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“Nos matan sin que nadie diga nada. ¿Cuántos más debemos morir?”

Shahaiya: allí donde la palabra desolación pierde su trágico significado

EFE

Gaza —

Ochocientos metros de cascotes y escombros después de penetrar en el barrio palestino de Shayaía, la palabra desolación pierde su trágico significado, vacía e incapaz de describir tanta tragedia acumulada.

Una macabra senda de esqueletos de hormigón todavía humeantes, amasijos de ambulancias calcinadas, árboles tronchados, rostros apresurados, voces indignadas, miradas atribuladas y cámaras que no dan abasto para filmar tanto estrago.

Hace apenas media hora que Israel ha aceptado, bajo presiones, una tregua humanitaria tras más de diez horas de incesantes bombardeos en este barrio del este de Gaza, y el tránsito de coches, personal sanitario, voluntarios civiles y bomberos es frenético.

Unos reclaman una camilla, otros se afanan para despejar el camino -salteado de escombros, basura, juguetes ennegrecidos, trozos de cotidianidad e ilusiones truncadas-, mientras alguien pide con desesperación una rueda para poner en marcha una ambulancia atestada de cuerpos.

No hay camillas para tantos muertos ni ojos suficientes para ver todos los cadáveres que saltean aquello que un día fueron aceras por las que avanzaba la vida.

El de un hombre mayor, vestido con un chándal empapado de sangre, permanece destrozado a la puerta de una casa, oculto bajo un montón de ramas arrancadas.

Ha pasado ya más de una hora de la citada tregua, cientos de personas en su vecindad, y nadie lo había visto hasta que alguien que corría tropezó y sonó el grito más temido: “shahid, shahid” (un mártir, un mártir). También el más repetido.

Según fuentes oficiales, al menos sesenta personas, en su gran mayoría civiles, han perdido la vida en Shayaía y más de un centenar resultaron heridas, en el que hasta el momento es el ataque más devastador de la actual ofensiva israelí en la franja.

“Existe la palabra justicia, existe la palabra justicia. Nos matan sin que nadie diga nada, nadie quiere a los palestinos. ¿Cuántos más debemos morir?”, grita una mujer que en apenas unos segundos pasa de la indignación sublime a las lágrimas desconsoladas.

El Ejército israelí afirma que avisó a los habitantes de Shayaía para que abandonara sus casas porque la presencia en sus calles de milicianos ponía en riesgo sus vidas.

Pero hace días que no existe ya lugar para huir de la guerra en Gaza, una superpoblada franja de costa en la que viven encerradas dos millones de personas sin derecho a salida.

Israel vigila su cielo, controla su mar y ha levantado una aislante verja en su perímetro, protegida por cerca de 300 metros de lo que denomina “zona colchón”.

Egipto mantiene sellada su única puerta de conexión con el mundo, por la que ni siquiera deja que se evacúe a los heridos, cerca de 2.500 desde que el pasado 8 de julio Israel iniciara su tercera ofensiva contra la franja desde que en 2007 el movimiento islamista Hamás se hiciera con su control.

Y las escuelas-albergue de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos (UNRWA) están desbordadas, sobrepasadas en su capacidad de acogida -calculada en 50.000 personas- desde que el jueves por la noche Israel endureciera su castigo bélico con una incursión terrestre.

Desde entonces, cientos de aviones de combate, drones, barcos de guerra y carros de combate, apoyados por unidades de elite de la infantería y más de 40.000 reservistas, bombardean sin descanso las principales localidades y barrios del norte, el centro y el sur de esta ratonera.

Ni siquiera despuntada el alba cesa en Gaza el bramar de las bombas israelíes y el rugir de los cohetes de los milicianos islamistas, acompañado por dispersos tableteos de metralleta que anuncian combates cuerpo a cuerpo.

Una ráfaga suena en el aire, y de repente todo el mundo vuelve a correr rumbo al cementerio musulmán que preside una de las entradas principales a Shahaiya, a apenas quince minutos en coche del centro de Gaza.

Alguien grita: “Hay milicianos”, y de entre uno de los edificios derribados por las bombas israelíes, emerge un hombre en uniforme militar que cubre su rostro con una “kufiya” palestina y esconde un fusil de asalto bajo su casaca.

La imagen de una doble culpabilidad -triple si se incluye la lentitud y la pereza de la comunidad internacional- que, quizá, nunca debería poder justificar la injusta muerte de tantos y tantos civiles.

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