Una guitarra cambió radicalmente su destino. También el de quienes le rodeaban e incluso el nuestro. Se encontró con ella con apenas 16 años. Por sus acordes dejó aparcados los lápices y la plumilla de dibujo con los que ya había iniciado una temprana y prometedora carrera como ilustrador de tiras cómicas. Aferrado al mástil de aquella caja de madera y acariciando sus cuerdas hizo de ella su patria. Y aunque él, modesto, se empeñe en decir que “lo que hace soportable el mundo es el altruismo de algunos seres humanos que nos enseñan la bondad y la solidaridad”, sus canciones testimonian su honestidad, su inquebrantable compromiso social y también humanizan el mundo.
Durante sus tres años de servicio militar obligatorio se quitó horas de sueño para escabullirse descalzo, cada noche, por una ventana del cuartel y alejarse algún kilómetro, para no despertar a sus compañeros mientras ponía música a su sentir. Fue el inicio a escondidas de un eterno romance que, hace siete años, celebró sus bodas de oro. Tampoco se separó de aquella vieja guitarra con la hace magia con precisión cuando se embarcó en varios barcos de pesca, a fines de los años sesenta, por las costas africanas. Continuó poniéndola voz cinco años después cuando la Sudáfrica del apartheid invadió Angola y él recorrió el frente alentando con su música a los combatientes cubanos. Dio alas a sus composiciones también en América y Europa, y le aplaudió a rabiar el primer ministro Olof Palme. Visitando Chile se quedó grabada, en su retina, la imagen de una familia que vivía en la calle tratando de combatir el frío y la lluvia haciendo una hoguera para abrigarse. Fue su primera visión de la cruda realidad del continente, de aquellos niños, “mendigos de madrugada”, que retrató en su canción Santiago de Chile. Precisamente en aquella capital, tras el triunfo del Gobierno de la Unidad Popular de Allende, mientras él y sus amigos Pablo Milanés y Noel Nicola se vieron afectados por los gases lacrimógenos y la actuación desproporcionada de los carabineros contra una pacífica manifestación, sintió el deseo de cambiar cada cuerda de su cómplice compañera por un “saco de balas”. Al impulso de la rabia le ganaron la cordura y la inteligencia y, gracias a ellas y a su buen sentir, una vez más se alineó con su guitarra para cantarle a su amigo Eduardo Aute en la habitación de una clínica. Entonándole su Noche sin fin y mar, el autor de Al alba, auténtico himno en Cuba, se despertó después de 38 días en coma tras haber sufrido un infarto. Fue en 2017. Tres años después, en la última primavera, tuvo que despedirse para siempre de él y le dedicó un álbum, Para la espera, en el que homenajea a su memoria y a la de otros hermanos de corazón y de viaje por los que guarda luto.
Pero ni la edad ni las ausencias, ni siquiera haberse convertido en una de las figuras más importantes de la historia de la música y del caminar social, hacen desistir al símbolo del Movimiento de la Nueva Trova de estar cerca de quienes más lo necesitan. Fiel siempre a su compañera de palosanto, solidario y agradecido a quienes han prolongado durante más de medio siglo su voz, ha llegado a suspender algún concierto por considerar desproporcionado el precio de las entradas. Desde hace diez años también da recitales gratuitos en los barrios más desfavorecidos de La Habana, escuelas, universidades y centros penitenciarios.
Silvio Rodríguez no es sólo un trovador. Es un revolucionario. Sus canciones nacen con dolor, “por muy alegre que sea la canción, uno la sufre siempre”, pero las huellas de sus letras y acordes nos permiten interpretar y crear nuestros propios sueños a partir de los suyos.
Nació en el campo con la semilla de la libertad
El próximo noviembre cumplirá 74 años. Aún recuerda cuando Fidel Castro se presentó, por sorpresa, en su casa el día que celebraba su cincuenta aniversario para regalarle Cien Imágenes de la Revolución, un libro dedicado (“Para Silvio, amigo entrañable, hermano inolvidable”) en el que ambos salían fotografiados. Después de que el compositor le dijese que se sentía “un poco raro porque no acababa de acostumbrarse a la idea de los cincuenta”, el Comandante le contestó entre risas: “Deja que cumplas setenta para que veas lo que es raro”.
Aunque le cueste reconocerse en su edad, el poeta y trovador cubano ha dado forma a su mundo alimentado por sus recuerdos de infancia: “es el campo nutricional de todos los seres humanos. Ahí comienza todo y, posiblemente, termine todo”. Memoria intensa de niñez que le lleva a San Antonio de los Baños, un municipio del suroeste a 26 kilómetros de La Habana, un valle fértil con extensas plantaciones de tabaco “donde hay un río, en la punta de una loma”. Allí, donde “el sueño me alcanzaba para ir tan lejos como quería”, el hijo de Víctor Dagoberto y Argelia, un humilde campesino aficionado a la poesía y simpatizante de la causa socialista y una estilista que “barría con boleros y cocinaba con sones”, pese a las carencias materiales, disfrutó del sabor de la libertad con “tierra bajo las uñas, manos sin pena tocando mundo”.
A los cinco años de abrir sus observadores ojos a la vida, la familia de Silvio se trasladó a la capital, donde comenzó a recibir clases gratuitas de piano. Sin embargo, el divorcio de sus padres hizo que, mediados los años cincuenta, regresase a su pueblo natal. Embriagado para siempre por el aroma del agua de violetas, por la sabrosa cazuela de ajiaco, por recreos luminosos jugando a la quimbumbia, la música trovadoresca y bailable que escuchaba sin parar su madre se convirtió en la primera banda sonora de su vida: la Orquesta Aragón, el Trío Matamoros y Benny Moré. También le mecieron las composiciones de Beethoven, Mozart y Chaikovski que le han acompañado siempre. Y con ellas, la genialidad del transgresor Stravinski porque, como las creaciones de Silvio, nacen del principio de que “no basta con oír la música; además hay que verla”.
Con vocación de dibujante comprometido, la guitarra cambió su destino
El autor de canciones antológicas, como Ojalá, Playa Girón, Unicornio, La era está pariendo un corazón y otras más de quinientas composiciones, no volvió a la capital hasta un mes antes del triunfo de la Revolución. Tenía doce años. Se acercaba la década de los 60, la llegada del rock and roll, de las mujeres subiéndose el bajo de las faldas y dando un paso hacia adelante, de la reivindicación de los derechos civiles en EE.UU y de la Guerra Fría. Formando parte de las filas de la Asociación de Jóvenes Rebeldes, mientras sus compatriotas se dejaban crecer la barba, Silvio inició su adolescencia cautivado por los Cuentos de Onelio Jorge Cardoso, el cuentero mayor de Cuba Premio Nacional de la Paz. También comenzó a ver la vida a través de los relatos de Chéjov. Y para hacer extensivo su deleite con la lectura, herramienta de libertad, y sobre todo su temprano y firme compromiso social, fue uno de los cien mil jóvenes que se inscribieron en las brigadas de alfabetización del campo. Para el hombre que alzó su voz diciéndonos Te doy una canción, y entonándola cambió el sentir del mundo, “es importante tener memoria, no olvidar de dónde salió uno, la falta de oportunidades, de escaseces, … Uno puede tener talento, pero yo también he tenido mucha suerte”.
Una fortuna tan casual como trabajada en la que no hubo tiempo para el despiste: en aquel mundo dividido en dos polos antagónicos, con apenas quince noviembres, Silvio llegó, con tanta ilusión como caricaturas politizadas en una carpeta, al edificio Desagüe Nº 110 donde se situaba la revista satírica Mella. En aquella histórica publicación cubana desde la que, con tanta ironía como astucia, durante la dictadura de Batista se denunciaba su tiranía, comenzó a trabajar como aprendiz de historietas.
Entre lápices y planchas repletas de reflexivos trazos, donde germinaba la crítica política y la inteligencia para enmascararla, el dibujo le cautivó pero también el primer y casual encuentro con una guitarra a la que se rindió para siempre. Aferrada a su pecho y a las caricias de las yemas de sus dedos, la de seis cuerdas extendió su ser y verbalizó su sueño ligado siempre a la revolución cubana: “El mundo de entonces era distinto al de hoy. Había que hacerse mitad lo que uno fuera y mitad soldado. En Cuba ha habido muchos absurdos. Se quisieron quemar etapas. Se pensaba que se podía llegar a ese estado ideal comunista. Se pensó que el Estado podía asumir la complejidad de trabajo y estructura de nación, pero la realidad nos dijo que no era posible. Fue por esa política errónea que se tuvo en el año sesenta y ocho, que consistió en quitar la cosa privada desde los niveles más ínfimos”.
No obstante, esperanzado, “creo que el pueblo debe tener más participación en las grandes decisiones”, pero “a veces no tan optimista como aparento”, con callos de trabajador en las manos, “prestando todavía atención a todo lo que me asombra porque es triste cuando eso que uno trae de la infancia se apaga o las circunstancias te lo esfuman”, el cantautor insiste en que “todos los sistemas tienen fisuras; ninguno es perfecto y, por supuesto, el nuestro tampoco. Pero también todos los sistemas tienen cosas que son valiosas y el nuestro también. Así es que de lo que se trata es de preservar lo bueno que tenemos y enriquecerlo, y olvidarnos de lo que no sirve”.
Su admiración por los Beatles le condujo al exilio
Humilde: “Nunca se me ocurrió que yo pudiera interpretar mis canciones, lo hice para escucharlas porque no tenía otra forma de reproducirlas”. Afectuoso: “Amiga María, desde el otro lado del charco a España se la ve entrañablemente”. Derrochando inteligencia emocional: “Nunca he querido ser una estrella. Cantar por cantar, componer por componer, son cosas que nunca he entendido”. Así se muestra el hombre que nunca pensó en dedicarse a la música y mucho menos en trascender las fronteras de su país. Sin embargo, afianzar su valiente romance con la guitarra durante su tiempo en los cuarteles le llevó, al día siguiente de salir de filas, en junio de 1967, a debutar en televisión.
Apenas un año después, ya participaba en conciertos junto a artistas como Pablo Milanés, fundando la Nueva Trova Cubana: “Veníamos a romper esquemas, como siempre hacen los jóvenes, pero lo cierto es que, hasta entonces, no habíamos compuesto ninguna canción protesta”. Algunos de sus temas nacieron, surcando el océano Atlántico y las costas africanas, enrolado en barcos pesqueros, durante cinco meses de exilio entre 1969 y 1970: haber manifestado su admiración por los Beatles en la pequeña pantalla, “¡quién fuera Lennon y McCartney!”, le supuso un fulminante despido. Desembarcado no dejó de cantar pero el éxito rotundo y siempre inesperado, le llegó rozando la década de los ochenta: “fue fortísimo, vas a otro país y no esperas que la gente sepa tus canciones, eso da un poco de susto”. En 1978 había grabado, en España, Al final de este viaje. Si aquel segundo álbum supuso el triunfo de su carrera, también fue revelador termómetro de los nuevos aires de libertad que los españoles comenzábamos a respirar superado el franquismo. Tres años antes, el Régimen había censurado su debut con su primer LP Días y flores. Aquel segundo Viaje le llevó también a actuar por primera vez en EE.UU junto a Pete Seeger. Tendrían que pasar otros treinta años de exclusión para que el Artista UNESCO por la Paz y doctor Honoris Causa por las principales universidades latinas pudiera volver a pisar escenarios norteamericanos. También hubo un tiempo en que sus composiciones estuvieron prohibidas en gran parte de Latinoamérica. Escuchar o tararear sus canciones podía costarte la vida. Ahora, superada la censura, acaricia de nuevo nuestros oídos e impulsa nuestro espíritu con Para la espera, su último trabajo. Mientras, nos apunta que ahora le canta “al espíritu de resistencia: ojalá, después, nos espere la vida, el mejoramiento humano y, ojalá, nos espere un mundo en que se gaste más en salud, en curar a la gente que en matarla”.
Fiel a sus deseos de juventud que le llevaron a creer que “la poesía podía salvar al mundo” y, por eso, no ha dejado de hacerla y cantarla, Silvio Rodríguez, dibujante, poeta y trovador, despide desde su PlayList regalándonos versos de José Martí: “Cultivo una rosa blanca en junio, como en enero, para el amigo sincero que me da su mano franca. Y para el cruel que me arranca el corazón con que vivo, cardo ni ortiga cultivo. Cultivo una rosa blanca”.
Agradeciendo la bendita casualidad que llevó al hombre que continúa “soñando con travesuras” a encontrarse con la guitarra, le dejamos en su casa de la isla grande caribeña para que no deje de darnos canciones en estos días confusos y grises de pandemia en los que le deseamos salud y, mirando al cielo, pedimos que si no sale el sol, salga su rostro.