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Opinión - ¿Misiles para qué? Por José Enrique de Ayala

“La universidad debe ser gratuita, pagada con los impuestos”

La universidad pública atraviesa un momento crítico en España. Asfixiada por recortes presupuestarios, con matriculas más caras y menos becas, se encuentra amenazada por quienes intentan imponer criterios de rentabilidad económica en la docencia y la investigación. A analizar el estado de la universidad, y elaborar propuestas alternativas, se dedica el libro Qué hacemos con la universidad, obra colectiva de Enrique Díez, Adoración Guamán, Ana Jorge y Josep Ferrer. Un libro que llama a la resistencia en defensa de una universidad pública, y que propone un rescate de la educación superior. Hablamos con su coordinador, Enrique Díez Gutiérrez, profesor de la Facultad de Educación de la Universidad de León, activista e investigador.

Una vez más, aparece un informe internacional (el más reciente el PISA) que deja a la educación española en mal lugar. ¿Cómo valoráis este tipo de pruebas y sus resultados?

Como explica la profesora Maria Angeles Llorente, PISA no evalúa, sino que examina, y lo hace sobre un modelo competencial reducido no ya a tres materias, sino a determinados aspectos de esas materias. Pruebas realizadas fuera de contexto que ni siquiera miden lo que dicen medir y que se hacen de muestras de población que no son representativas del conjunto. Este tipo de pruebas, como dice esta experta, transforma el deseo de aprender en afán de aprobar, lo que pervierte el fin último de la educación, que no es otro que desarrollar en las personas el gusto por el saber y la pasión por aprender.

El PP busca justificar reformas educativas ideológicas usando este tipo de ranking para generar alarma social intentando dar una imagen de catástrofe del sistema educativo. Un titular como “los jóvenes obtienen 23 puntos menos que la media de la OCDE en problemas cotidianos”, parece querer anunciar una “hecatombe” que realmente, si nos fijamos en los datos, es irrisoria, como explica Enrique Bethencourt. Al tratarse de un baremo con la media situada en 500 puntos, los 477 de España equivaldrían a la “enorme distancia” entre 4,8 y 5 en nuestro sistema habitual de calificaciones. Y equivaldría a que Finlandia obtuviera un 5,2 y Singapur, la más destacada, un 5,6. Es decir, el ‘number one’ nos saca 0,9 puntos. Los resultados del estudio PIACC (PISA para personas adultas) revelan no sólo que el alumnado español constituye la generación mejor formada de este país, sino que además es, de toda Europa, el que mayores diferencias registra en su nivel competencial respecto a sus familias. El problema es que titulares como “Suspenso en PISA”, “A la cola en…” lo que generan es un modelo de competitividad entre las instituciones docentes y entre países, completamente ajeno a los principios educativos y a la cooperación y construcción del aprendizaje y de la ciencia.

En el libro cuestionáis esos rankings que empujan a las universidades a competir, y convierten la posición en el ranking en un fin en sí mismo. ¿Qué sistema de evaluación proponéis a cambio?

La evaluación sólo tiene sentido si sirve para mejorar. Uno de los problemas obvios de este tipo de evaluaciones de rendimiento es que sólo sirven para medir aspectos que son muy cuestionables que puedan ser “medidos” en igualdad de condiciones y en situaciones realmente comparables. Pero el problema fundamental es que sirven sobre todo para clasificar y establecer listados de ganadores y perdedores, de los mejores y los peores, como si de una liga de fútbol se tratara. Nos convierte en consumidores que buscan la mejor oferta, el producto estrella que nos ofrezca mejores oportunidades. Nos olvidamos que somos ciudadanos y ciudadanas y como tales tenemos el derecho a exigir que todos los centros sean los mejores, que todos los estudiantes tengan las mejores oportunidades y que se doten de los más excelentes recursos, medios y metodologías a todas las instituciones educativas, porque no sólo mi hijo o hija debe conseguir lo mejor, sino que todos los hijos e hijas de todos los vecinos y vecinas del mundo deben tener también lo mejor para su desarrollo como personas.

Una auténtica evaluación que ayude a mejorar sólo puede ser una autoevaluación. Una autoevaluación colegiada y compartida. No se trata de competir con los otros centros e instituciones educativas o hacer “campus de excelencia”. Al revés, se trata de colaborar y compartir las buenas prácticas y lo que hemos conseguido mejorar. Así es como lo hace la comunidad científica cuando consigue un auténtico avance de la ciencia. Colaborando y no compitiendo.

El gobierno suele justificar la necesidad de reformas en los malos resultados de la universidad española: el hecho de que ningún centro español aparezca en los habituales rankings de universidades del mundo. ¿No debería preocuparnos esa ausencia?

Como decía, las reformas educativas se han tendido a justificar ideológicamente tratando de presentar una imagen de catástrofe del sistema educativo. Actualmente han introducido otra nueva variable en la ecuación de la catástrofe educativa: la incapacidad de brillar en el palmarés de la excelencia de los rankings internacionales. Se recupera así el tradicional método “jesuítico” de aquellos que más nota obtengan en el examen se les pondrá en las primeras filas, y quienes suspendan o no se adapten al sistema serán arrojados a las filas de atrás o expulsados del mismo. Pero con el lenguaje renovado de la excelencia académica y de potenciar las competencias, especialmente la empresarial. Toda esta neolengua, con sabor a presunta neomodernidad importada del mundo mercantil, nos sitúa en un paradigma educativo mercantilista en el que se propone “medir” determinadas competencias para comparar y que los clientes puedan elegir el producto que mejores ventajas competitivas les ofrezca.

Este enfoque neoliberal que nos quieren introducir tiene que ver esencialmente con una orientación de la educación para preparar mano de obra para el mercado laboral donde las familias aprenden que los centros y las universidades situadas en los mejores puestos del ranking les darán más posibilidades a sus retoños de colocarse en el futuro mercado laboral y la Universidad se especializa en buscar formas de rentabilizar y patentar productos y patentes vendibles en el mercado internacional que las sitúe en lo alto de esos rankings para poder seguir obteniendo financiación externa, ante el constante recorte de los recursos públicos.

Lo que nos tenemos que replantear es si queremos una Universidad al servicio del bien común, de la sabiduría colectiva, de las necesidades sociales, del conocimiento universal y compartido, o bien al servicio de conseguir un mejor puesto en el ranking.

Otro discurso habitual suele señalar un exceso de universidades públicas en España, sugiriendo un proceso de cierres y concentración. ¿Sobran universidades?

Los discursos populistas siempre suenan cómodos. “¿Sobran políticos?”. “¿Sobran universidades?” En España tenemos 82 universidades para 47 millones de habitantes, es decir, una universidad por cada 582.000 habitantes de media, mientras que en Estados Unidos hay una universidad por cada 94.000 habitantes, en el Reino Unido una por cada 253.000 y en Alemania una por cada 223.000 habitantes. La realidad actual es que el número de universidades públicas de España es, por habitante, con Italia, el más bajo de Europa occidental, hecho que permite afirmar que en relación a éste contexto, el número de universidades públicas de España no es excesivo, sino más bien lo contrario. Sin duda, la reiteración en los medios de comunicación de mensajes similares envía un mensaje que tiende a socavar la confianza que la sociedad tiene en su universidad pública, precisamente en un momento clave, de recorte en recursos públicos, y que en el fondo está absolutamente falto de fundamento: no hay demasiadas universidades, ni demasiados universitarios.

No nos engañemos, la Universidad que están pensando y diseñando no es para los hijos e hijas de la clase obrera. Son para quienes puedan pagarse tasas de matrícula prohibitivas, residencias, desplazamiento, etc., sin trabajar. Quieren unas pocas universidades para la élite. Porque, mientras se pretende suprimir y fusionar titulaciones y campus universitarios públicos, las universidades privadas crecen simultáneamente y son aprobadas y apoyadas por estos gobiernos conservadores y neoliberales, y presionan para implantar nuevas titulaciones, ahora además on line, el nuevo negocio “mooc” que está haciendo furor.

Centrándonos ya en la universidad, los problemas en España no comienzan con Wert. ¿Debemos remitirnos a la herencia franquista, o los problemas universitarios son más recientes?

Nuestra Universidad Pública está siendo acusada por las corrientes neoliberales de ser ineficaz, cara y mediocre, cuando, muy al contrario, los estudios internacionales muestran que nuestra educación superior y productividad científica son equiparables a los de los países de la OCDE, a pesar de que la inversión supone unos recursos anuales un 20% inferiores. Y todo en las universidades públicas, que acogen el 90% del estudiantado y son responsables del 97% de la producción científica total del sistema. Es más, en tan solo tres décadas, la universidad española ha dado un gran salto adelante, cuantitativo y cualitativo, convirtiéndose en una institución socialmente abierta y académicamente homologada a nuestro entorno europeo, recuperando todo el terreno y el tiempo perdido durante el franquismo. Sus resultados en docencia, investigación y trasmisión al tejido social resisten las comparaciones, sobre todo si se relacionan con los presupuestos y recursos disponibles.

Aun así, es evidente que la universidad debe seguir mejorando y evolucionar para atender las nuevas demandas sociales que van apareciendo y dando respuesta a los auténticos problemas que tiene: ahogamiento financiero por vía del recorte en la financiación pública; relaciones entre los distintos agentes implicados basadas en intercambios mercantiles; evolución científica o académica en función de las presiones de los clientes (financiadores) derivadas del mecenazgo; privatización del conocimiento; establecimiento de relaciones de competencia entre los “operarios de la enseñanza” para la consecución de financiación para la investigación o mejora de sus estatutos de empleo; dificultad para configurar una educación superior que forme ciudadanos y ciudadanas críticos; estructuras de gobierno universitario poco participativas y democráticas, con injerencia del mundo empresarial; pérdida de la autonomía universitaria; precariedad en las condiciones de trabajo de investigadores e investigadoras, profesorado contratado de manera precaria o becarios y becarias… La discusión y la construcción colectiva de este modelo requiere un proceso abierto, participativo e inclusivo, que nazca de la propia universidad pero que abarque a la sociedad civil en su conjunto.

¿Qué persigue la actual política educativa en materia universitaria? ¿Qué efectos está teniendo ya?

Las propuestas neoliberales y de marcado tinte antidemocrático de la actual política educativa del PP propugnan reducir la educación superior a una simple mercancía y la universidad a una industria del conocimiento, donde solo tendría cabida la docencia que encajara con las exigencias de capital humano provenientes del sector privado y la investigación susceptible de ser comercializada de forma inmediata de cara a generar beneficios para la industria privada. Los efectos son claros: recorte presupuestario drástico (un 13,7% menos en cinco años, según un reciente informe de CCOO ); subida de los precios de las matrículas y bajada de las becas; recorte de plantillas y precarización laboral; amenaza a la autonomía universitaria y a los principios democráticos (pretendiendo que órganos de gobierno como el de Rector o Rectora, Decanos y Decanas, y Dirección de Departamentos no sean elegidos por la comunidad universitaria, sino por autoridades o grupos de poder ajenos a la misma).

¿Qué papel ha jugado Bolonia en todo este proceso de deterioro?

Nos la “vendieron” como la panacea de la salvación y se ha convertido en el caos de la especulación. Es necesario recordar que la motivación de la reforma de Bolonia no es ni científica ni pedagógica. Esta reforma se apoya en una razón exclusivamente económica: la necesidad de competir con los Estados Unidos también en el mercado de la educación. Por tanto, no se trata realmente de generar una sociedad del conocimiento, como dice el eslogan propagandístico de Bolonia, sino de convertir el conocimiento en mercancía. Es obvio que, si los estudiantes se redefinen como clientes, las instituciones educativas como empresas del sector de “servicios” y sus responsables como gestores, casi todo lo que hoy consideramos “la universidad” puede considerarse como un obstáculo e incluso como un negocio ruinoso. Ello nos aboca, por un lado a unas (pocas) universidades de élite que formarán a los profesionales más cualificados para los sectores tecnológicos estelares del mercado laboral, y que por ello gozarán de un “patrocinio” intenso por parte de las empresas que lideran esos mismos sectores; y, por otro lado, a la realidad de muchas (la mayoría) universidades de masas -para estudios de corto plazo-, donde se hacinará la futura mano de obra de especialización baja y media, que mantendrán una mayor dependencia de fondos públicos y que concentrarán la mayoría de los saberes de escasa demanda mercantil, es decir, esos que solemos llamar “humanidades”.

Dada la situación económica actual, ¿necesita la universidad un rescate?

Si rescatamos con el dinero de todos a los causantes de esta crisis-saqueo, si rescatamos a las constructoras de autopistas que no obtienen suficientes beneficios, cómo no vamos a rescatar un derecho básico de la población. El Estado español sólo dedica el 1,1% del PIB a la educación universitaria, mientras que Estados Unidos alcanza el 3% de su PIB y la media de la UE-15 sobrepasa el 2%. La inversión pública en el sistema universitario español se sitúa a la cola de la UE-15. Si en la Universidad de Oxford el presupuesto por alumno o alumna es de 29.000 euros, en las Universidades españolas oscila entre 3.000 y 10.000 euros. En España, de hecho, desde 2010 el presupuesto público se ha recortado en más de 1.200 millones de euros y algunas universidades como la Politécnica de Catalunya y la Complutense de Madrid acumulan deudas de 111 millones de euros y 160 millones de euros respectivamente, produciéndose una progresiva asfixia económica.

Frente a esa asfixia presupuestaria, ¿cómo debería financiarse la universidad pública?

Recortando o eliminando los presupuestos militares, de la casa “real”, de la financiación a la jerarquía católica, de los rescates a los bancos; declarando ilegales los paraísos fiscales y las sicav; legislando una fiscalidad progresiva y que grave a las grandes fortunas; etc., etc. Y destinándolo a la educación pública. Es sencillo y solo hace falta voluntad política. Simplemente legislar mediante real decreto el principio del teólogo Ignacio Ellacuría: “Nadie tiene derecho a lo superfluo mientras todos no tengan lo esencial”. Eliminando la producción de aviones y yates privados, de mansiones y coches de lujo, etc. Es decir, haciendo campañas de “riqueza 0” en vez de “pobreza 0”, estableciendo lo que entenderíamos colectivamente por riqueza y que tiene que ver con lo que plantea Ellacuría. Habría financiación suficiente para la Universidad y para el paro, y para la sanidad y para todo lo necesario para todos y todas.

Mientras tanto es urgente dotar a la universidad de autonomía financiera con financiación pública que garantice su suficiencia económica de cara a cumplir la actividad académica e investigadora de forma independiente y con libertad; aumentar la inversión pública en el sistema universitario hasta el 3% del PIB; aumentar la inversión pública en becas de hasta un mínimo del 0,25% del PIB (media OCDE); establecer becas-salario; aprobar la liquidación total de la deuda de las Comunidades Autónomas con las universidades; elaborar un Plan Plurianual de Inversiones, adecuando las infraestructuras a las funciones de la universidad y configurando un mapa universitario consensuado; eliminar la financiación de las universidades privadas con fondos públicos, y la homologación de sus títulos; y prohibir la adscripción de centros privados por parte de las universidades públicas.

El gobierno y sus afines suelen repetir que los estudios universitarios eran demasiado baratos, que el Estado asumía una parte demasiado elevada del coste real, de ahí el aumento de tasas. ¿Qué parte, según vosotros, debería pagar el estudiante?

La Universidad debe ser gratuita, como ya lo es en algunos países. Los impuestos que pagamos los ciudadanos deben servir para formar a las futuras generaciones y no para rescatar bancos y autopistas inútiles. Y la universidad no es un lujo hoy en día, es una necesidad en una sociedad del conocimiento como la actual. Todos los jóvenes deberían tener acceso a la formación universitaria sin ningún coste. Los servicios públicos, como la educación superior, sólo son accesibles en igualdad de condiciones si son universales y gratuitos. Según la Declaración Universal de los Derechos Humanos “el acceso a los estudios superiores será igual para todos”. Con el propósito, entre otros, de erradicar este tipo de discriminaciones, se establece la obligación de gratuidad de la enseñanza superior, según el Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC, art. 13, Aptdo a.16), que debe irse garantizando gradual y progresivamente por parte de los Estados.

Sois muy críticos con la búsqueda de financiación privada. ¿Rechazáis toda forma de patrocinio y mecenazgos privados?

Sí. Si alguien quiere patrocinar o hacer una donación como mecenazgo que la haga al común de todos y todas, es decir al Estado, sin ninguna contrapartida a cambio. Porque los mecenas, además de haber explotado laboral y socialmente a la clase trabajadora u obtenido sus fortunas de herencias basadas en el saqueo (nadie se hace rico honradamente, dice el dicho), parece que les tenemos que agradecer que se desgraven fiscalmente sus “obras benéficas”. La financiación no tiene que venir de donaciones, patrocinios, ni mecenazgos, sino de una fiscalidad progresiva, donde pague más el que más tiene, y la desaparición de los paraísos fiscales legalmente amparados por los gobiernos “democráticos”, así como los rescates a bancos y financieras. No necesitamos caridad de “mecenas”, exigimos justicia social.

La financiación debe ser pública, si queremos asegurar la independencia y autonomía del saber y conocimiento universitario. La autonomía científica y pedagógica de la universidad se asienta en la dependencia financiera del Estado. De manera semejante a lo que pasa con el sistema judicial, donde la independencia de los tribunales no es puesta en discusión por el hecho de ser financiados por el Estado. Una Universidad al servicio del bien común tiene que estar necesariamente financiada por lo común, porque si depende de financiaciones privadas, patrocinios y mecenazgos, estas son las que impondrán sus intereses y prioridades.

¿En qué medida se está “mercantilizando” la enseñanza universitaria?

Podemos detectar dos niveles de mercantilización. El primero se fundamenta en el tránsito de la financiación pública a la privada, forzando a la universidad a alianzas con el capital para sobrevivir. El segundo se basa en la introducción de las formas de gestión privada y mercantil en las universidades públicas, que conducen a lo que se ha denominado el “capitalismo académico”, es decir, la transformación de las instituciones públicas de educación superior de servicios públicos en sí mismos considerados, en instituciones orientadas a la generación de ingresos a partir de lo que se consideran sus funciones esenciales (educativas, investigadoras y de servicio) convirtiendo el afán de lucro en el objetivo esencial de las universidades al subordinar la formación y la investigación a la obtención de beneficio. La penetración de la lógica del beneficio se produce en toda la lógica universitaria: los rectores y las rectoras de universidad acaban desempeñando un papel similar al de los representantes de comercio, siendo valorados por su capacidad para conseguir fondos; los investigadores e investigadoras desempeñan el papel de portavoces de los intereses comerciales, inclusive en las revistas más prestigiosas, y su docencia se orienta y amolda cada vez más a la demanda de la formación que exige el mundo empresarial. Incluso el alumnado concibe y demanda la formación para poder acumular acreditaciones de cara a poder competir con mayores posibilidades de empleabilidad en ese duro mercado laboral.

¿Cómo hacer frente a la obsesión por la rentabilidad, que se aplica también al gasto público en universidad?

¿Por qué un derecho como la educación tiene que ser rentable? ¿Debe ser rentable la sanidad? ¿Y la sabiduría? ¿Y el conocimiento? Garantizar los derechos no implica rentabilidad, sino destinar el dinero público de nuestros impuestos de forma responsable y adecuada. No pueden primar los criterios económicos, sino los sociales y educativos en la formación universitaria. Se justifica y difunde la idea de que la inversión pública en los sistemas universitarios es un gasto improductivo e incluso contraproducente, lanzándola a la búsqueda y demostración, imposible en muchos saberes, de que puede producir “valor añadido” al mundo empresarial y financiero. En otras palabras, parece que la universidad tiene que estar demostrando permanentemente su utilidad para el mundo de la empresa.

¿En qué sentido debe ser “democrática” la universidad?

La autonomía universitaria es un derecho fundamental, recogido en el artículo 27.10 de la Constitución. Según el Tribunal Constitucional, la autonomía universitaria se justifica en el respeto a la libertad académica frente a las «injerencias externas». Para ello, es evidente la necesidad de construcción de todo un entramado institucional que permita el autogobierno y la autodecisión. Desde hace años, se plantea la necesidad de una reducción de los mecanismos de autogobierno democráticos afirmando que la democracia interna es una rémora para el funcionamiento “eficaz” de las universidades públicas y que por tanto es necesario reducir los mecanismos democráticos de toma de decisiones. Junto con el argumento de la simplificación y la eficacia, se han venido afirmando la necesidad de dar cabida en la universidad a la “sociedad civil”. Por supuesto, reducida a los representantes del bipartidismo político tradicional y del mundo empresarial y de las finanzas, muy alejada de los intereses del conjunto de la sociedad.

Todo este aparataje argumental se orienta a la consecución de un giro radical en el gobierno de las universidades. Las propuestas concretas han visto la luz en el “Informe de la comisión de expertos” nombrada por el ministro Wert. Se insta en primer lugar a la supresión de los máximos órganos de gobierno democráticamente elegidos por la comunidad universitaria -Consejo Social y Consejo de Gobierno-, sustituyéndolos por un nuevo órgano -llamado Consejo de la Universidad- que ejercería las funciones de gobierno, incluso la del nombramiento de un rector con poderes reforzados, acaparando un poder discrecional no sometido a control democrático alguno. Sería el encargado de nombrar al rector-gestor, aprobar los presupuestos, definir la estrategia de la universidad, controlar la gestión del rector, los decanos y los directores de centros y obtener financiación externa. Como vemos, vuelve a un modelo autoritario y jerárquico para gestionar el funcionamiento de esta nueva “empresa universitaria”.

Este nuevo Rector-Gestor, nombraría, a su vez, a los vicerrectores, secretaría general, decanos y directores de las facultades y de los departamentos. La excusa para implantar esta pirámide plutocrática y suprimir los actuales sistemas de representación y gobierno democrático interna de las universidades es, una vez más, introducir plenamente el estilo de gestión empresarial en el funcionamiento de la universidad pública. Sin embargo, el mandato constitucional de respeto a la autonomía universitaria, obligaría justamente a todo lo contrario: más democracia y participación real y plena de toda la comunidad universitaria en la gestión y funcionamiento de la institución de educación superior.

¿Y una universidad “al servicio de la sociedad”? ¿Qué significa?

La sociedad espera que la universidad sea no sólo una institución académica de calidad, sino también un agente dinamizador para la transformación social de un nuevo modelo social ético, justo, solidario y al servicio de la emancipación, la dignidad humana y la construcción de un mundo más justo y mejor para toda la sociedad. Es decir, que su actividad aporte un alto impacto cultural, social y económico que permita alimentar la reflexión de las sociedades sobre ellas mismas y especialmente sobre su modelo de desarrollo y de construcción de una sociedad mejor, más justa y democrática. La universidad, como bien público de utilidad social, se debe a la sociedad en la que se ubica y, por tanto, las universidades a la tradicional misión de creación de conocimiento básico deben añadir como eje fundamental la transferencia del mismo y su aplicación en la resolución de los problemas concretos que nos afectan como ciudadanos y ciudadanas (especialmente aquellos que presenten mayores dificultades de financiación por su escasa “rentabilidad comercial”, como por ejemplo, enfermedades que afectan a sectores excluidos), estableciendo que ese conocimiento adquirido con recursos públicos sea de dominio público y de pública disponibilidad, como parte del compromiso social de la universidad. Pero también debe involucrarse en los debates de actualidad social, aclarando los fundamentos científicos sobre los que deben basarse los problemas sociales.

Señaláis cómo las sucesivas reformas dejan de lado la docencia y la pedagogía. ¿Qué tipo de renovación pedagógica proponeis?

Se podrían señalar muchas facetas de esta necesaria, urgente e imprescindible renovación pedagógica que necesita la Universidad. Pero por apuntar algunos aspectos esenciales, lo centraría en cinco claves: primero, cambiar la concepción actual de la docencia, valorándola para que no sea vista como una carga que distrae al profesorado de la investigación. Segundo, pluralidad metodológica, entendiendo que las metodologías utilizadas sean públicas, debatidas y consensuadas con el propio alumnado. Tercero, reducción de la ratio alumnos/profesor, facilitando la formación del profesorado en métodos de pedagogía activa. Cuarto, una relación más igualitaria y dialogante entre estudiantes y profesorado, que permita el pensamiento crítico independiente o la discrepancia del alumnado. Y quinto, recuperar la dimensión social de la formación universitaria, con un compromiso social con el entorno. De nada sirve aprender, si lo que se aprende no sirve para mejorar el mundo y hacer una sociedad más justa, libre y democrática.

Más información y propuestas en el libro Qué hacemos con la universidad, así como en la web de la colección Qué hacemos, y en este blog.

La universidad pública atraviesa un momento crítico en España. Asfixiada por recortes presupuestarios, con matriculas más caras y menos becas, se encuentra amenazada por quienes intentan imponer criterios de rentabilidad económica en la docencia y la investigación. A analizar el estado de la universidad, y elaborar propuestas alternativas, se dedica el libro Qué hacemos con la universidad, obra colectiva de Enrique Díez, Adoración Guamán, Ana Jorge y Josep Ferrer. Un libro que llama a la resistencia en defensa de una universidad pública, y que propone un rescate de la educación superior. Hablamos con su coordinador, Enrique Díez Gutiérrez, profesor de la Facultad de Educación de la Universidad de León, activista e investigador.

Una vez más, aparece un informe internacional (el más reciente el PISA) que deja a la educación española en mal lugar. ¿Cómo valoráis este tipo de pruebas y sus resultados?