“Si te cuesta encontrar la paz, píntala”. Quizá fue lo que se dijo Vincent van Gogh cuando se decidió a componer cualquiera de las tres copias que existen de Dormitorio en Arlés (el primero, expuesto en el Museo van Gogh de Ámsterdam; el segundo, en el Art Institute de Chicago y el tercero, en el Museo de Orsay de París). Las pintó todas en el espacio de un año natural, entre 1888 y 1889, y en ellas se centró en reflejar su habitación y en transmitir, mediante colores cálidos, la sensación de descanso y sosiego. Lo explica la historiadora del arte Sara Rubayo, que matiza: “No es que lo diga yo, se lo contó él a su hermano Theo en una de las muchísimas cartas que le mandaba”. Le decía que había vuelto a materializar nuevas ideas y que estaba con ganas de coger el pincel y ponerse manos a la obra. “Hay que tener en cuenta”, apunta Rubayo, “que, a pesar de los problemas mentales que se sabe que pudo padecer, Vincent van Gogh no producía en las épocas en que sus afectaciones se expresaban con más contundencia”. Al contrario, “se ha convenido que sus obras están ejecutadas bajo un completo control”.
Aunque ese control, como es sabido por todos, desaparecía a menudo. Durante su vida, el pintor neerlandés fue diagnosticado de epilepsia, esquizofrenia, neurosífilis, psicopatía o trastorno bipolar —los diagnósticos se fueron afinando a medida que avanzaban la medicina y la psicología clínica—, pero, cuando pintaba, a la luz de los estudios sobre su vida y obra, estaba lúcido. “Se sabe que estaba feliz y tranquilo durante la época en que pintó Dormitorio en Arlés”, añade la historiadora del arte. En Arlés, al sur de Francia, Van Gogh encontró la luz que tanto ansiaba: no era hombre de lugares sombríos. “De hecho”, señala, “estuvo saltando de ciudad en ciudad —Bruselas, Londres, París— hasta caer en las soleadas y placenteras costas de la Provenza francesa. Allí mantendría reuniones con su amigo Paul Gauguin e incluso planearía la creación de una comunidad para artistas.
“El cuadro muestra un hogar humilde, sin espacio para muchas cosas”, observa Rubayo. Dos modestas sillas de madera, una pequeña mesita de noche, una toalla en un perchero en madera de pino —en el que cuelga el sombrero amarillo con el que aparece en algunos autorretratos—, unos cuadros colgando en las paredes, un espejo y una cama estrecha con dos almohadas. Con los colores cálidos, claros y frescos persigue, de nuevo, esa sensación de tranquilidad, paz y calma. Sin embargo, la perspectiva que elige el pintor para presentar la habitación no va en la misma dirección. “Nos puede llegar a transmitir inestabilidad, o un cierto nerviosismo”. El pintor, además, abandona las sombras creando superficies planas de clara inspiración oriental. “Encontramos, entonces, la unión de sus dos fuentes de inspiración: la tradición europea y las simplificaciones japonesas”, expone Rubayo. Para delimitar los objetos emplea líneas gruesas oscuras con las que consigue crear un mayor efecto volumétrico en los elementos presentes en la escena. De la pared cuelgan dos cuadros. Por un lado, un autorretrato suyo y, por el otro, un retrato de otra persona: “Van Gogh se autorretrataba con frecuencia porque no tenía dinero para pagar a modelos”.
Solo vendió unos pocos cuadros… y este no fue uno de ellos
Retrato del Dr. Gachet (1890), otra pintura del artista, es una de las más caras de la historia. Se vendió en subasta por 82,5 millones de dólares en 1990. Sin embargo, durante su vida, Van Gogh solo pudo vender algunos de sus cuadros, muy pocos. De hecho, aunque es cierto que Vincent nunca tuvo que vivir en la indigencia, como sí les ha pasado, a lo largo de la historia, a muchos otros genios, también lo es que no gozó nunca de una salud económica boyante. Fue su hermano Theo, con el que se carteó durante muchos años, quien lo mantuvo a flote en varias etapas de su vida. Gracias a él pudo dedicarse a pintar, pero no siempre lo que quiso: además de los autorretratos, en su obra abundan los paisajes. En ambos casos, tal y como explica Sara Rubayo más arriba en el texto, podía prescindir de modelos y, por tanto, no invertir mucho dinero en sus obras, aunque estudios recientes han demostrado que las pinturas que utilizaba eran de calidad. “De todos modos”, resuelve, “es verdad que la vida no trató demasiado bien a Van Gogh”.
En cualquier caso, “la calidad de su obra fue reconocida tras su muerte”. La influencia del pintor de Flandes en el arte del siglo XX, especialmente entre los expresionistas alemanes y fauvistas como Matisse, Derain, Vlaminck y Kess van Dongen, fue enorme. El tiro que lo mató es, todavía a día de hoy, un misterio. Pudo ser un suicidio o un accidente, y eso es algo que contribuye a agrandar el mito, como también lo agranda que, igual que Dalí, heredara el nombre de su hermano difunto, o que cortara su propia oreja con una navaja. No obstante, la grandeza de un artista de la talla de Vincent van Gogh es que, a pesar de todas las historias que rodean su nombre, el mito no supera a la obra que dejó tras de sí.