Igual que la humanidad tiene patrimonios inmateriales, este redactor de ustedes tiene lo que llama premios inmateriales de periodismo. Ocasiones en las que ha comprobado que el periodismo verdaderamente sirve para hacer posible un mundo mejor.
Entre ellos, tres memorables: cuando Julia Otero me llamó por teléfono para hacerme oír el aplauso de su redacción por el artículo que publiqué en Cambio 16 –donde hacía una sección llamada 'Boquitas radiadas' similar a la magnífica 'El Catavenenos' de José María Izquierdo en este diario– en el que hacía una defensa apasionada de su profesionalidad y su trabajo tras haber sido despedida en 1999 de la Onda Cero comprada a la ONCE por la Telefónica presidida por Juan Villalonga, aquel “compañero de pupitre” de José María Aznar, favorecido por la privatización definitiva de la empresa pública de telefonía. Entre las estúpidas razones para cerrar su programa, La radio de Julia, como suelen serlo cuando la patronal quiere enmascarar un despido ideológico, aducían que era un programa “elitista e intelectualmente elevado”.
Lo que eran eran los años en los que Aznar soñaba con un macrogrupo mediático que aplastara el de Prisa de sus odiados Jesús Polanco y Juan Luis Cebrián y en el que Telefónica era la dovela central, la pieza clave del entramado, un delirio donde no cabían versos sueltos ni sospechosas de rojerío como consideraban a Julia –juzguen ustedes: en su programa eran tertulianos habituales derechistas y ultras tan notorios como Joaquín Leguina, Fernando Sánchez Dragó, Juanjo de la Iglesia, Fernando Fernández de Trocóniz, Ana Palacio, Curry Valenzuela...–. Lo más absurdo era el agravante esperpéntico de que quien lo cerraba, Telefónica, era la misma empresa que patrocinaba el programa... Como resumió Fernández de Trocóniz, diputado del PP y tertuliano del programa: “Por lo visto, ser neutral no es suficiente, quieren hooligans”.
Otro de estos galardones intangibles fueron las palabras del muftí [DRAE: “Jurisconsulto musulmán con autoridad pública, cuyas decisiones son consideradas como leyes”] de Valencia, tras leer un artículo mío en Interviú donde reprochaba amargamente a Felipe González que, una vez llegado al poder, remachara la traición al pueblo saharaui perpetrada por el franquismo que se deshacía en melenas. A la que los sucesivos gobiernos democráticos añadieron clavos al ataúd donde Marruecos asesina, exilia, encarcela, arrasa los derechos humanos de los saharauis, hasta la puntilla asestada por Pedro Sánchez el pasado marzo con nocturnidad y alevosía, hurtando el debate al parlamento y a la ciudadanía, plegándose a las ambiciones imperialistas de la monarquía alauita y despreciando el derecho internacional y las resoluciones de Naciones Unidas.
En aquella ocasión, recordaba las promesas incumplidas de un González aún en la oposición que les hizo a los saharauis en los campos argelinos de refugiados de Tinduf en 1976: “Estaremos con vosotros hasta la victoria final. Sabemos que vuestra experiencia es la de haber recibido muchas promesas nunca cumplidas. No prometeros algo sino comprometerme con la Historia”. De todo lo prometido sólo quedaba –y queda, Sánchez– en pie una verdad: “Quiero que sepáis que la mayor parte del pueblo español, lo más noble, lo más bueno del pueblo español es solidario con vuestra lucha”.
El muftí de Valencia me agradeció, emocionado, mi artículo y me condecoró: “Tu nombre está ya escrito para siempre en el dintel de nuestras puertas y nuestros corazones”.
El inicuo asesinato de Yolanda González
Y el tercer laurel virtual, sin duda el más conmovedor, fueron los abrazos y los besos entre lágrimas con que Lidia Martín, madre de Yolanda González, me agradeció que, desde Interviú, hubiéramos conseguido la extradición del fugado asesino de su hija, tras haberlo descubierto en Paraguay, protegido por la sangrienta dictadura de Stroessner.
Me lo ha recordado la lectura de ‘El boletín del director’ de elDiario.es del pasado 20 de enero. Refiriéndose al empeño informativo del periódico para desvelar las tramas de la cloaca policial-gubernamental contra el independentismo catalán, Ignacio Escolar decía: “Algunas historias, en la redacción de elDiario.es, son una larga obsesión; como la que tenía el capitán Ahab con Moby Dick. Nuestra caza de esta ballena blanca comenzó hace una década”.
La caza de nuestra ballena, negra en este caso, también duró una década. Nuestra obsesión fue, primero, desvelar a los inductores del asesinato, la ‘cadena de mando’, obstaculizada la investigación por una instrucción judicial encubridora de las complicidades y, posteriormente, cuando uno de los asesinos de Yolanda, Emilio Hellín Moro, se fugó de España, encontrar su paradero.
Además de la periodística, nos movía una determinación moral: alguna culpa habíamos tenido en el asesinato de Yolanda González. Los planes iniciales del grupo criminal eran atentar contra Interviú en Madrid, bien contra la redacción bien contra la agencia de publicidad Cinzo-Zero, del grupo Zeta, pero las medidas de autoprotección adoptadas –menudeaban las amenazas, pintadas y asaltos a kioscos en plena ofensiva de la ultraderecha por los reportajes de Xavier Vinader sobre las tramas negras en Euskadi–, así como el asesinato por la banda etarra de seis guardias civiles en Ispaster, Bizkaia, el día señalado, el 1 de febrero de 1980, hizo que cambiaran su objetivo por el asesinato de una joven indefensa, Yolanda González, 19 años, militante del Partido Socialista de los Trabajadores, a la que fascistas y policías corruptos relacionaban con los comandos de ETA en Madrid por el mero hecho de haber nacido en Bilbao, aunque su partido había repudiado públicamente la violencia terrorista.
Yolanda González, hija de inmigrantes castellanos, nació en 1961 en Deusto; militante de las Juventudes Socialistas de España desde los 16 años –promovió una huelga de brazos caídos en el colegio de monjas en que estudiaba en protesta por la matanza del 3 de marzo de 1976 en Vitoria–, a los 18 ingresó en el trotskista Partido Socialista de los Trabajadores y al alcanzar la mayoría de edad, en 1978, se independizó y se trasladó a Madrid, siguiendo a su novio, un economista de UGT diez años mayor que ella al que había conocido como profesor en una escuela de verano del PSOE. En la capital, compaginaba sus estudios de formación profesional en electrónica con un activo liderazgo estudiantil y trabajos eventuales como empleada de hogar.
1980 comenzó con una prolongada agitación estudiantil las reformas educativas del gobierno de la Unión de Centro Democrático (UCD) de Adolfo Suárez en la que Yolanda, miembro de la Coordinadora de Enseñanzas Medias, desempeñaba un papel preponderante que la había hecho caer en el radar de la ominosa Brigada Político-Social policial del franquismo, que no sería totalmente desmantelada hasta 1981. Y, por tanto, objetivo de las bandas de ultraderecha y parapoliciales infiltradas en las organizaciones estudiantiles de izquierda y fuerzas de choque y asesinas en las numerosas manifestaciones y algaradas que se sucedían.
Las tramas negras del fascismo posfranquista
Una de estas bandas fascistas era el llamado ‘Grupo (o Comando) 41’, compuesta por cinco sujetos, militantes del partido ultraderechista Fuerza Nueva (FN) –el Vox de la época–. La banda estaba a las órdenes del llamado Jefe Nacional de Seguridad de FN, David Martínez Loza, ex guardia civil y guardaespaldas personal del presidente del partido, otro individuo notorio, el notario Blas Piñar. Los asesinos materiales de Yolanda fueron el Jefe de Seguridad ‘de Distrito’ Emilio Hellín Moro, ingeniero electrónico, entonces de 33 años de edad, y el jefe ‘de Núcleo’ Ignacio Abad Velázquez, estudiante de Ciencias Químicas, que irrumpieron en la casa donde vivía Yolanda con su novio Alejandro y una compañera de militancia, María del Mar Noguerol, ambos ausentes, en el barrio obrero de Aluche; los otros tres criminales, Félix Pérez Ajero y José Ricardo Prieto, paniaguados de FN, y el policía nacional Juan Carlos Rodas vigilaron la casa y dispusieron el automóvil en el que el Hellín y el Abad, tras secuestrar a Yolanda y registrar la casa, la condujeron, entre insultos y golpes, a un camino rural de la carretera entre las poblaciones madrileñas de Alcorcón y San Martín de Valdeiglesias donde la hicieron bajar y la asesinaron a sangre fría con tres disparos a bocajarro, dos en la cabeza hechos por Hellín y un tercero de Abad, el que tenía que ser el tiro de gracia que la rematara ordenado por Hellín, que atravesó el antebrazo defensivo de una Yolanda agonizante.
El caso se resolvió rápidamente, porque el policía Rodas denunció a toda la trama al comprobar que lo que el resto de su banda le había presentado como un “interrogatorio coactivo” había sido en realidad un asesinato premeditado. Pero la instrucción recayó en otro de los jueces de desgraciada memoria, Ricardo Varón Cobos, también procedente del extinguido Tribunal de Orden Público franquista, 'reciclados' en la heredada Audiencia Nacional. Y como la de la matanza de Atocha, en manos de Rafael Gómez Chaparro, estuvo pespunteada de irregularidades, negligencias y obstáculos a las acusaciones particulares. Algunas escandalosas, como la negativa de Varón a procesar al jefe de la banda asesina, Martínez Loza, a pesar de que Hellín confesó seguir órdenes suyas, aunque, finalmente, lo tuvo que hacer por orden del tribunal superior, la Sala de lo Penal; el fiscal quería calificar los hechos de homicidio, no de asesinato y se pretendió cerrar la instrucción sin dejar a los abogados que interrogaran a los detenidos.
En Interviú recibimos el chivatazo de que en la empresa de Hellín, llamada Instituto de Estudios Electrónicos, había terminales conectadas con los servicios dizque ‘de inteligencia’ policiales y de otras instituciones del Estado; cuando los abogados acusadores lograron que el juez Varón Cobos ordenara, al cabo de meses de dilación, un registro de los aparatos electrónicos de la sede –en el primer registro, que los ignoró, se encontró un arsenal de “explosivos y armas de guerra”– no existía la empresa y no había más que polvo, colillas y papeles por el suelo...
Sin las posibilidades investigadoras de juez y fiscal, ni los abogados ni los periodistas pudieron subir al escalón superior al del Jefe Nacional de Seguridad de FN. Ni siquiera consiguieron que instructor y fiscalía calificaran de organización criminal al grupo salvaje, a pesar del nombre propio –Grupo (o Comando) 41– y de haber reivindicado el asesinato en nombre del Batallón-Vasco Español, uno de los que denomino 'gales antes del Gal', y, como en este caso, la justicia dictaminó que Yolanda había sido ejecutada por un “comando incontrolado”.
El 3 de junio de 1982, la Audiencia Nacional condenó a Hellín a 43 años; a 28 a Ignacio Abad; a 6 a Pérez Ajero, Prieto y Martínez Loza y sólo 3 meses para el 'cantor' Rodas por su denuncia y colaboración con la justicia.
Asesino fugado y encontrado
A pesar de que Hellín había protagonizado dos intentos de fuga –uno de la cárcel de Alcalá de Henares durante la instrucción, de la que huyó a punta de pistola con una decena de presos comunes; el otro, ya condenado, de la prisión de Cartagena–, el juez de vigilancia penitenciaria de Valladolid le concedió el 20 de febrero de 1987 un permiso de seis días, que aprovechó, naturalmente, para huir con destino entonces desconocido.
Por qué esos intentos de fuga no fueron objeto de sendos procesos –de la huida definitiva no se le pudo juzgar por haber olvidado las 'abnegadas autoridades' incluirlo en la petición de extradición– es otra de las incógnitas nunca resueltas del caso, como tampoco el millón de pesetas que recibió para su huida. El propio asesino dio una pista al diario paraguayo ABC Color, en unas declaraciones mientras estaba pendiente de ser extraditado a España: “Empecé a escribirles cartas amenazándoles con que, si no cumplían lo pactado [su excarcelación], diría la verdad de lo ocurrido, quiénes estaban detrás de nosotros y a quién entregábamos la información que recabábamos”. Tenían sensación de impunidad: según desveló El Periódico de Catalunya del 2 de junio de 1981, Hellín escribió una carta a los padres de su compinche Abad en la que decía: “El juez está en buena disposición hacia nosotros y la gestión que se ha hecho ante el fiscal general ha dado buen resultado”.
Tras la fuga, tuvimos una emotiva entrevista con la familia de Yolanda González. En Interviú nos juramentamos para encontrar el asesino y, como aquel que dice, pusimos precio a su cabeza. Fue tarea prioritaria de uno de los grandes reporteros de investigación de aquella escuela que fue el semanario Interviú, José Luis Morales. Al cabo de tres años, en 1989, el trabajo dio frutos: Hellín estaba refugiado en Paraguay, protegido por la dictadura de Alfredo Stroessner y, según averiguaron Morales y el desaparecido fotorreportero Gustavo Catalán, otro grande, con el conocimiento de las autoridades diplomáticas españolas y consulares del país sudamericano, donde se habían registrado al menos la mujer y los hijos del asesino. Al gobierno de González, a su ministerio de Asuntos Exteriores y a la judicatura española no les quedó más remedio que dejar de mirar para otro lado, como solían desde que huyó, y mirar donde señalaba el Yo Acuso de Interviú: tuvieron que pedir la extradición del miserable, que fue detenido por la Interpol cuando tuvo que volver a la capital paraguaya desde su nuevo refugio, en la Argentina, para traspasar sus empresas de informática a un testaferro.
Mientras se tramitaba la extradición, el golpista Stroessner, tras 35 años de dictadura, fue víctima de otro golpista, su consuegro y socio el general Andrés Rodríguez Pedotti, que no dudó en extraditar a Hellín. A pesar de que el tratado de extradición excluía los delitos políticos, preparaba la primera visita a Asunción de los reyes de España y la devolución de aquel desecho humano a las cárceles españolas era una cortesía obligada. No obstante ser su némesis, Hellín no tuvo empacho en concederle una entrevista a la corresponsal de Interviú en Colombia, Concha Minguela, durante su viaje en avión de vuelta al trullo patrio, escoltado y vigilado por maderos españoles; en sus declaraciones “no mostraba un ápice de arrepentimiento. Vino a decir que hizo lo que tenía que hacer”, recordaba el hermano pequeño de Yolanda, Asier González...
Un desgraciado colofón
En 1990, diez años después de su crimen, Hellín volvió a la cárcel de la que se había fugado. Los periodistas podíamos pasar página y la familia y amigos de Yolanda González encontrar un mínimo consuelo en la justicia restaurada. Lidia, la madre de Yolanda, nos trajo a la Redacción compotas y mermeladas caseras como las que le mandaba a su hija. Endulzamos su memoria entre abrazos y lágrimas.
No sabíamos que aún nos quedaban tragos amargos. Los largos tentáculos del crimen político, del tráfico de influencias, de los intereses espurios lo devolvió a la calle, al género humano, sólo cinco años después, en 1995, tras haber cumplido 14 de los 43 años de su condena, en los que incluso se le contabilizaban los tres años de fugado... el nulo pudor de la política entendida de la peor manera, la que, en tercer grado penitenciario, le permitió crear una empresa, New Technology Forensics, especializada en peritaje informático criminal y contratar con gobiernos centrales y autonómicos, asesorando al Servicio de Criminalística de la Guardia Civil, impartiendo cursos de formación a guardiaciviles, Policía Nacional, Ministerio de Defensa, Ertzaintza y Mossos d’Esquadra, y trabajando en investigaciones judiciales de terrorismo y delincuencia... Y, recientemente, ser contratado por Laura Borràs, la expresidenta del Parlamento catalán, para sus líos judiciales del procés. “Un hondo hartazgo”, resume la familia de Yolanda. Como cualquier persona bien nacida, bien informada.
El letrado de la familia, el esforzado abogado de causas nobles Mariano Benítez de Lugo, tuvo que demandar al Estado para que el Gobierno reconociera en 2000 que Yolanda era lo que ya sabíamos todos, sus asesinos, cómplices e inductores también: víctima del terrorismo.
En 2017, Irene Vigil Noguerol, la hija de María del Mar Noguerol, compañera de militancia con la que Yolanda y su novio compartían piso en Madrid, escribió un sentido relato, “Mientras tú existas”, en su memoria:
“Ese invierno Lidia le había traído tarrinas de compotas y mermeladas. Y también le había regalado un precioso jersey, un jersey que llevaba la noche que la asesinaron…
Mi madre y ella eran compañeras de piso en aquella época. Afortunadamente, mamá llegó tarde a casa aquella noche... Quizás de no ser por esa casualidad la habrían matado también…
No te he podido conocer nunca, pero tu nombre y tu historia han estado siempre muy presentes en mi casa. No llegué a conocerte nunca porque unos hijos de puta te mataron aquella noche de febrero. Tenías más o menos mi edad. No he podido conocerte pero creo que me entiendes si te digo que te quiero, que te admiro, que yo también te recuerdo. Sé que estás viva en muchos corazones, que existes en cada una de las que deseamos un mundo mejor.
Estés donde estés, en mi corazón o en cualquier otro, en mi memoria y en la de todos los que te conocieron, gracias. Tú nos das fuerzas para seguir luchando. La libertad es un derecho civil y social. La vida es un derecho. La memoria de quienes han muerto defendiendo la justicia y la bondad, también“.
Y como en otras ocasiones, en otros aniversarios, este redactor de ustedes escribió el año pasado en su ‘muro’ de Facebook: “Descansa en paz, Yolanda. Tu sacrificio contribuyó a fortalecer la democracia en Transición, nos sirvió para aprender la miseria que a menudo esconde la 'razón de estado' y señalarnos qué son, qué quieren, cómo actúan los fascistas enemigos de la libertad: los de entonces, los de hoy, los de mañana”.
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