El insomnio provocado por esta ola de calor -imaginen en Sevilla- me hizo darle vueltas a todo tipo de cosas. Entre otras pensé en el cambio climático, la desaparición misteriosa de los 60.000 millones de euros del Banco de España, a qué huelen las nubes… Y en una de esas, aparecieron mis miedos. En concreto, mi miedo a no caminar en un futuro. Sí, sé que la teoría y los manuales de autoayuda hablan de imaginar playas paradisíacas e imágenes de gatetes o perros antes de dormir; pero ayer no fue posible.
Y mi imaginación y mis temores me trasladaron a una realidad que es la de mucha gente. Comencé a imaginar cómo sería salir a la calle en silla sin depender de nadie. Recorrí en mi mente las calles de mi barrio y la falta de rampas y accesos que existen. Lo sé porque muchas veces me he tropezado, o se me ha caído el carro de la compra, o me he caído con la bici. La falta de accesibilidad nos incordia a todos, pero a algunos les impide llevar una vida normal y digna. Pensé en el tiempo que me llevaría ir al super a comprar y ¡me di cuenta de que tampoco tenía rampa! No podría ir a comprar mi helado favorito en plena ola de calor. Cada vez me iba angustiando más y más, como si sintiera una presión que me impidiera respirar. ¿Hasta dónde podría llegar sin dificultad?, ¿tendría que estar pidiendo siempre ayuda?, ¿tendría algún momento para ser libre e independiente? Me agobié tanto que terminé pensando en gatetes y playas del Caribe.
Todos los lugares, ya sean públicos o privados, deberían cumplir la normativa de accesibilidad en personas con diversidad funcional. De no ser así, deberían estar cerradas por ley. Estos lugares están discriminando a una parte de la sociedad sólo por no haber nacido o crecido bípedos. No se trata de personas que hayan cometido ningún delito, ni de personas que escuchen a Alex Ubago -festival del humor-, sino de personas que por sus circunstancias necesitan una silla para desplazarse. Pero el tránsito no sólo se dificulta para este colectivo, sino también para las personas invidentes, ancianos, carritos de bebé o de la compra (por citar sólo algunas). Las personas diversas con movilidad reducida tienen los mismos derechos que el resto de ciudadanos. Miento. Deberían tenerlos. Una ciudad, un lugar con accesibilidad es un lugar que no deja a nadie atrás, que entiende lo que puede sentir alguien que se encuentra encerrado en su casa desposeído de una vida digna. Hay gente que en este país vive encarcelada porque no tiene accesibilidad en sus propios edificios ni figura de asistente personal como derecho universal, algo que el Foro de Vida Independiente llega exigiendo desde hace tiempo.
Un mundo accesible es positivo para todos los ciudadanos. No sólo para los retrones; también para los ancianos o los padres-madres con niños pequeños. Como comenta Raúl Gay en este antiguo post del blog: “Los arquitectos deberían diseñar casas con una pierna escayolada”. Yo añadiría que con las dos piernas y un carrito de la compra.
Quizá así, entenderían las dificultades del mundo retronil.
La arquitectura en general sólo piensa en lugares para producir, consumir y circular. No es una arquitectura sostenible e inteligente que ponga en primer lugar la comodidad de las personas. Las ciudades deberían tener en cuenta la heterogeneidad de sus ciudadanos y su diversidad. Las aceras y las viviendas se construyen para personas sanas sin hijos y de clase media-alta. Especialmente para hombres cachas sin problemas de movilidad y sin hijos y carritos de los que tirar calle arriba calle abajo.
La accesibilidad no es sólo una cuestión de personas con diversidad funcional; es una cuestión de convivencia y de repensar la manera en la que vivimos en la urbe. Una perspectiva de género unida a una mirada por la vida independiente de las personas con discapacidad son necesarias para mejorar nuestras vidas. Aquí, este pequeño retrón cuenta su experiencia y dice: “si aceptamos la diversidad podemos vivir en un mundo mucho más lindo”.
El insomnio provocado por esta ola de calor -imaginen en Sevilla- me hizo darle vueltas a todo tipo de cosas. Entre otras pensé en el cambio climático, la desaparición misteriosa de los 60.000 millones de euros del Banco de España, a qué huelen las nubes… Y en una de esas, aparecieron mis miedos. En concreto, mi miedo a no caminar en un futuro. Sí, sé que la teoría y los manuales de autoayuda hablan de imaginar playas paradisíacas e imágenes de gatetes o perros antes de dormir; pero ayer no fue posible.
Y mi imaginación y mis temores me trasladaron a una realidad que es la de mucha gente. Comencé a imaginar cómo sería salir a la calle en silla sin depender de nadie. Recorrí en mi mente las calles de mi barrio y la falta de rampas y accesos que existen. Lo sé porque muchas veces me he tropezado, o se me ha caído el carro de la compra, o me he caído con la bici. La falta de accesibilidad nos incordia a todos, pero a algunos les impide llevar una vida normal y digna. Pensé en el tiempo que me llevaría ir al super a comprar y ¡me di cuenta de que tampoco tenía rampa! No podría ir a comprar mi helado favorito en plena ola de calor. Cada vez me iba angustiando más y más, como si sintiera una presión que me impidiera respirar. ¿Hasta dónde podría llegar sin dificultad?, ¿tendría que estar pidiendo siempre ayuda?, ¿tendría algún momento para ser libre e independiente? Me agobié tanto que terminé pensando en gatetes y playas del Caribe.