Íbamos a pasar un día juntos. Algo tan sencillo, común y corriente. Quedar, verse, hablar y una buena comida. Lo habíamos planeado con entusiasmo y mucha ilusión. Somos amigos desde hace mucho, pero nuestras respectivas discapacidades, entre otras cuestiones, dificultan vernos. Jorge tiene una silla de ruedas nueva. La de ahora es más autónoma y ligera. Gracias a ella, no necesita la parafernalia de antes para salir de su municipio, Puerto Serrano, en Cádiz.
Hace varias semanas nos propusimos vernos en mi ciudad, Sevilla. Él podía tomar el autobús interurbano para ir y volver. Nuestro encuentro postpandémico. Hablar en vivo y en directo. En persona, que decimos. Degustar algún rico almuerzo en un bonito restaurante, después un café con pastelitos, en fin, lo que sea por contribuir con la hostelería, mientras nos contamos lo sufrido y disfrutado en los últimos años. Sí, años sin vernos. Lo que para cualquiera es algo cotidiano, para algunas personas con discapacidad se convierte en hazaña. ¡Qué digo! En odisea. O en falta de vida.
Yo quería enseñarle mi nuevo estudio. Él quería contarme sus actuales proyectos. Yo me encargaba de buscar un lugar diferente para almorzar. Un local accesible para su silla y en el que ambos pudiéramos manejarnos con autonomía. Días antes me aseguré de que los dos pudiéramos llegar hasta el sitio. Reconocer el entorno, averiguar qué otros establecimientos había por la zona para tomar el café. Despejadas las incertidumbres acerca de posibles obstáculos o barreras, ya solo restaba que llegara el día.
Amaneció una mañana fría. Mi amigo debía subirse al bus a las ocho y media de la mañana. Llegaría en torno a las diez y media. Sobre las nueve menos cuarto esperaba recibir algún mensaje comunicando que todo marchaba según lo previsto. Silencio en mi WhatsApp. Calma chicha. Bueno, algún retrasillo sin importancia, presumí. Jorge había comunicado con cuatro días de antelación a la compañía de transporte que iba a necesitar la rampa elevadora. ¿Qué podía salir mal?
Suena la campanita de Whatsapp. Mi amigo me avisa de que lleva veinte minutos en la parada sin subir al bus. La rampa no funciona. ¿Cómo? Que no funciona. ¿Nadie se ocupa de revisar el mecanismo para asegurarse de que presta el servicio? Me pregunto yo, en pijama en casa, sin dar crédito a lo que leo. Mi ropa a los pies de la cama, esperando a que me la enfunde a la hora prevista. Me imagino a mi amigo, sofocado y nervioso. Frustrado. No es algo nuevo para él. Desgraciadamente esto pasa en cualquier momento. De hecho, lleva pasando años. Al final, lo que me temía; me dice que no se ha podido subir al bus. Imagino el vehículo discurriendo por la carretera. Vacío o casi a esa hora de la mañana. Imagino la impotencia del conductor. Siento yo misma la impotencia de no poder hacer nada. Mi amigo se vuelve a casa. Yo me quedo en pijama. En unas horas llamaré al restaurante para anular la reserva. Nos ha surgido un percance, me oigo decir a mí misma. Anule la reserva de Nuria del Saz para dos, por favor, de hoy a las dos de la tarde. No habrá almuerzo. No hay contarnos nuestros proyectos. No hay encuentro de amigos. Sin accesibilidad no hay vida.
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