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¿QUÉ ES...?

El no-lugar, o cómo las ciudades carecen de identidad

Si, como se suele decir, los lugares son las personas que los habitan, los no-lugares deberían ser las no-personas que los habitan o, quizás, los lugares que no habitan las personas. Sea como fuere, y más allá del trabalenguas, quien acuñó el término en 1992 fue el antropólogo francés Marc Augé y de él explicó algo así como que un “no-lugar es un espacio intercambiable donde el ser humano permanece en el anonimato”.

Dentro de esos sitios de los que, por cierto, una ciudad como Madrid está repleta, las personas nos relacionamos más bien por cuestiones de consumo —de compraventa— y difícilmente establecemos lazos afectivos. Según especifica el propio Augé, si una cara de la moneda es el hogar tradicional —donde los individuos viven, confraternizan, aman, odian y, en definitiva, tienen una identidad—, la otra son los no-lugares, espacios vacíos de significado emocional e identitario. Los centros comerciales, las estaciones de tren, los aeropuertos y el propio Metro son algunas de las localizaciones que cualquier ciudadano visita con frecuencia y en las que, habitualmente, no ejerce más papel que el de usuario. Todas ellas, por tanto, encajan en esa definición de “no-lugar”, pero... ¿es posible humanizarlas?

Es una pregunta cuya respuesta deberían compartir antropólogos, sociólogos, arquitectos y expertos en urbanismo. En este caso, Antonio Torres, arquitecto en el despacho de Rafael Moneo, afirma que sí, que esa transición ya se ha producido en varios ámbitos. “Solo hay que pensar en las oficinas, en nuestros puestos de trabajo”, aclara. “Las oficinas de los años 80s eran cubículos o mesas separadas, donde los empleados iban a trabajar como autómatas y donde era muy difícil establecer relaciones entre los compañeros”.

Sin embargo, hoy por hoy las empresas se han dado cuenta de que “creando un espacio agradable donde apetezca quedarse”, fomentando la confianza entre los compañeros y generando lazos entre el propio espacio y el trabajador, los resultados son mejores. Es el ejemplo perfecto de un no-lugar que se ha convertido en un lugar y que ha mejorado la vida de quienes lo ocupaban. Ha sido clave, entonces, que al ritmo que han ido cambiando las necesidades de las empresas, la arquitectura haya sabido modificar la estructura de las oficinas. No hubiera sido posible un cambio sin el otro.

“Un ejemplo parecido”, señala Torres, “es el de los centros comerciales”. La transición de un no-lugar a un lugar también puede ser generacional. “Los adultos de hoy no entendíamos los centros comerciales como un sitio de ocio o de encuentro”, apunta el arquitecto: “Para nosotros eran simplemente espacios de compra y de consumo”. En cambio, las generaciones más jóvenes los han provisto de identidad, “se sienten cómodos relacionándose dentro de ellos”. No es difícil encontrar, en la actualidad, grupos de adolescentes que en lugar de ubicar su ocio en las calles de los cascos históricos o en entornos abiertos, prefieran la comodidad del centro comercial, donde encuentran una variada oferta recreativa. En este caso, los expertos señalan que la necesidad constante de recibir nuevos estímulos que tienen los nativos digitales es la que los ha llevado a transformar un no-lugar –como hasta ahora era el centro comercial– en un lugar.

El peligro del anonimato

Pero, ¿no otorga el anonimato una cierta comodidad? Antonio Torres recuerda el libro El no-lugar. Una antropología de la sobremodernidad, en el que Marc Augé definía el concepto. “Es cierto que en el anonimato que da el supermercado”, reflexiona, “donde solo hay que comunicarse para llevar a cabo una transacción comercial, es fácil sentirse cómodo”. Pasar tiempo en un no-lugar permite a los individuos evitar someterse al “desenmascaramiento de su identidad” que ejercen el resto de personas con él, tal y como apunta el propio Augé. Sin embargo, no solo las grandes superficies pueden constituir no-lugares, sino que también las propias calles pueden serlo. “Hay que tener en cuenta que es un concepto flexible”, desliza Torres: “Donde yo veo un lugar, porque en él he creado lazos con el espacio y con la gente, puede que tú no lo veas en absoluto”.

“Piensa en una estación de Metro”, propone. “Un usuario común se monta en el tren, llega a su destino y baja”. Lo más probable es que no haya hablado con nadie durante el trayecto, como máximo habrá escuchado “la megafonía que avisa de cada parada”. Nada más. Para el resto de los pasajeros, es un usuario sin identidad, imposible generar sentimientos hacia él. “Piensa ahora”, sorprende, “en un músico que toca y canta cada tarde a la misma hora en un rincón de la estación”. En ese caso, el propio músico le da identidad al espacio y los usuarios del Metro pueden desarrollar algún tipo de lazo emocional con él.

Con todo, si en algo hay acuerdo es que efectivamente los lugares –y los no-lugares– son las personas que los habitan y los frecuentan, aunque también las relaciones que se generan en ellos. Queda claro, al mismo tiempo, que la tendencia se encamina a humanizar esos no-lugares y, en la medida de lo posible, convertirlos en lugares. Al fin y al cabo, todo el mundo se siente más cómodo en una oficina de Silicon Valley que en una gris de los años 80. A todo el mundo le gusta –salvo un lunes a las 8 de la mañana– un buen cantautor en el Metro.