La portada de mañana
Acceder
Feijóo confía en que los jueces tumben a Sánchez tras asumir "los números"
Una visión errónea de la situación económica lleva a un freno del consumo
OPINIÓN | La jeta y chulería de Ábalos la paga la izquierda, por Antonio Maestre

La salida de las Brigadas Internacionales, la unidad militar más intelectual de la historia

20 de enero de 2024 22:04 h

0

Lo que fue la icónica imagen del Che Guevara de Alberto Korda para las generaciones 'sesentayochistas', lo había sido en 1936 la del joven poeta inglés John Cornford, líder estudiantil del Partido Comunista británico, en toda Gran Bretaña. Era uno de los entre 35.000 y 60.000 luchadores por la libertad procedentes de hasta 54 países que se alistaron en las Brigadas Internacionales (BI) para combatir el fascismo en la Guerra Civil, entonces conocida como Guerra de España.

Encuadrado en el 12 Batallón de la XIV BI, cayó en el frente de la batalla de Lopera, Jaén, en diciembre de 1936, al día siguiente de cumplir 21 años. Como entre 10.000 y 15.000 de ellos que perdieron la vida en la defensa de la II República Española, Cornford tampoco pudo acompañar la salida de las BI del país, hace 85 años, en 1939, cuando Juan Negrín, presidente del Consejo de Ministros, implementó su promesa ante la Sociedad de Naciones, en Ginebra, en septiembre de 1938, de retirar unilateralmente los soldados extranjeros del ejército republicano aunque no esperaba que lo hicieran los golpistas sublevados.

“El gobierno español, en su deseo de contribuir con actos al apaciguamiento que todos deseamos, y resuelto a hacer desaparecer todo pretexto para que se pueda continuar dudando del carácter netamente nacional de la causa por la que se baten los Ejércitos de la República, acaba de decidir la retirada inmediata y completa de todos los combatientes no españoles que luchan en las filas gubernamentales”, les dijo Negrín. Franco prometió hacer lo mismo, pero mintió.

Era el último acto del alegal Pacto de No Intervención firmado en Londres en agosto de 1936 por 27 países –liderado por Gran Bretaña, arrastró a una Francia temerosa de Alemania y amenazada por el Reino Unido de dejarla sola frente a una agresión de Hitler–, que abocó a la República a una Guerra Civil y a merced de la alianza de los conspiradores españoles con el nazismo y el fascismo italiano.

Eran tiempos de la política de appeasement, de apaciguamiento, con Hitler, que llevaría a Gran Bretaña a transigir con el rearme alemán, la remilitarización de Renania y la agresión italiana de Abisinia para, finalmente, firmar, junto a Francia, el vergonzoso Acuerdo de Munich de 30 de septiembre de 1938 que permitió a Alemania la anexión de los Sudetes checoslovacos. Una minuta del consejo de gobierno británico tras la firma transmite vívidamente la impotencia del premier Neville Chamberlain ante el miedo a la poderosa Luftwaffe: “[El primer ministro] ha volado remontando el río sobre Londres, ha imaginado a un bombardero alemán realizando el mismo recorrido, se ha preguntado qué grado de protección pueden ofrecer a los miles de hogares que ha visto prolongarse por debajo suyo y ha decidido que no estamos en posición de justificar el inicio de una guerra actualmente”.

Una política duramente criticada por Winston Churchill, que adaptó el adagio maquiavélico “el que tolera el desorden para evitar la guerra, tiene primero el desorden y después la guerra” en un “os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra; elegisteis el deshonor y ahora tendréis la guerra”. Una de las hipocresías del político británico, proclive al bando franquista, aterrado por la posibilidad de una república soviética en España, que en agosto de 1936 había escrito a Anthony Eden, ministro de Asuntos Exteriores: “Este asunto español no deja de preocuparme. Considero sumamente importante hacer que Blum [Léon Blum, primer ministro francés, socialista] permanezca con nosotros estrictamente neutral, incluso si Alemania e Italia continúan ayudando a los rebeldes y Rusia envía dinero al gobierno. Si el gobierno francés toma partido contra los rebeldes, será un don del cielo para los alemanes y proalemanes”. Churchill escogió el deshonor; tuvo dos guerras, la de España y la II Mundial.

El ministro de Estado, Julio Álvarez del Vayo, del Gobierno de Largo Caballero, lo avisó a los dirigentes de los países signatarios del Acuerdo de No Intervención, en una contundente nota que envió a sus embajadores en Madrid el 11 de septiembre de 1936, nada más tomar posesión de su cargo. “No interpretamos eso que se llama 'no intervención' más que como una política de intervención en perjuicio del Gobierno constitucional y responsable” dijo, y vaticinó: “Los campos ensangrentados de España son ya, de hecho, los campos de batalla de la guerra mundial”.

Así lo reconoció, años después, Michel Foot, líder del Partido Laborista británico: “Aquellos españoles que lucharon desde un primer momento fueron héroes, así como aquellos voluntarios extranjeros que les ayudaron en los campos de batalla: éstos representaron la conciencia de Europa, la idea de que la civilizada Europa no podría soportar el triunfo de la barbarie fascista... Si las grandes potencias hubieran tenido tan sólo un poco del coraje y la sabiduría mostrados por estas brigadas, la victoria de la Segunda Guerra Mundial se habría conseguido sobre el suelo español”.

La Unión Soviética también firmó el indigno Pacto de No Intervención, como lo hicieron Italia, Alemania y la dictadura de António de Oliveira Salazar en Portugal, pero, como Italia, Alemania y Portugal, no lo respetó cuando confirmó el aprovisionamiento masivo de armamento y soldados de los regímenes fascistas a su compadre Franco; se comprometió a abastecer al ejército leal y abrió un banderín de enganche a través de la Internacional Comunista, la III Internacional, la Komintern.

Por eso la mayoría de los brigadistas procedían de organizaciones de izquierda, especialmente militantes comunistas. Y si bien predominaban sindicalistas, mineros, estibadores y trabajadores portuarios, una clase obrera y campesina concienciada de la amenaza fascista del futuro, su origen social era tan diverso como su procedencia: numerosos militares en activo, retirados y veteranos de la I Guerra Mundial, estudiantes y profesionales, médicos, enfermeras, etcétera, llegaron no sólo de Europa y América sino de China, Japón, Abisinia, Marruecos, Argelia, Siria, Líbano, Irak, Egipto, Palestina, Nueva Zelanda...

Poetas bajo las balas

Hubo también aventureros y jóvenes seducidos por el romanticismo de participar en una guerra por la libertad, pero la inmensa mayoría de los integrantes de las BI eran una fuerza comprometida con sus ideales e ideologías y su objetivo, frenar el ascenso del fascismo en defensa propia, como el alrededor del 20% de judíos encuadrados en las BI. Y un numeroso grupo de voluntarios con una notable formación académica: escritores, artistas, científicos..., que ganaron para las BI el título de ser “la unidad militar más intelectual de la historia”.

Vinieron a España a luchar en una guerra que sin ser suya, la hicieron propia.

Todo lo contrario de la desafortunada dedicatoria de Cela en su novela San Camilo 1936: “A los mozos del reemplazo del 37, todos perdedores de algo: de la vida, de la libertad, de la ilusión, de la esperanza, de la decencia. Y no a los aventureros foráneos, fascistas y marxistas, que se hartaron de matar españoles como conejos y a quienes nadie había dado vela en nuestro propio entierro”, simpleza que ha imitado algún novelador contemporáneo sobre el asunto (Pérez Reverte en Línea de fuego).

Repartieron tantas “velas” que hasta al respetado escritor francés Georges Bernanos, profundamente católico y monárquico, que vivía en Mallorca y que había sido partidario y colaborado con el alzamiento militar, se le impuso la realidad del horror y reflejó el terror asesino impuesto en la isla por falangistas y mandos militares franquistas e italianos en su ensayo novelado Les grands cimetières sous la lune (1938): “Los camiones acarreaban el ganado; los desgraciados, pobres tipos sospechosos sencillamente de poco entusiasmo por el Movimiento, descendían de ellos: a su derecha, el muro expiatorio acribillado de sangre y a su izquierda, los cadáveres brillantes. El innoble obispo de Mallorca [Josep Miralles i Sbert] dejaba hacer todo esto”. Tuvo que huir a Francia para evitar ser también asesinado.

Les contestó avant la lettre el novelista británico John Sommerfield, autor de la celebrada ucronía May Day (1936), que luchó junto al citado poeta John Cornford, ambos bajo las órdenes del historiador Ralph Fox, comisario político adjunto del 12 batallón, XIV Brigada Internacional, la Marsellesa, que también dejó su vida en el campo de batalla de Lopera. “Hay cosas por las que merece luchar y otras muchas contra las que se debe luchar. No fuimos a España en busca de aventuras románticas sino por un sentimiento de solidaridad con los españoles. Nos dimos cuenta de que, sean cuales sean nuestras opiniones políticas, los objetivos de esta lucha son vitales para nosotros y para todo el mundo”, escribió Sommerfield en su libro de memorias Voluntario en España (1937).

Entre los brigadistas que manejaban la pluma y el fusil, los hubo de todas las especialidades, periodistas, ensayistas, novelistas, historiadores y también muchos poetas. Y no sólo en las BI: el célebre Saint-John Perse, que sería Premio Nobel de Literatura en 1960, pseudónimo de Alexis Leger, era secretario general del ministerio francés de Asuntos Exteriores y, como tal y como anglófilo entusiasta, convenció al gobierno de Blum para abanderar el Pacto de No Intervención; su temor, dijo, era “que se llegase a una segunda Santa Alianza, al estilo de la de Metternich a principios del siglo XIX, que agruparía a Italia, Alemania, la España de Franco e Inglaterra, que se vería arrastrada por esta corriente, dejando a Francia en el aislamiento”.

Al contrario que Saint-John Perse, cientos de escritores de todo el mundo que no pisaron las trincheras vinieron a España a dar testimonio de su solidaridad con la legalidad republicana e incorporar la lucha española a su obra literaria. Se reunieron en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, que se celebró entre el 4 y el 17 de julio de 1937 en Valencia, además de en Madrid, Barcelona y París, con el apoyo de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Nombres inmortales en la historia universal de las letras alzaron sus voces para defender la cultura contra la amenaza fascista con la que ya se enfrentaba España y se cernía sobre Europa y el mundo: Antonio Machado, Miguel Hernández, Pablo Neruda, Heinrich Mann, Jacinto Benavente, Vicente Huidobro, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, Pompeu Fabra, Iliá Erenburg, Rafael Alberti, César Vallejo, León Felipe, André Malraux, Octavio Paz, Tristán Tzara, Manuel Altolaguirre...

De entre los que lucharon en las trincheras, o cerca, me atrae la polémica entre dos de los más grandes escritores de la élite literaria británica del siglo XX: el magistral poeta Wystan Hugh Auden (W. H. Auden) y el celebrado novelista, también poeta menor, George Orwell, autor de Homenaje a Cataluña (1938), a cuenta del poema Spain 1937 del primero. Pero anochece e incluso los cronistas tenemos que cenar: se los cuento, dicen los mexicanos, la próxima semana.