Cuando era más joven, asumía casi con diligencia el sobreesfuerzo que me había tocado por tener una discapacidad visual. El sobreesfuerzo iba con el cargo. Dedicar horas a transcribir las clases que grababa en la universidad. Tardes escaneando libros para, posteriormente, poder leerlos. Eso era amor por la lectura. Ya no escaneo nada. No me da la vida. Salir a la calle para, por ejemplo, comprar el pan, que se te cuelen unos cuantos, porque nadie te ha avisado que era tu turno. Tratar de parar un taxi con la mano en alto durante minutos… ¡Qué sé yo! Pequeños esfuerzos que se van realizando en la cotidianeidad y que provocan desgaste, porque el mundo sigue sin estar concebido para habitarlo con la ceguera.
Pero al cabo de los años la vida no es que pese. Es que puede llegar a aplastarte si mantienes ese esfuerzo sostenido.
Todo esto me vino a la bandeja de las reflexiones, escuchando el grito de auxilio de una amiga, también con discapacidad visual. Un grito de socorro que colgó en forma de vídeo en una red social, denunciando la enésima tropelía de la que habían sido víctimas sus hijas pequeñas; ambas con discapacidad visual también.
Al salir de clase, habían tratado de tomar un taxi, acompañadas de su cuidadora, mientras su madre se lo curraba en la calle vendiendo el cupón de la ONCE. Pero el taxista les dijo que solo podían subir dos al vehículo por esto de la Covid. En este tiempo pandémico los vaivenes normativos acrecientan la incertidumbre de todos.
Son menores y tienen problemas de visión, trató de argumentar la cuidadora de las niñas. El día anterior, las tres se subieron a un taxi sin problema.
Por si no es evidente, las personas ciegas nos tenemos que mover en transporte público, ya que la posibilidad de conducir aún escapa a nuestras capacidades diversas. Por muy autónomos que nos vean los demás y, pese a nuestros superpoderes. Lo cierto es que el sobreesfuerzo solo se imagina. No lo llevamos escrito en la frente. Lo asumimos serenamente hasta que muchas gotitas colman el vaso y el agua se derrama… en este caso, en un vídeo.
Estos obstáculos fruto de la sinrazón, del arbitrio de alguien, que muy probablemente esté sufriendo también los efectos de la pandemia y sienta miedo de estar al volante de un servicio público (no digo que no), son los que ponen a prueba nuestra resistencia. Basta ya, decía mi amiga al final del vídeo. Basta ya.
Cuando era más joven, asumía casi con diligencia el sobreesfuerzo que me había tocado por tener una discapacidad visual. El sobreesfuerzo iba con el cargo. Dedicar horas a transcribir las clases que grababa en la universidad. Tardes escaneando libros para, posteriormente, poder leerlos. Eso era amor por la lectura. Ya no escaneo nada. No me da la vida. Salir a la calle para, por ejemplo, comprar el pan, que se te cuelen unos cuantos, porque nadie te ha avisado que era tu turno. Tratar de parar un taxi con la mano en alto durante minutos… ¡Qué sé yo! Pequeños esfuerzos que se van realizando en la cotidianeidad y que provocan desgaste, porque el mundo sigue sin estar concebido para habitarlo con la ceguera.