Jonás es el personaje de un relato de Albert Camus que vive de su buena estrella, sin hacer nada para que las cosas le ocurran. Pero le ocurren. El Corriere della Sera dio esta semana con una especie de Jonás moderno que, además, es ministro y vicepresidente de la República. Según publicó el periódico italiano, Matteo Salvini ha pasado sólo 15 días por su despacho de Gobierno y ha dedicado el resto de las horas a sacarse fotos en actos y lugares de lo más variados, consciente de que para ocupar la televisión en toda su parrilla no necesita más que sonreír y decir “patata”.
Eso trata de hacer Santiago Abascal, del que cuanto más se habla menos se sabe, no fuera que, si aparece, los periodistas le arrinconaran con preguntas a las que él tuviera que responder que no importa nada de eso porque lo importante es que lleva a España en el corazón, que es donde se llevan los países: o en el corazón o en el bolsillo. Abascal vive como vivía Jonás, dejando que los demás le lleven en andas y le sacudan de su ausencia a fuerza de invocarlo.
Pablo Casado se ha dado cuenta de ese silencio de Vox que ensordece su discurso y piensa replicarlo con una hiperactividad para la que Salvini o Abascal necesitarían cien vidas. Al presidente del PP se le ha visto en pocos días presumir de lo que sabe de vacas, de vinos, de cocina, en una carrera feroz que nutre de lo que llaman discurso desacomplejado. Casado viaja por España rodeado de palabras.
El lunes, durante el aniversario del atentado del 11M, alentó la teoría de la conspiración. Que se sepa toda la verdad, pidió. El martes fue a mezclarlo todo en una frase total: “No quiero ser presidente para hacer uso de los oropeles del poder, me da igual que me aplaudan o me insulten. Vengo aquí a achicharrarme por España. (...) Ya basta de toreo de salón, la política es como una empresa: apostar, hipotecarte y, si te arruinas, levantarte y volver a emprender”.
El miércoles y el jueves, el PP los dedicó a enredarse en explicaciones contrariadas sobre la propuesta de su presidente frente al invierno demográfico, basada en que se retrase la expulsión de las mujeres inmigrantes que den a su hijo en adopción. Al final de las mentiras y las medias verdades, Casado se acabó quejando de las fake news: “Una aberración tan escandalosa y vomitiva que yo no se la atribuiría ni a un político del tercer mundo”.
Casado corría y corría, empujado por la sangría que anticipan sus estudios internos mientras a Abascal lo hamacaba el suave viento de las encuestas: era otro el que hablaba por él pero era él quien recibiría parte del botín. A Abascal le sucedía como a Jonás y le alcanzaba con no hacer nada mientras Casado corría.
Corría, dispuesto a agarrar de la solapa a cada votante de Vox para explicarle el maldito mecanismo D'Hont y el desperdicio de su papeleta. Para votar a Vox, vóteme a mí, razonaba Casado en plena búsqueda del señor Cayo. La situación, entonces, se definía así: el partido al que votaron casi ocho millones de españoles en las últimas generales le estaba pidiendo a la extrema derecha que no se presentara en las provincias pequeñas, que ya estaban ellos para asumir sus promesas.
Pero eso ya pasó. Ahora Ciudadanos está en la Junta de Andalucía por los votos de Vox y ha prometido que no pactará con Pedro Sánchez ni con el PSOE. Ahora, al partido que se proclamó guardián de la regeneración le crecen las sombras de la sospecha tras el presunto pucherazo de Castilla y León. Rivera corre hacia otra parte, para que su partido no sea solo noticia por las primarias y pueda serlo también por sus objeciones al mecanismo que amplía el permiso de paternidad, a riesgo de que los letrados del Congreso le acabaran sacando los colores naranjas.
Es una carrera loca que apenas empieza mientras Jonás huye del escenario, a la espera de que sus enemigos más directos tengan el detalle de difundir su propaganda electoral. Si esto sigue a tal velocidad, ¿quién podrá reconocerse cuando la campaña acabe? Estamos en ese tipo de carrera, más difícil de superar que cualquier máster.