Opinión y blogs

Sobre este blog

“Es terrible tener que decirle a tu hijo de 13 años que trabaje”

Nada más sentarnos, Hassan apoya la cabeza en la pared desconchada de su casa y se queda dormido. Les preguntamos a sus padres si está bien. “Lleva todo el día trabajando”, nos dicen. Tiene 13 años y es el sustento de sus padres y sus seis hermanos. Huyeron de un hogar devastado por las bombas en Siria y se instalaron en Al Mafraq, al norte de Jordania, a unos 10 kilómetros de la frontera con su país. Forman parte del 85% de refugiados sirios que vive fuera de los campos, en las zonas más pobres. Dicen que la vida en un campo de refugiados es casi como una cárcel, donde tienen todas las necesidades cubiertas, pero no pueden prosperar. Lo que tienen fuera no es mucho mejor.

Los refugiados sirios no tienen permiso de trabajo en Jordania, corren el riesgo de ser deportados si la policía les descubre, así que son los niños como Hassan quienes hacen, ilegalmente, de motor familiar. Hassan recoge plástico y chatarra para venderla. Trabaja seis meses y, solo si ha ganado lo suficiente, va al colegio otros seis. “No nos lo vamos a perdonar nunca. Como padre es terrible decirle a tu hijo que trabaje”, nos dicen sus padres, “pero lo que gana trabajando es lo que nos permite vivir, no nos queda otra opción”. A su lado, en una de las colchonetas que hacen las veces de sofá por el día y de cama por la noche, hay una pila de trozos de hormigón que se acaban de caer del techo. “Se ha desplomado de repente, la niña estaba durmiendo a un par de metros, no quiero ni pensar qué hubiera pasado si se le llega a caer encima…”. Miran los escombros igual que miran a sus hijos, con una desesperanza que apabulla. La misma que encontramos en los ojos de Jasem. Cuando, tras un bombardeo, su mujer cayó al suelo y nunca más se levantó, decidió que era hora de marcharse de Siria. En su caso, su hijo mayor, de 16 años, es quien recorre las calles vendiendo dulces para traer algo de dinero a casa. En el patio al que da la casa de Jasem y las de varias familias sirias, una niña de apenas cuatro años me pide que la levante en brazos. Yo no entiendo su árabe ni ella mi castellano, pero la mirada de un niño es idioma universal. Me cuesta cogerla porque lleva una mochila que pesa más que ella. Le pregunto a su hermano mayor por qué no la deja en el suelo para jugar. “Es la única de todos los niños que hay aquí que tiene una mochila llena de libros, por eso no se la quita nunca”. Sabe que tiene suerte. Entre 10.000 y 30.000 niños sirios refugiados en Jordania no tienen acceso a una educación de calidad.

De los casi 700.000 sirios – más de la mitad niños- que se encuentran en Jordania, unos 85.000 viven en el campo de Za'atari, el segundo campo de refugiados más grande del mundo, que equivale en tamaño a la quinta ciudad más grande del país. “Aquí tenemos un sitio donde dormir, comemos, respiramos, pero no vivimos. Esto no es vivir”, nos dice Moustafa. Es lo que piensa la mayoría de los refugiados que, como él, se han resignado a la vida entre módulos de plástico y mares de arena. Un matrimonio que no alcanza la treintena nos cuenta que sus hijas son el único motivo por el que salieron de Siria, “queremos que tengan educación, que tengan un futuro, ya que nosotros no lo tenemos, nosotros ya no esperamos nada de la vida”. Sohaib, uno de los trabajadores sociales de Save the Children, les promete que en un mes les hará cambiar de opinión. Como él, cientos de personas trabajan con la ONG en el campo, no solo para asegurar la educación, la salud, la nutrición y la protección de los niños, sino para ayudarles a ellos y a sus padres a entender la nueva realidad en la que viven, muy distinta a su vida en Siria. “Echo de menos el color verde de Siria, allí tenía un jardín, aquí me levanto y solo veo polvo. Nos hemos comprado un pájaro porque nos recuerda a nuestro hogar allí”, nos dice una niña.

Es imposible no contagiarte de la resignación de estos refugiados. Acaba de empezar el quinto año de una guerra que, por el momento, no tiene visos de acabar y, aunque lo hiciera, con el país prácticamente destruido no tendrían un sitio al que volver. Por eso, las organizaciones que trabajan en la región no se cansan de pedir a la comunidad internacional que no mire para otro lado. El futuro de 5,6 millones de niños –los que se calcula que están afectados por el conflicto- depende de ello.

Te dejamos más información sobre nuestro trabajo en Siria.

Nada más sentarnos, Hassan apoya la cabeza en la pared desconchada de su casa y se queda dormido. Les preguntamos a sus padres si está bien. “Lleva todo el día trabajando”, nos dicen. Tiene 13 años y es el sustento de sus padres y sus seis hermanos. Huyeron de un hogar devastado por las bombas en Siria y se instalaron en Al Mafraq, al norte de Jordania, a unos 10 kilómetros de la frontera con su país. Forman parte del 85% de refugiados sirios que vive fuera de los campos, en las zonas más pobres. Dicen que la vida en un campo de refugiados es casi como una cárcel, donde tienen todas las necesidades cubiertas, pero no pueden prosperar. Lo que tienen fuera no es mucho mejor.

Los refugiados sirios no tienen permiso de trabajo en Jordania, corren el riesgo de ser deportados si la policía les descubre, así que son los niños como Hassan quienes hacen, ilegalmente, de motor familiar. Hassan recoge plástico y chatarra para venderla. Trabaja seis meses y, solo si ha ganado lo suficiente, va al colegio otros seis. “No nos lo vamos a perdonar nunca. Como padre es terrible decirle a tu hijo que trabaje”, nos dicen sus padres, “pero lo que gana trabajando es lo que nos permite vivir, no nos queda otra opción”. A su lado, en una de las colchonetas que hacen las veces de sofá por el día y de cama por la noche, hay una pila de trozos de hormigón que se acaban de caer del techo. “Se ha desplomado de repente, la niña estaba durmiendo a un par de metros, no quiero ni pensar qué hubiera pasado si se le llega a caer encima…”. Miran los escombros igual que miran a sus hijos, con una desesperanza que apabulla. La misma que encontramos en los ojos de Jasem. Cuando, tras un bombardeo, su mujer cayó al suelo y nunca más se levantó, decidió que era hora de marcharse de Siria. En su caso, su hijo mayor, de 16 años, es quien recorre las calles vendiendo dulces para traer algo de dinero a casa. En el patio al que da la casa de Jasem y las de varias familias sirias, una niña de apenas cuatro años me pide que la levante en brazos. Yo no entiendo su árabe ni ella mi castellano, pero la mirada de un niño es idioma universal. Me cuesta cogerla porque lleva una mochila que pesa más que ella. Le pregunto a su hermano mayor por qué no la deja en el suelo para jugar. “Es la única de todos los niños que hay aquí que tiene una mochila llena de libros, por eso no se la quita nunca”. Sabe que tiene suerte. Entre 10.000 y 30.000 niños sirios refugiados en Jordania no tienen acceso a una educación de calidad.