Todo lo que Zapatero puede reivindicar de la derrota de ETA
La reivindicación por parte de José Luis Rodríguez Zapatero en la cadena Cope del papel de su Gobierno en la derrota de ETA no solo servía para responder a las interpelaciones gruesas que le hacían en ese foro sino a toda la estrategia electoral de la derecha consistente en recurrir a una banda terrorista desaparecida hace más de una década, asegurar que sigue viva y culpar de ello al partido que gestionó su final. Zapatero dijo “basta” y recordó quién estaba en el Gobierno cuando ETA se rindió.
Cuarenta años de terrorismo justifican la afirmación de que la derrota de ETA fue una victoria de la sociedad vasca y española que lo sufrió. En primer lugar, de las víctimas y sus familiares, que afianzaron la democracia española evitando recurrir a la venganza, por más que otro Gobierno, distinto y muy anterior al de Zapatero, cometiera el error indecente de recurrir al terrorismo de Estado. En esa reivindicación de la labor de todos los partidos, de las fuerzas de seguridad, de los jueces, de las víctimas, volvieron a encontrar el lunes al expresidente socialista.
¿Existiría a día de hoy ETA sin el Gobierno de Zapatero? Seguramente no. ¿Acortó y evitó sufrimiento la estrategia para el final de la banda que desplegó aquel Ejecutivo? Sin duda. ¿Estaba al alcance de cualquiera? Pues si atendemos a quien ocupó el Ministerio del Interior después –Jorge Fernández Díaz– y cómo gestionó el PP los rescoldos de la organización, la respuesta es que resulta poco probable.
Tanta razón tiene Zapatero en defender su éxito como cierto es que este partió de un fracaso. El primer proceso de paz entre el Gobierno socialista y ETA, consistente en dos mesas paralelas de negociación –política y técnica–, acabó abruptamente con el atentado de la T4. ETA no supo entonces que acababa de rubricar su final. La decisión de la banda de romper los contactos sin consultar a Batasuna hizo que la izquierda abertzale interiorizara, por fin, que la “lucha armada” nunca conseguiría nada. “ETA sobra y estorba”, diría después Arnaldo Otegi.
Las actas que redactó la banda de la primera negociación recogen un supuesto ofrecimiento, por parte del Gobierno, de un órgano legislativo común entre Euskadi y Navarra. A falta de materialización, si es que así fue la oferta, lo cierto es que no hubo concesiones durante la negociación, a diferencia de en ocasiones anteriores, como el masivo y reversible acercamiento de presos de Aznar.
La ruptura de aquella negociación adentró a la izquierda abertzale en un desierto de ilegalización y cárcel. En prisión, Otegi maduró un nuevo proceso sin violencia: había que arrancar a ETA una tregua definitiva y luego, hacer política.
En la T4 habían fallecido dos víctimas. Hasta su final definitivo, ETA tendría todavía tiempo de matar a otras diez personas. Todos ellos eran parte del último y trágico capítulo de la banda. Los continuos golpes policiales en Francia, fruto de la colaboración del CNI con la Guardia Civil y la Policía, descomponían a ETA y allanaban el camino para que Arnaldo Otegi y los suyos afianzaran sus posiciones.
La explosión en el aeropuerto de Madrid sorprendió a Otegi reunido con una figura clave –porque ese papel le atribuyó Zapatero– de Jesús Eguiguren, vilipendiado desde Madrid por algunos que desconocían el verdadero peso de un ataúd cuando dentro va el cadáver de un compañero. Demasiadas veces los tuvo que cargar Eguiguren. También Patxi López, el lehendakari del final de ETA. Dicen que Rubalcaba nunca creyó en la primera negociación, en las dos mesas, pero en público se afanó en salvarla. No es un secreto que Eguiguren y el ministro del Interior chocaban con frecuencia, pero Zapatero sabía que ambos le resultaban indispensables.
El trabajo del servicio de inteligencia permitió al Gobierno conocer que a la explosión de Barajas siguió un despiadado enfrentamiento interno en la dirección de ETA que resolvieron el CNI y la Guardia Civil. ‘Thierry’ fue detenido en mayo de 2008, y en noviembre cayó ‘Txeroki’.
El vertiginoso otoño de 2009
Con todo, los acontecimientos más relevantes para el final de ETA se desatarían en el vertiginoso otoño de ese año. El 14 de octubre de 2009 fueron detenidos Otegi y sus principales colaboradores por intentar reeditar la cúpula de Batasuna. En realidad, lo que estaban haciendo Otegi y sus colaboradores era librar un enfrentamiento soterrado con ETA, que intentaba imponer su liderazgo en el conjunto de la izquierda abertzale.
La detención de Otegi y su círculo, paradójicamente, aceleró todo el proceso para el final de la violencia. El enfrentamiento entre ETA y la dirección de Batasuna se escenificaba en duros choques en las asambleas que debatían entre la ponencia de la banda, que abogaba por la continuidad de ETA como vanguardia del MLNV, y la de Otegi y los suyos, partidaria de un nuevo “proceso sin violencia”.
Y mientras el Gobierno era informado por el CNI de lo que ocurría en el seno de la izquierda abertzale, de cómo diseñaba nuevas organizaciones en su seno que sustituirían a aquellas que controlaba todavía la banda, como Askatasuna, Segi o Ekin, la oposición del Partido Popular y los medios conservadores no se movía de los mantras de la “tregua trampa” y de la “traición a las víctimas”. Las “fuentes de la lucha antiterrorista” que antes informaban de detenciones y comandos ahora servían para advertir de la última maniobra de ETA para seguir matando y de la connivencia de Otegi. Nada de eso era cierto.
La banda incluso llegó a tener redactada la carta de expulsión de Arkaitz Rodríguez, actualmente secretario general de Sortu y al que ETA había introducido en el órgano de dirección de Bateragune. Como ocurrió con Miren Zabaleta y Sonia Jacinto, Otegi había logrado reconducirles para que le acompañaran a su “proceso sin violencia”. Esa era la información que tenía Zapatero encima de su mesa mientras se agitaban banderas de traición y se señalaba al presidente del Gobierno y al ministro del Interior.
Un documento interno de ETA incautado en 2009 reconocía el “alto nivel de penetración” del mensaje “O bombas o votos” que lanzó Rubalcaba. Ilegalizada Batasuna, el ministro del Interior trasladaba la pelota al tejado de Otegi y los suyos: o apretaban con ETA o no volverían jamás a la legalidad.
El manejo de las cárceles, la carta definitiva
A la par, Rubalcaba diseñaba la estrategia que pasaba por golpear a las organizaciones de la izquierda abertzale que todavía estaban bajo el control de ETA. El último ‘Zutabe’, boletín interno de la banda, se encontró en la operación definitiva contra Segi, la tradicional cantera de la organización. En algunos ambientes de la izquierda causó indignación la operación contra los abogados del colectivo de presos. Pero esas detenciones, otra vez fruto del trabajo del CNI, fueron acaso la acción más importante en el tramo final de la banda. ETA eran sus presos (700 reclusos por 70 liberados en Francia) y lo único que los mantenía cohesionados era H-Alboka, la estructura de letrados que viajaba por todas las cárceles impartiendo las consignas de ETA y sofocando las posibles disidencias.
El Ministerio del Interior había tejido una red de funcionarios que espiaban a los presos de ETA. Si se posicionaban en contra de la violencia eran acercados al País Vasco; si se enrocaban, permanecían lejos de Euskadi. El seguimiento era constante y los movimientos, reversibles. Cuando Otegi y los suyos se hicieron con el EPPK (el Colectivo de Presos Políticos Vascos) y este aceptó firmar un comunicado de asunción de la legalidad y la reinserción, anatema hasta entonces, por fin el comunicado de fin de la violencia tuvo luz verde.
La gestión de las cárceles resultó fundamental y dentro de ella, Mercedes Gallizo, la secretaria general de Prisiones a quien Rubalcaba definió como “esférica”. Gallizo capitaneó la vía Nanclares, la agrupación de un pequeño grupo de presos de ETA en la cárcel alavesa que ejerció de avanzadilla en el reconocimiento del daño causado y el sometimiento a la legalidad penitenciaria. También en la petición de perdón a sus víctimas.
El grupo resultó proscrito por la oficialidad de ETA en las cárceles y su número anecdótico dentro del colectivo, pero se convirtió en un símbolo cuya sola existencia amenazaba la hegemonía que había ejercido la organización terrorista tras los muros de las prisiones.
Cuando el Partido Popular llegó al poder, la vía Nanclares fue abandonada aunque eso ya no tuvo consecuencias. El trabajo ya estaba hecho. ETA había anunciado el final de la violencia y los presos acataban la legalidad, a excepción de un grupo cada vez más reducido. Cuestión diferente es la sinceridad con la que asumían y asumen el daño causado, pero ETA, como colectivo, dejaba de existir en las cárceles.
Trampas con el lenguaje en el escenario post-ETA
Con esta situación, el nuevo ministro del Interior podía dedicarse a tender todas las trampas con el lenguaje que le convenían. Durante meses, el Gobierno del PP jugaba con la posibilidad de que ETA no hubiera acabado. Fernández Díaz confundía la extorsión a los empresarios con la que ETA se había financiado durante décadas con el aguinaldo para los presos que los jóvenes abertzales pedían todas las Navidades en los comercios de Gipuzkoa. Era capaz, en una misma intervención, de calificar el problema de ETA como “policial” y “político” al mismo tiempo. Igual sugería que la banda captaba a nuevos militantes que vendía la decapitación de un aparato logístico que ya no tenía líder. En otra rueda de prensa, Fernández Díaz llegó a decir que ETA y el aborto tenían “un poco que ver”.
Ha tardado el expresidente Zapatero en levantar la voz para reivindicar su legado. Cuando gobernaba, dirigentes del Partido Popular acudían a manifestaciones presididas por carteles con urnas teñidas de sangre y el logo de los socialistas. Han pasado trece años desde el último muerto, el gendarme francés Jean Serge Nerin. Casi 12 años de aquel anuncio de “cese definitivo de la violencia” el 20 de octubre de 2011. Hace pocos días, otro político del PP aseguraba que “los cimientos de la ley de vivienda se asientan sobre las cenizas del atentado de Hipercor”. Pedro Rollán, miembro del Comité de Dirección del PP, se refería así al voto a favor de la ley de EH Bildu, coalición a la que pertenece Sortu, el partido cuya legalización avalaron el Tribunal Supremo y el Constitucional.
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