La 'Transición' del poder judicial
Los vencedores de la Guerra Civil, firmes en las políticas de exterminio de los republicanos vencidos, no solo se convirtieron en una máquina de matar, también forzaron al exilio a muchas personas para salvar la vida. Procedieron masivamente a la depuración de aquellos que habían permanecido al servicio de la legalidad constitucional apartándoles del ejercicio de sus funciones públicas. Una de las políticas específicas consistió en crear comisiones de depuración de los Cuerpos de funcionarios de la Administración del Estado y de los servicios públicos.
Especial relevancia tuvo la depuración de los funcionarios al servicio de la Hacienda Pública, Correos y Telégrafos, ferroviarios, Ministerio de Agricultura y, por supuesto, los jueces y la carrera diplomática.
Los jueces constituyen un cuerpo de élite del que difícilmente se puede prescindir en su totalidad. Se trataba de personas (entonces solo varones) que, por su extracción social, pertenecían, por lo general, a las clases medias o medias-altas y tenían un perfil conservador, aunque pudieran comulgar con las ideas republicanas.
Algunos fueron ejecutados y, la mayoría, se exiliaron o fueron depurados en una proporción que, según los estudios más fiables, alcanzó la cifra de un treinta por ciento entre jueces, fiscales y secretarios. Especialmente dramática fue la peripecia de un alto cargo del Poder Judicial (fue Fiscal General de la República y presidente de la Sala Tercera del Tribunal Supremo), Francisco Javier Elola Díaz Varela, paradigma de la represión de la carrera judicial por los vencedores. Se enfrentó a la muerte en circunstancias semejantes a las de una tragedia griega.
Nació en Monforte de Lemos, el 22 de septiembre de 1877, obtuvo la licenciatura en Derecho en la Universidad de Santiago de Compostela y en 1905 aprobó la oposición a la carrera judicial y fiscal. Su preparación y cultura, muy por encima de la media de la carrera, le llevaron a participar en congresos penales internacionales; estaba predestinado a llegar a la cima de la carrera, aunque le tentó la política y salió elegido diputado por el Partido Radical de Alejandro Lerroux, cuyas señas de identidad eran el anticlericalismo, el republicanismo, el españolismo, el anticatalanismo y una cierta demagogia obrerista.
Fue crítico con el conservadurismo de la carrera judicial: “La justicia española ha atravesado y está atravesando un periodo de crisis y es menester que se ponga mano en ello, por el interés de la justicia y el interés de España”. “Los jueces tienden evidentemente al conservadurismo; son eminentemente conservadores, por no decir retrógrados, y esto es menos admisible en estos momentos en que el Derecho ya no es aquel Derecho cristalizado de los Códigos sino que es la vida de todos los días.”
Le preocupaba la existencia de una oligarquía judicial que el día de mañana pudiera imponerse y enfrentarse a la democracia. Antes de llegar a ser nombrado fiscal general de la República y magistrado del Tribunal Supremo, jugó un importante papel en la investigación de los sucesos que originaron la Guerra Civil.
Cuando fracasó el golpe de Estado en Madrid se le nombró juez especial instructor sobre la sublevación de los militares en el Cuartel de la Montaña. Guardó escrupulosamente las formalidades legales en contra de los exaltados que solo pedían venganza contra los golpistas. Se le encomienda la Inspección de Tribunales para investigar la posición de los jueces respecto de su fidelidad a la República. Solo por ello se le consideró izquierdista. Hasta el golpe militar, la República contuvo los radicalismos de izquierda y de derecha.
En el mes de junio de 1938, el Servicio de Inteligencia Militar de la República descubrió que una parte de la judicatura de Cataluña estaba integrada en la Quinta Columna, formada por los que clandestinamente ejercían a favor de los golpistas en territorio de la República. Elola jugó un destacado papel en la exigencia de que se les juzgase con todas las garantías procesales y llegó a la conclusión de que, efectivamente, eran derechistas, pero no activistas, consiguiendo su absolución.
Cuando los golpistas entran en Barcelona le acusan de haber sido el instructor de la causa de la sublevación en Madrid y se le responsabiliza del fusilamiento del general Fanjul, cuando lo había condenado un tribunal popular. Dice Federico Vázquez Osuna que, cuando se produce la entrada de las tropas franquistas, decide no exiliarse porque no se consideraba reo de ningún delito. Sostiene que se desconoce por qué adoptó esta decisión que induce a pensar que Elola, con 62 años, se podría encontrar agotado y deprimido por la terrible Guerra Civil que había visto desde una alta instancia del Estado.
Por avatares del destino, estoy en condiciones de explicar las razones que le llevaron a no buscar el exilio como había hecho el presidente del Tribunal Supremo, Mariano Gómez González, hombre liberal y de derechas, que depositó el Gran Collar de la Justicia en un banco para evitar que fuese expoliado. Es el mismo collar que hoy día luce el presidente del Tribunal Supremo en el acto de Apertura de Tribunales.
Lo sucedido alcanza, como he dicho, dimensiones parecidas a una tragedia griega. Debido a su comportamiento en la causa contra los magistrados acusados de quintacolumnistas, algunos compañeros intercedieron por él. Le trasladaron una propuesta de los mandos rebeldes: podía quedarse y someterse a un Consejo de Guerra que, por los precedentes, terminaría con una condena a muerte, pero le prometieron que habían conseguido que la pena se conmutase y al cabo de un tiempo habría cumplido la condena. Aceptó, fue condenado a muerte, pero la promesa de la conmutación no fue cumplida. Me lo contó el Fiscal jefe que tuve en Madrid, que pasó el amargo trago de acompañarle en capilla en la noche anterior a su ejecución.
Reconstrucción de la Justicia bajo la dictadura
Las oposiciones a la Escuela Judicial no se reanudaron hasta comienzos de los años cincuenta y, para poder presentarse y ser admitido en las listas de aspirantes, era imprescindible no tener informes desfavorables de los cuerpos policiales. Se reservó inicialmente un turno para excombatientes o hijos de caídos por Dios y por España. Si juntamos estos requisitos con las dificultades para acceder a las Facultades de Derecho por razones económicas, a nadie puede extrañar que la mayoría de los jueces y fiscales fuesen adictos al régimen y que el propio sistema los utilizase para ocupar cargos políticos de importancia, sobre todo, gobernadores civiles y jefes provinciales del Movimiento, e incluso ministros. Los nombres de Carlos Arias Navarro, Fernando Herrero Tejedor y Luis Rodríguez de Miguel, ministros de diversos gobiernos, son suficientemente significativos.
Lo cierto es que muchos jueces se ajustaban a la legalidad vigente y a los códigos heredados o modificados para adaptarlos al nuevo régimen y nunca tuvieron veleidades políticas. Como decíamos en el prólogo del libro que recoge los trabajos de Justicia Democrática, asociación ilícita según la legislación del régimen, nacida a principios de los años setenta como expresión del profundo malestar que la situación institucional producía en un sector de la magistratura, la inexistencia de una verdadera independencia ante el principio de unidad de poder y la consideración del 18 de Julio de 1936 como fuente del Derecho. El mantenimiento de una jurisdicción especial (Tribunal de Orden Público) cubría jurídicamente la represión política. Sin embargo, reconocíamos que eso permitía al resto de la organización judicial dedicarse a la aplicación de las normas tradicionales con independencia, siempre que no afectase a sectores sensibles del régimen. No obstante, para alcanzar las categorías superiores, el filtro político volvía a ponerse en marcha.
Decíamos, y me complazco en repetirlo, que la vigencia de ese esquema favoreció la creación de un tipo de profesional caracterizado por su honradez personal y su dedicación al papel de administrar justicia, a la vez que por un escaso espíritu crítico (inhibido en el caso de existir) en relación con la situación y condiciones de ejercicio de la función. Si queríamos que la justicia fuese un poder independiente en un Estado democrático, no teníamos otra opción que hacer política al lado de los movimientos de oposición a la dictadura.
Así llegamos a la muerte del dictador y a los primeros pasos del ensamblaje de los restos del régimen con la nueva situación democrática que había devuelto la soberanía al pueblo. Es cierto que los miembros de Justicia Democrática (jueces, fiscales y secretarios) no sufrimos una sañuda y especial persecución, salvo expedientes disciplinarios a tres o cuatro miembros, incluida una suspensión y traslados forzosos. Pero la mayoría no llegamos a ser expedientados, a diferencia de los militares de Unión Militar Democrática (a los que quiero rendir un tributo de admiración y respeto). Es cierto que nunca pasamos de un 10 por ciento de los distintos cuerpos, un máximo de unos 150 a 200. Resulta ahora divertida la anécdota que viví en primera persona cuando un miembro del partido socialista de Tierno Galván, Partido Socialista Popular (PSP), me enseñó la copia del informe del servicio secreto del coronel San Martín sobre Justicia Democrática. La mayoría de los fichados nunca pertenecieron a Justicia Democrática y si se hubieran enterado de que estaban en las listas, les hubiera dado un sincope. Algunos éramos conocidos por nuestras actuaciones públicas o por los seguimientos de la policía, pero los que no eran habían sido incluidos simplemente o porque tenían algún hijo que militaba en los partidos de la clandestinidad, generalmente de izquierdas o extrema izquierda, o porque se trataba de jueces rigurosos en el respeto a la ley que acordaban la libertad provisional para la mayoría de los detenidos, en lugar de la prisión como hacían los jueces de ideología franquista.
Todo este cuadro variopinto que convivía en el seno de lo que entonces era la Administración de Justicia pasó íntegro al nuevo Poder Judicial diseñado por los constituyentes siguiendo, en gran parte, las propuestas de primer y último Congreso Nacional de Justicia Democrática, celebrado en enero de 1977.
Con motivo de la actuación de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, en el caso de la causa abierta por el juez Garzón para perseguir y colocar en su sitio histórico y jurídico las aberraciones de la dictadura (ejecuciones sumarísimas y extrajudiciales, secuestro de niños, campos de concentración y delitos de rebelión militar), se ha abierto, en sectores de nuestra sociedad, el debate sobre la supervivencia de los restos del franquismo en los actuales componentes de la judicatura. Creo sinceramente que si existe alguno verdaderamente convencido de las excelencias del régimen franquista, y que añore su regreso, es un número puramente anecdótico y extravagante.
Es cierto que perdura, en los más mayores, un franquismo quizá desprovisto de identidades ideológicas y políticas, pero sí impregnado de un fuerte arrastre sociológico e incluso hereditario. Muchos de los que hoy estamos en los puestos más avanzados del escalafón somos hijos de personas que ejercieron su profesión de jueces o militares durante la dictadura o que, incluso, participaron en los Consejos de Guerra después de la victoria. Además, está muy enraizada, en importantes sectores de nuestra sociedad (los jueces no podían ser una excepción), la idea de que el levantamiento militar tenía como único objetivo impedir el triunfo de la revolución bolchevique y que nos libró del comunismo en que vivió gran parte de la Europa del Este. El espíritu de lucha o cruzada impregna muchas mentes y solo admiten, como verdad política, que la transición fue obra del equilibrio de fuerzas (nunca de valores) entre los vencedores y la oposición democrática en la que, paradójicamente, tuvo un papel relevante y protagonista el Partido Comunista heredero del que existía cuando se produjo el levantamiento militar y estalló la guerra civil. Si nos referimos a este franquismo, reconozco que está arraigado en el ideario sociológico, histórico y político de muchos jueces.
Merecería la pena hacer un análisis más profundo, pero quedaría fuera de contexto. Creo que, desgraciadamente, en la formación de los jueces se inoculan unas excesivas dosis de autoritarismo que acentúan la falta de capacidad para el diálogo y la persuasión que debe presidir la relación del juez con las personas que ante él acuden demandando justicia o, simplemente, la resolución de sus conflictos.
La tendencia política dominante, al tenor de las inclinaciones de la Asociación Profesional de la Magistratura (¿los demás somos amateurs?), se puede considerar de derechas sin descartar algunos brotes integristas. Siguiendo con el paralelismo, habría un número mucho menor de jueces de izquierda, agrupados en torno a Jueces para la Democracia, en donde militan también personas de ideas nacionalistas. Habría también un grupo de centristas, en el argot convencional de los politólogos, que se agruparían en la asociación Francisco de Vitoria, y que ahora se ha extendido el llamado Foro Judicial Independiente. El resto no asociado, no puede decirse con rigor y exactitud que sean de una determinada inclinación política, se trata de personas que realizan su labor con gran dedicación profesional y que se sienten cómodos dentro del sistema democrático, aunque sean críticos con el Estado actual del funcionamiento de la función judicial. No descarto la posible existencia de algún nostálgico del franquismo, pero lo guarda para su alimento ideológico y espiritual interno porque resultaría un cuerpo extraño en la actual configuración de España, en el seno de la Unión Europea y del Consejo de Europa, que hasta el presente nadie cuestiona.
La apertura, por el juez central de Instrucción nº 5, de la causa penal del franquismo y la reacción de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, imputándole un delito de prevaricación por motivos que se presentan estrictamente técnicos, ha provocado movilizaciones de ciudadanos españoles que no tienen parangón en la historia democrática de este país. Al mismo tiempo la reacción de la comunidad jurídica internacional, que se ha pronunciado escandalizada en todos los rincones del mundo, demuestra que nos encontramos ante un caso que trasciende, a pesar de todo, la aséptica dogmática o técnica del Derecho, tal como pretenden algunos.
Por razones generacionales, creo poder afirmar que los restos del franquismo que se incrustaron en el Poder Judicial democrático han ido desapareciendo del espacio judicial. Los problemas son otros, y no pasan por la añoranza de un tiempo que es difícil que pueda retornar en el mundo internacional en el que nos desenvolvemos. Nuestra adhesión a los tratados internacionales nos ha llevado a despojarnos de parte de nuestra soberanía para entregársela, en el espacio judicial, al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, al Tribunal de Justicia de la Unión Europea o a la Corte Penal Internacional.
Un breve paseo por la llamada Transición Política Española
La ya comentada decisión del juez central de Instrucción nº 5, Baltasar, Garzón de abrir una causa contra los protagonistas de la dictadura como posibles autores de crímenes contra la humanidad ha abierto un debate sobre las adherencias franquistas en la judicatura actual. La Transición política española alteró la composición de los cuadros dirigentes en los ámbitos del Poder Ejecutivo y Legislativo, pero dejó intacta la estructura personal de la judicatura y el Ministerio Fiscal. Para nosotros, el 21 de noviembre de 1975 fue un día cualquiera, salvo la orden imperiosa, bajo apercibimiento de expediente, de llevar corbata negra fuera de la Sala de Vistas, creo que durante tres o quizá más días.
En todo lo demás, los hurtos, los choques de automóviles, los cheques sin fondos y otras menudencias de las que nos ocupábamos, no cambiaron lo más mínimo. Y así seguimos hasta que llegaron las primeras elecciones, que visualizaron el cambio de forma traumática para los nostálgicos del pasado al ver a Dolores Ibárruri presidir la sesión de apertura parlamentaria, teniendo a su lado a Rafael Alberti. No sé lo que pasaría por la mente de mis colegas fascistas, pero en todo caso pasaron el mal trago y se dieron cuenta de que el cambio no iba con ellos, por lo que continuaron desempeñando sus rutinarias funciones sin mayores sobresaltos.
Aunque me aparte por un momento del tema, creo que merece la pena recordar un suceso que recogieron minoritariamente algunos medios de prensa, sucedido en la madrugada del golpe militar del 23 de febrero de 1981 y en la maña siguiente. El llamado Gobierno de Subsecretarios encabezado por Francisco Laína y con el apoyo de Mariano Nicolás, antiguos falangistas comprometidos con la democracia decidieron impedir que una edición, apoyando el golpe, del diario El Alcázar, órgano oficial de todos los conspiradores, saliera a la calle. Para ello pensaron utilizar la legalidad solicitando del juez de guardia de Madrid el secuestro de los ejemplares. Nada menos que el fiscal general del Estado en persona, José María Gil Albert, y el fiscal que llevaba los asuntos de prensa, Eduardo Torres-Dulce, se presentaron en el Juzgado de Instrucción nº 1 al que correspondía el turno de guardia con un escrito solicitando el secuestro de la edición. El juez, conocido fascista, no solo se opuso, sino que de forma insolente les ordenó que esperasen fuera del despacho porque no estaba dispuesto a sufrir interferencias en su sacrosanta misión. Por supuesto se negó a firmar una resolución ordenando el secuestro; despidió, sin saludarles, a los fiscales y se debió de quedar en su despacho esperanzado en el triunfo de sus congéneres golpistas que, por fin, restauraban la idílica dictadura usurpada por una democracia plagada de rojos.
Yo era el Fiscal adscrito al Juzgado de Instrucción nº 1 que había avisado al Fiscal General sobre el talante del juez. Al cabo de un rato me llamó para comentarme lo sucedido, añadiendo que todo se había solucionado porque había hablado con Francisco Laína que le dijo que había enviado dos tanquetas para impedir la salida de los ejemplares.
Quizá lo más significativo del hondo bagaje dictatorial que arrastraba la judicatura y la fiscalía se puso de relieve en la mañana del día 24 de febrero, en un Junta General de la Fiscalía de Madrid. Presenté un escrito corto en el que se pedía que la Fiscalía de Madrid, de manera institucional, condenase el golpe de Estado y se pusiese decididamente al lado de la democracia de la que estaban disfrutando sin sobresaltos. El debate fue muy revelador, ni recuerdo ni quiero recordar las posturas, escasas, a favor de los golpistas. Lo más desolador fue la postura mayoritaria de los cínicos que manifestaban, de viva voz, su desacuerdo con la entrada violenta en el Congreso de los Diputados, pero enfatizaban su profesionalidad, recordándonos que los fiscales teníamos prohibido hacer manifestaciones políticas a favor o en contra. Se trataba de salvar la democracia, pero para la mayoría les servía el manto de un precepto reglamentario frente a la gravísima situación por la que estábamos atravesando. Se puso a votación la condena y solo obtuvo tres votos de treinta. El de Enrique Abad Fernández, Jesús Vicente Chamorro y el mío.
Abochornado, el Fiscal General del Estado convocó a los dos o tres días una junta de fiscales del Tribunal Supremo y ya, con los golpistas en prisión, consiguió una edulcorada nota que firmó servilmente la mayoría, otros lo hicieron por convicción. Alguien llegó a insinuar que la culpa del fracaso era mía por no haber sabido plantear la cuestión de manera oportuna. Nunca me aclararon cuál hubiera sido la postura correcta.
No obstante, se observaban los cambios que se producían en otros estamentos que habían sido muy fieles a la dictadura. Recuerdo dos anécdotas que tienen que ver con los alcaldes y con la Guardia Civil. Desde tiempo atrás, la ley reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa establecía que, cuando exista una reclamación judicial frente a un acto de la Administración Pública, esta tenía que remitir al órgano judicial el expediente administrativo que había dado lugar a una decisión urbanística o al nombramiento de un empleado municipal, por poner dos ejemplos. El expediente administrativo era enviado acompañado de un respetuoso oficio firmado por el alcalde en el que manifestaba al inmenso honor de remitir el expediente solicitado. El escrito terminaba con un estribillo tradicional en la burocracia española, incluso anterior a la dictadura, en el que se incluía una frase ritual: “¡Dios guarde a VE muchos años!”. Allá por 1977, creo recordar, un alcalde de un pueblo que pensó que las cosas estaban cambiando, pero que no era el momento para una ruptura radical con las tradiciones del pasado, redactó el oficio de forma habilidosa al mejor estilo de Groucho Marx. En el oficio remisorio puso al final: “¡Dios o quien corresponda guarde a V.E. muchos años!”.
La Guardia Civil no podía sustraerse tampoco a la evidencia del cambio, y sin abjurar de su tradicional competencia en la emisión de informes de conducta de una persona, que en otros tiempos eran causa de graves trastornos para los afectados, terminaban con una especie de diagnóstico calificando al ciudadano, en virtud de sus actividades y peripecias personales, en adicto o contrario al régimen y al Movimiento Nacional.
En la noche del 23 de febrero, un funcionario del Ministerio de Hacienda que tenía la costumbre de trabajar hasta las ocho de la noche, ajeno a cualquier suceso, salió, como todos los días, a la misma hora. Los dos guardias civiles que custodiaban la puerta del ministerio, visiblemente nerviosos, le informaron que habían entrado a tiros en el Congreso de los Diputados. El funcionario preguntó: “¿Quién ha sido?”. Los guardias civiles, impertérritos, le respondieron: “Hemos sido nosotros”.
En tiempos cercanos a la publicación de la Constitución, se produjeron reivindicaciones de los agricultores que cortaron con sus tractores varias vías de comunicación. La Guardia Civil tuvo que intervenir para restaurar la libre circulación y dejar las vías expeditas. Estábamos ya en tiempos del reciente Gobierno del PSOE. Para no dar la sensación de que con ellos había vuelto la anarquía, se abrieron varias causas judiciales para depurar las posibles responsabilidades penales. En una de ellas se incorpora el tradicional informe de conducta, que es una antología de la eutrapelia y del surrealismo literario. El informe, más o menos, venía a decir: “Fulano de tal… por su continua participación en huelgas y reivindicaciones, por no haber realizado sus hijos la primera comunión, por su afiliación a un sindicato, se supone que es persona del presente régimen”.
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