Hay siete años en la vida de William Shakespeare que constituyen, casi con total seguridad, el mayor misterio de toda la historia de la Literatura universal. “No hay vacío más tentador”, apunta Bill Bryson en su Shakespeare: el mundo como escenario. Entre 1585 y 1592, un chaval de 21 años, todavía absolutamente anónimo, deja Stratford-upon-avon y marcha no se sabe a dónde, ni con qué propósito, ni a santo de qué. “Son los años en los que menos nos interesa perderlo”, continúa Bryson. Es justo en ese período cuando Shakespeare pasa de ser el hijo de un comerciante de guantes en una ciudad de provincias a un dramaturgo nada menos que en la gran Londres de la época. “Lo que ocurrió durante esos años es un misterio”, sonríe Dámaso López García, catedrático de Filología Inglesa en la Universidad Complutense de Madrid (UCM), “como casi todo en la figura de Shakespeare”, de cuya vida, incluso una vez hubo obtenido algo de popularidad en la capital británica, apenas hay datos. Sin embargo, existen algunas escenas de las que se tiene constancia y, a la vez, alguna documentación que permite dibujar, de forma somera, el perfil de un joven William que abandonó su hogar para probar suerte “en la ciudad de los prodigios”.
Así denomina a la Londres del siglo XVI el propio Dámaso López. “En cambio, hay que imaginarse al Stratford-upon-avon donde nació y creció Shakespeare como un centro comarcal de comercio donde su familia y vecinos trataban, simplemente, de ganarse la vida”. A fin de cuentas, continúa, “era un pueblo de 2000 habitantes”. Nada que ver con lo que encontró en Londres, una ciudad moderna, con una población con más de 150000 ciudadanos, con tertulias, personas de distintas etnias y mucha farándula. “Aunque es muy probable que un pequeño William ya se hubiera podido familiarizar con el teatro en su Stratford natal”, explica López. Era habitual que compañías ambulantes visitaran las ciudades y pueblos de provincias para entretener a mayores y a niños y, tal y como apunta Bill Bryson en su biografía, existe la posibilidad de que el autor de Lady Macbeth hubiera recitado sus primeros versos sobre un escenario con alguno de esos grupos, aunque no existen pruebas de ello. “Lo que sí sabemos”, completa el profesor, “es que Shakespeare estudió en la Grammar School de Stratford y que en ella aprendió, sobre todo, latín”.
Y eso es algo que choca frontalmente con la burla tradicional que popularizó el también dramaturgo Ben Jonson, que decía que Shakespeare tenía un “small latin and less greek” (“poco latín y menos griego”), en referencia a su nula formación universitaria. Y, en efecto, no fue a la universidad. “Pero no cabe duda de que aprovechó mejor que nadie los conocimientos que sí tenía”, subraya Dámaso López, “también los de las lenguas clásicas que aprendió en la escuela”. Y, ¿en cuanto a los rumores que siembran la duda acerca de una posible falsa autoría Shakespeare? “No hay ninguna evidencia para pensar que él no escribió sus obras o que Shakespeare fuera el seudónimo de alguien más poderoso que quisiera mantener su anonimato”, señala el profesor. Como todo en esta historia, el misterio adereza un relato que muchos han tratado de desentrañar y que, fuera de toda duda y hasta que se demuestre lo contrario —algo absolutamente improbable a ojos de Dámaso López—, mantiene a William Shakespeare como el gran dramaturgo de todos los tiempos.
884647 palabras y solo 14 de su puño y letra
“William Shakespeare no podría haber elegido un momento más propicio para hacerse adulto”, escribe Bill Bryson. Hay que visualizar a un Shakespeare de poco más de 20 años llegando a Londres a finales de la década de 1580. No se sabe cómo penetró en la escena teatral, pero se sabe que lo hizo. Tampoco se sabe cómo consiguió su primer trabajo ni cuáles eran las conversaciones con sus colegas y conocidos, pero sí se sabe cómo era el Londres en el que se movía, al parecer, como pez en el agua. “Los teatros tenían que establecerse en suburbios, zonas extramuros libres de las leyes y regulaciones de la City”. Así define Bryson el ambiente en el que permanecía instalada la farándula londinense, que compartía espacio con “burdeles, prisiones, arsenales, cementerios no consagrados, manicomios y talleres que se dedicaban a actividades pestilentes”. Y cuando Bryson las tacha de pestilentes, tenían que serlo de veras. En las naves y locales situados en esas calles –quizás sombrías y húmedas– se fabricaban jabones, tinturas y curtiembres, para lo cual empleaban huesos, grasas y heces animales. Así de crudo. “No había manera de ir a una sala teatral”, completa el biógrafo, “sin atravesar una nube de olor por el camino”.
Ahí estaba él. Atractivo, apuesto, con la barba recortada y expresión confiada. Eso si uno se fía del retrato de Chandos, el único que se habría conservado de Shakespeare, aunque, de nuevo y como todo lo que rodea la vida del dramaturgo, ofrece pocas o ninguna garantía de guardar algún parecido con la realidad. En el retrato, de un hombre algo más maduro que ese de 20 años que se mueve por las pestilentes calles del extrarradio de Londres, Shakespeare lleva incluso un pendiente. Y eso, en el siglo XVI, “significaba lo mismo que ahora”, tal y como afirma la doctora Tanya Cooper –de la National Portrait Gallery de Londres en el libro de Bryson–, “que su portador era una persona más atenta a la moda que el común de los mortales”. Con todo, ese tuvo que ser Shakespeare, un moderno más de todos los que hubo en la capital británica en su mismo tiempo y que, a pesar de que obtuvo un cierto éxito en vida, no puede considerarse que fuera una celebridad. Sin embargo, al mismo tiempo, y esto es una obviedad, no fue como todos. No fue uno más. Fue único.
De Shakespeare quedan escritas un total de 884647 palabras, distribuidas en 31959 parlamentos y 118406 versos, tal y como enumera Bryson. Sin embargo, solo 14 de todas ellas están escritas de su puño y letra y seis son, simplemente, firmas. Tal desnivel se antoja casi una metáfora de lo que representa su figura. Sabemos mucho de William Shakespeare y, a la vez, muy poco. Sabemos que tuvo una esposa e hijos, pero no tenemos clara su sexualidad. Sabemos que pasaron siete años entre su marcha de Stratford-upon-Avon y sus primeras aventuras contrastadas en Londres, pero no sabemos qué hizo durante todo ese tiempo. Sabemos que dominaba la Historia de la que hablaba en sus textos, pero no sabemos cuáles fueron sus lecturas ni sus preocupaciones. Sabemos, en definitiva, que fue un genio, pero no sabemos quién fue ese genio.