Recuerdo la primera vez que vi a un negro, fuera de las películas. Yo tendría unos 10 años y estaba en el recreo de mi colegio, dando vueltas al edificio con compañeros. De la esquina salieron un par de chicos mayores a los que ya conocía acompañados de un negro. Claro, me sorprendí. “¡Un negro!”, dije. El chico en cuestión me lanzó una mirada que decía “éste es tonto”. Pero al instante también se transformó en sorpresa: “Anda, el racista no tiene brazos”, debió de pensar. Un encuentro como el del humano y el extraterrestre en Enemigo mío.
Otro ejemplo, más cercano en el tiempo. La primera vez que uno de mis compañeros de trabajo me vio se dio un trompazo. Subía corriendo unas escaleras y me vio arriba, hablando con otra compañera. Tan alucinado se quedó que tropezó y acabó subiendo las escaleras a cuatro patas.
Lo diferente nos sorprende. Lo diferente nos pone en alerta, nos causa rechazo. Es pura biología. Si nuestros antepasados no hubieran sentido un inicial recelo ante cualquier humano que no fuera de su tribu o cualquier animal que se acercase, hoy no estaría escribiendo esto.
Pero lo diferente es parte de la realidad. Y cuanto antes nos acostumbremos, mejor. Hoy no nos extraña ver inmigrantes por la calle, en el tranvía, en el cine. También deja de sorprender una pareja homosexual o una madre soltera. El nivel de progreso de una sociedad se puede medir en la forma en que abraza al diferente. Ser ateo en Irán, capitalista en Cuba, comunista en Nueva York, homosexual en Rusia, albino en Tanzania… O retrón en casi cualquier lugar.
En este post decía que España había avanzado mucho. Creo que parte de este avance se ha logrado en la escuela. El niño que va a clase todos los días con un chico en silla de ruedas, una ciega o un chaval con síndrome de Down verá la discapacidad con naturalidad; podrá, hasta cierto punto, ponerse en la piel del retrón y, si tiene la oportunidad, impulsar mejoras para el colectivo.
Hace unos días recordábamos con unos amigos a los retrones que pasaron por nuestro colegio. Una chica del grupo, que nos conoció hace un par de años, se asombraba de la naturalidad e irreverencia con que hablábamos de ellos. En su colegio no había retrones y yo soy el primero con el que tiene relación.
Me pregunto cuántas de las personas que hoy están en cargos de responsabilidad y tienen capacidad de influencia (políticos, directores de medios, empresarios..) han compartido pupitre con un retrón. Pocas, seguro…
Del mismo modo que los hijos de chinos o marroquíes ya no causan recelo, quiero pensar que las siguientes generaciones no tropezarán al ver un tipo sin brazos ni se sentirán incómodas al hablar con un ciego.
Recuerdo la primera vez que vi a un negro, fuera de las películas. Yo tendría unos 10 años y estaba en el recreo de mi colegio, dando vueltas al edificio con compañeros. De la esquina salieron un par de chicos mayores a los que ya conocía acompañados de un negro. Claro, me sorprendí. “¡Un negro!”, dije. El chico en cuestión me lanzó una mirada que decía “éste es tonto”. Pero al instante también se transformó en sorpresa: “Anda, el racista no tiene brazos”, debió de pensar. Un encuentro como el del humano y el extraterrestre en Enemigo mío.
Otro ejemplo, más cercano en el tiempo. La primera vez que uno de mis compañeros de trabajo me vio se dio un trompazo. Subía corriendo unas escaleras y me vio arriba, hablando con otra compañera. Tan alucinado se quedó que tropezó y acabó subiendo las escaleras a cuatro patas.