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La vida en una residencia para retrones

Raúl Gay

Zaragoza —

Anabel Gómez tiene 50 años y desde hace 6 vive en una residencia para discapacitados físicos en Zaragoza. Durante 3 décadas llevó una vida normal, hasta que un día las piernas comenzaron a fallarle y le diagnosticaron esclerosis múltiple. La enfermedad le impidió seguir guarneciendo calzado, la sentó en una silla de ruedas y, tras un rechazo inicial, la llevó a pedir plaza en una de las residencias que Disminuidos Físicos de Aragón tiene en Zaragoza.

Asegura que es feliz, dice que “aquí se está de maravilla”. Le pregunto por los demás residentes y me responde que “siempre hay gente rara, que se creen marqueses. Pero en casa tampoco se come todos los días caviar”. Anabel participa en todas las actividades que prepara el centro. Baja a leer los periódicos por la mañana, mira las películas que ponen, juega a los juegos que organizan y una vez a la semana pinta en otro centro para afectados por esclerosis. Aquí ha encontrado pareja, Pedro. Todos en la residencia saben que lo son pero no han solicitadao dormir en la misma habitación, me dice, “por respeto a mi madre, que no lo entendería”.

Entrevisto a Anabel porque es de las pocas residentes que habla sin muchos problemas. Es una de las sorpresas que me llevo en mi visita al centro. Está diseñado para retrones físicos pero rompen el estereotipo de persona en silla de ruedas. No son Teresa Perales. La mayoría tienen defectos en el lenguaje, enfermedades neuronales, problemas de continencia... Están aquí porque no pueden estar en otro lugar.

Es la conclusión que me transmite Tomás Mainar, subdirector de centros asistenciales de DFA. Durante 2 horas me explica cómo funciona el centro y me enseña las instalaciones.

Un centenar de personas viven en las 2 residencias que tienen en Zaragoza. La mayoría viene por problemas físicos aunque también hay espacio para ancianos que no pueden valerse por sí mismos. El rango de edad es amplio. Ahora la residente más joven ha cumplido 18 años y los mayores pasan de 80.

Conseguir una plaza es fácil si tienes dinero. Cuesta 82 euros por día, casi 2500 euros al mes. Actualmente, 3 residentes han entrado por la vía privada; son personas con discapacidad sobrevenida tras un accidente que pagan la residencia gracias a la pensión de gran invalidez. Piden plaza porque no quieren ser una carga para sus familiares.

La gran mayoría entra en estas residencias a través del acuerdo marco firmado entre el Gobierno de Aragón y DFA. Los criterios son nivel de dependencia e ingresos (cuanto menores, más posibilidades). Tomás Mainar lamenta que el criterio familiar o social no se valore, ya que hay personas con más dinero que otras que por situación familiar lo necesitan más. Sí se tiene en cuenta, matiza, la violencia de género: las víctimas entran directamente.

Los residentes por esta vía pagan parte de la plaza con el 75% de todos sus ingresos: pensión, alquileres, activos financieros... El resto, hasta cubrir los 82 euros diarios, los abona el Gobierno autonómico. Este acuerdo tiene una peculiaridad: no hay compromiso de cubrir todas las plazas. Así, ahora hay lista de espera y habitaciones vacías. La razón, me dice Tomás, es la austeridad.

Salvo aquellos con discapacidad sobrevenida, los residentes son, en cierta manera, outsiders. Personas que no pueden vivir sin atención constante, de bajo o nulo nivel educativo y sin posibilidades ni capacidad de trabajar. Algunos, los de mayor edad, no pudieron estudiar porque la España de los 60 no es la España de hoy; otros carecen de la capacidad de concentración necesaria para realizar un trabajo durante 8 horas; y hay quien necesita tales cuidados que no puede estar solo demasiado tiempo.

Los días son muy parecidos en esta residencia. Los cuidadores comienzan a levantar a los residentes a las 7.30. Lleva su trabajo. Terminan la ronda sobre las 9.30, hora máxima para salir de la cama. Tomás me dice que se pueden hacer excepciones con alguien que haya salido la noche anterior. Pero pocos salen por la noche.

Los residentes llenan su tiempo con actividades pautadas por la organización. En cierto modo, parece un campamento infantil. Pintan, escriben alguna redacción, hacen manualidades, utilizan los PC’s, ven películas, leen periódicos... Siempre acompañados por un trabajador. De cuando en cuando hay salidas a un museo o excursiones fuera de la ciudad. No es obligatorio participar, unos pocos prefieren pasear con su silla o fumar en la calle.

De lo que no se libran es de la rehabilitación física y la terapia ocupacional y logopedia. Tres sesiones obligatorias por semana. Una de las terapeutas me dice que no se busca la mejoría, sino la estabilización; que los músculos no se agarroten con tanta velocidad, que el cerebro no se detenga.

Comen a las 13.00 y cenan a las 19.30. Un horario estricto pero, asegura Tomás Mainar, “necesario para funcionar, es inviable que cada residente coma o se vaya a dormir cuando quiera”. Los trabajadores comienzan a acostarlos a partir de las 21.00 y las luces de la habitación deben apagarse a medianoche. Pregunto por la opinión de los residentes a estos horarios y Mainar me responde que, en general, se acostumbran. Muchos están cansados, su propia situación física les impide mantenerse con energía más de 12 horas. Otros sí se quejan de la hora de irse a dormir, sobre todo en verano. Alguna vez, algún residente cena fuera. En esos casos excepcionales, avisa de la hora de llegada para que alguien le ayude a desvestirse y acostarse.

Quien tiene familiares o amigos, queda con ellos fuera del edificio. Quien no, cuenta con voluntarios para acompañarle a tomar un café. Anexo a la residencia hay un bar regentado por DFA; salvo la cocinera, sus trabajadores son retrones. Pero no tienen nada que ver con los residentes. Tras la visita, desayuné en el bar y no logré averiguar qué discapacidad tenían.

A las puertas de la cafetería encuentro a uno de los residentes fumando un cigarro. La ley antitabaco prohíbe fumar en las habitaciones y para el invierno han acondicionado una sala específica. Aquellos que prefieran fumar otra cosa diferente al tabaco, puede hacerlo fuera del edificio. La dirección tolera ciertas libertades. Parecido sucede con el alcohol. Salvo navidad y alguna fecha clave, no se puede tomar una cerveza o una copa de vino dentro de la residencia. A veces, me cuenta Tomás, vuelve un residente contento y se le ve que ha tomado un trago de más. “No pasa nada”.

El sexo, se lamenta, es uno de las necesidades que todavía no han logrado resolver del todo. Es sencillo con las parejas que, como Anabel y Pedro, surgen de vez en cuando. Si lo piden, pueden dormir en la misma habitación; en camas individuales que juntan cuando quieren con ayuda de los trabajadores. Y las que duermen separadas, “con meterse en una habitación y cerrar la puerta, basta”. Los solteros requieren otro tipo de ayuda y la organización, a veces con la colaboración de familiares, los lleva a clubes o pisos. Todavía, me confiesa Tomás, están estudiando cómo satisfacer la vida sexual de las chicas de la residencia.

En mi recorrido por el edificio veo logopedas, masajistas, psicólogos, personal de limpieza... Un grupo de profesionales que con una sonrisa cuidan el cuerpo y el cerebro de los residentes. Hago a Tomás la pregunta clave: ¿los residentes son felices? Tras una pausa, responde: “En general, sí. Los seres humanos tenemos tal capacidad de adaptación que sin ella, los residentes no aguantarían. Hay unos pocos amargados, pocos. Son personas que no se han adaptado a su situación. Alguno es feliz total y otros tienen los altibajos normales de cualquier persona”. Durante la visita al edificio he visto un gabinete de psicología y le pregunto por la salud mental de los residentes. “Hay un nivel mediano de ansiolíticos. Más que la población general, lógicamente. Son habituales los somníferos”. Aunque no han tenido intentos de suicidio, señala, sí hubo un residente que se autolesionaba “de pura rabia”.

De aquí casi nadie sale. En casos aislados, la situación familiar cambia y un hermano se hace cargo del retrón. Pero no es lo usual. Las personas con tantos problemas físicos y neurológicos, me dice Tomás, no pueden llevar una vida como la que llevamos Pablo y yo. Las opciones son vivir con los padres hasta que envejecen o vivir en una institución. En algunas comunidades hay pisos tutelados y hay quien acude al centro de día y duerme en casa. No conoce a nadie que estudie o trabaje y viva en una residencia.

Termino la entrevista con una pregunta personal: “Si mañana tuvieras un accidente, ¿vendrías a vivir aquí?”. Se lo piensa un instante: “Sí”.

Anabel Gómez tiene 50 años y desde hace 6 vive en una residencia para discapacitados físicos en Zaragoza. Durante 3 décadas llevó una vida normal, hasta que un día las piernas comenzaron a fallarle y le diagnosticaron esclerosis múltiple. La enfermedad le impidió seguir guarneciendo calzado, la sentó en una silla de ruedas y, tras un rechazo inicial, la llevó a pedir plaza en una de las residencias que Disminuidos Físicos de Aragón tiene en Zaragoza.