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Minusválido o diverso funcional: Mis conclusiones

Esta semana, sigo innovando en mis formatos de artículo (como dice la famosa frase, “no puedo parar de crear”), y presento hoy unas conclusiones personales respecto del interesante debate que tuvimos la semana pasada al hilo de mi post “La implausibilidad de la estrategia de los sustantivos bondadosos”.

Las conclusiones parten de contribuciones de muchos de los lectores que comentaron en el mencionado post, pasadas por el tamiz de mi cerebro y digeridas por mi particular sistema de reflexión. Agradezco a todos los que contribuyeron, pero no os nombraré a todos, ya que sería muy poco ágil. Además, todo el debate es público, así que cualquiera que esté interesado puede revisarlo e investigar el origen de todas las ideas.

Con esto, quiero poner un poco de orden en mis pensamientos, pero también pretendo, aunque eso es más indirecto e improbable, ayudar a poner en orden las ideas de los que me leisteis y hablasteis conmigo en los comentarios la semana pasada. Los recién llegados podéis empezar por el post anterior, pero también podéis leer sólo éste, ya que intentaré que sea autocontenido.

¿Por qué me tomo este trabajo aún a riesgo de ser repetitivo? Porque considero que el tema es importante, no sólo en el mundo de la discapacidad sino prácticamente en cualquier debate político y social, y considero que es importante simplemente por la cantidad de esfuerzo humano que se dedica al mismo.

El tema en cuestión se refiere a la pertinaz insistencia por parte de muchas personas y fuerzas vivas multipersonales en que se modifique el vocabulario que se utiliza en público para referirse a determinados fenómenos, y especialmente a determinados colectivos, así como el modo de hablar en general.

En la mente del lector (y de la lectora), seguramente está el desdoblamiento del masculino genérico que a todos (y todas) tan naturalmente nos sale ya, las variantes de “gay”, “homosexual” o “maricón”, o los infinitos modos de llamar a las personas de color negro subsahariano.

Pero este blog tiene su minoría preferida: la de los minusválidos discapacitados dependientes de movilidad reducida. Así que permitidme que hable de ellos (de nosotros) en particular y a modo de ejemplo, pero sin olvidar que mucho de lo que diga puede aplicarse a otros casos como los mencionados.

Como hice en el post del que éste nace, me centraré aún más (o al menos lo tendré en la mente mientras escribo) en un ejemplo representativo del fenómeno que nos interesa, protagonizado en gran medida por uno de los movimientos de retrones de los que más he aprendido y con los cuales en mayor medida coincido, el denominado Foro de Vida Independiente y Divertad (FVID). Desde allí, y como se puede comprobar en su web, se insiste mucho en que no se llame a la retronez “minusvalía”, “discapacidad”, “invalidez” o “condición de tullido”, sino “diversidad funcional”; de modo que un retrón viene a ser un “diverso funcional”.

He realizado un esfuerzo importante para analizar el problema, un esfuerzo que he intentado que sea honesto, que haga justicia a las diferentes posturas, y que espero que apreciéis incluso aquellos que no estáis de acuerdo conmigo. El resultado de este esfuerzo se condensa en un largo documento que pongo a vuestra disposición en este enlace y cuyas conclusiones me limito a esbozar brevemente aquí:

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El uso de palabras distintas a las más habituales para denominar a un colectivo, incluso el uso de palabras inventadas (como “retrón”) puede ser útil como instrumento argumental o para llamar la atención. La insistencia en que los demás la usen es un tema bastante distinto.

Si se argumenta que los demás deben usarla para no herir los sentimientos de ciertos miembros del colectivo, rápidamente se cae en la imposibilidad del debate, ya que diferentes palabras hieren los sentimientos de diferentes personas, de modo que ninguna palabra puede ser usada, y entonces no podemos hablar. Si se argumenta que los demás deben usar la palabra propuesta porque esto contribuye significativamente a avanzar los derechos del colectivo, hay que intentar demostrar que esta afirmación es de hecho cierta.

La manera más contundente de demostrar que algo es cierto o factible es proporcionar un ejemplo bien documentado de que eso, o algo muy similar, ha ocurrido antes. A falta de un ejemplo, lo máximo que se puede hacer es proporcionar argumentos de plausibilidad que apunten a que, quizás, lo que defendemos sea cierto. O quizás no.

La verdad es que existen varios argumentos de plausibilidad que apoyan la afirmación de que un cambio en las palabras podría tener una cierta influencia en la mejora de los derechos de un colectivo: Que el lenguaje es importante en el desarrollo de la personalidad y el pensamiento, que algunas personas en puestos de poder podrían promover medidas injustas si son influidos por vocablos que (para estas personas concretas) tengan connotaciones negativas, o incluso que palabras imprecisas pueden producir razonamientos erróneos y éstos a su vez ser causa, de nuevo, de medidas discriminatorias.

Todos estos argumentos de plausibilidad están muy bien, pero, a falta de un ejemplo en el cual de hecho las palabras hayan contribuido signficativamente a un cambio en derechos, no es posible predecir si la influencia del lenguaje en las conquistas sociales es altísima, alta, media, baja o bajísima. Tampoco es fácil saber si sus efectos se notarían en un mes o en veinte años.

No quiero exagerar, porque sí pienso que el lenguaje tiene un (pequeño y lento) efecto en nuestras políticas y en nuestras cosmovisiones, pero, basándonos sólo en estos argumentos de plausibilidad, podríamos estar ante un caso similar al que se describe en un reciente artículo de Rafael Reig:

Vuelve también el pensamiento mágico, donde la causa y el efecto sólo se concatenan por superstición: cojámonos de las manos en pelotas cortando una calle de Luxemburgo para acabar con el hambre en África, pongamos por caso.

En contraposición, la insistencia en el cambio de lenguaje tiene una serie de costes y efectos negativos que, a diferencia de sus posibles ventajas, no han de ser justificados con argumentos de plausibilidad, sino que pueden ser demostrados con ejemplos concretos.

El coste en tiempo y esfuerzo humanos que una campaña de este tipo implica son obvios si miramos las webs de los amigos del Foro de Vida Independiente y Divertad (FVID), o los ríos de tinta que se han escrito sobre el más popular desdoblamiento del masculino genérico y genérica.

También hay muchos ejemplos de que el estado, así como otros depositarios del poder económico y político, pueden optar por un cambio en el vocabulario en vez de solucionar los problemas materiales de un colectivo, dado que lo primero es mucho más barato que lo segundo. En este post pongo un par de ejemplos, pero hay muchos más.

A nivel del colectivo que lucha, se corre el riesgo de que ciertas personas que coinciden con los objetivos materiales del grupo no vean la importancia del cambio de lenguaje, perciban así que el grupo “pierde su tiempo” en “asuntos irrelevantes”, o incluso que se les insinúa que están haciendo algo “malo” o “incoherente”, usando un lenguaje “negativo” sobre sí mismos, que viven en contradicción, que quizás aún no se han aceptado como son. Por todo esto, es muy lógico que estas personas se autoexcluyan del colectivo, con la consiguiente pérdida de activos humanos útiles. De esto también hay muchos ejemplos. Yo mismo soy uno, y en los comentarios de mi post podemos encontrar unos cuantos más.

Si tenemos una posible estrategia que quizás haga algo de bien, pero no estamos seguros, porque nunca hemos visto un ejemplo evidente, y ni siquiera sabemos cuánto bien hará o cuánto tiempo tardará en hacerlo, a la vez que sí sabemos (porque tenemos ejemplos reales) que tiene un coste no desdeñable, que puede ser usada en nuestra contra por la administración, y que conduce a la división del colectivo, ¿no resulta obvio que es una mala estrategia? ¿No resulta obvio que hay que desecharla en favor de otras que sepamos que vayan a producir un bien más directo e inmediato y no tengan tantos efectos negativos?

Como decimos en el resumen de este blog, ¿no es mejor “hacer énfasis en que nos importa más que nos den lo que nos deben que el nombre con el que nos llamen”?

Esta semana, sigo innovando en mis formatos de artículo (como dice la famosa frase, “no puedo parar de crear”), y presento hoy unas conclusiones personales respecto del interesante debate que tuvimos la semana pasada al hilo de mi post “La implausibilidad de la estrategia de los sustantivos bondadosos”.

Las conclusiones parten de contribuciones de muchos de los lectores que comentaron en el mencionado post, pasadas por el tamiz de mi cerebro y digeridas por mi particular sistema de reflexión. Agradezco a todos los que contribuyeron, pero no os nombraré a todos, ya que sería muy poco ágil. Además, todo el debate es público, así que cualquiera que esté interesado puede revisarlo e investigar el origen de todas las ideas.