiera añadido a la que dedicaba a su arte, aquel ensayo de obra maestra ya sería una realidad, aunque otros amigos pensaban que la obra maestra de Rosa era, precisamente, el melting pot de sus actividades. Un ejemplo: en su masía de Llofriu albergaba a dos burros castellanos –uno de ellos, bautizado Brandon B. por sus nietos, once, le prestó el nombre para que lo utilizara como seudónimo obligatorio para el Planeta–. ¿Qué necesidad tenía de añadir dos semovientes –que así llamaban a los dulces asnos en el arma de Caballería donde serví– a su bagaje? Ya está explicado: vivir.

Hicimos algunas cosas juntos: le ilustré algunos libros de literatura infantil y juvenil para su editorial Bausán. Le presenté en Madrid su magnífico libro sobre Siria, Viaje a la luz del Cham (1995) –“en su viaje a Siria, Rosa se va encontrando con los colores, las plantas, las comidas, con las culturas que hacen del Mediterráneo un vecindario cosmopolita. Cuando llega a Tartus, al levante mediterráneo, el horizonte es el mismo que tantas veces vio desde Llofriu, en Gerona, y de otros lugares del poniente; describe a la gente que vive en pueblos y ciudades de calles estrechas, en casas con las ventanas abiertas, que toma el sol en bancos de paseos de palmeras y que come pan con aceite y sal, cordero con alioli o pescado de roca cocido con patatas, cebollas, ajo y especias, y ve que es la misma gente de su tierra: el Mediterráneo es un inmenso hogar para quienes tienen la fortuna de nacer a sus orillas”–. Escribimos Síndrome de Down: Una Vida por Delante (2004), un opúsculo para la exposición fotográfica del malogrado Roberto Villagraz para la Federación Española del Síndrome de Down y dialogamos, ella con sus artículos en prensa y yo comentándolos, en El valor de la protesta. El compromiso con la vida (2004).  

Una fuerza de la naturaleza

Como he viajado a menudo con Rosa, quiero decir –viajero inmóvil–, en los relatos orales de sus viajes, sé que era una buena viajera: intelectual, culta, aventurera, curiosa y con ese aire británico que es tan estéticamente útil para viajar –y que le copiaba con éxito Vanessa Redgrave–. Su truco confesado era el de la niña bien educada, que nunca dice que no, de manera que al viaje planeado superponía el viaje inesperado y el viaje descubierto y convertía la actividad viajera en actitud creativa, en literatura.

Hablamos de la vida: a ver, ¿qué me decía en la primavera de 2002?: “Estaré este fin de semana en casa porque tengo mucho trabajo que quiero dejar listo antes de irme de bolos –Cuba, Suecia, París, América Latina, China...–, sin contar con el día del libro en Barna, los dos fines de semana de la Feria del Libro de Madrid y los desplazamientos peninsulares –Trujillo, Pamplona, Oviedo, Cuenca...–. Mi vida carece de sentido pero no me cansa aún. Me cansa más pensar en estos próximos meses de lo que me cansaré viajando y hablando. Espero. Bueno, pues como te decía, estaré en casa, así que si quieres me llamas y tomamos una cerveza el sábado o el domingo a última hora. En tus manos”. ¿Estamos?

Y en la primera quincena primaveral del insensato febrero de 2004: ¿extraña que en una semana presentara en Barcelona Milenio, la última novela de Manuel Vázquez Montalbán, en Madrid, el manifiesto de la Plataforma de Intervención Democrática y leyera, también en Madrid, el manifiesto tras la manifestación del aniversario de las primeras manifestaciones multitudinarias contra la entrada de una España arrastrada por un gobernante acomplejado en una guerra tan vergonzosa como la de Irak, sin contar con la finalización de su libro Diario de una abuela de verano, el comienzo de la revisión y mejora de éste, escribiera sus artículos e interviniera en la tertulia semanal de La Ventana (Gemma Nierga, Cadena Ser) y atendiera sus compromisos periodísticos y literarios, familiares, personales, de ocio y culturales?

Yo le solía decir: la mera descripción de tu vitalismo cotidiano es tarea agotadora para las 'personas humanas'...

En la vida, Rosa bebía whisky directamente de la petaca de viaje.