Hace apenas una semana, algunos vecinos de Sevilla se toparon con una escena insólita: un hombre caminaba con las cenizas de su madre entre las manos, seguido de un dúo de corneta y tambor que interpretaba piezas procesionales. La escueta comitiva se dirigía al Teatro Central, donde el actor y dramaturgo David Montero –protagonista de la acción– las ha depositado provisionalmente. Era el prólogo para El tiempo del hijo, la obra que se estrena en el coliseo de la Isla de la Cartuja hoy viernes, y permanecerá en cartel hasta el sábado.
Con esta propuesta, Montero culmina la trilogía que empezó con Si yo fuera madre (2020) –donde se exponía a sí mismo como “padre fallido”– y siguió con Ex (el final del simulacro) (2022) –como es marido–, según mismo explica. “En realidad no pretendía que fuera trilogía, pero con la muerte de mi madre entendí que, si había contado otras cosas personales anteriormente, esta, aun siendo más difícil y más honda, tocaba contarla también. Ha sido un año y pico de trabajo, pero lo necesitaba artística y vitalmente. Perder a nuestra madre es algo que ocurre y lo aceptamos, pero no se entiende fácilmente”.
La mayor diferencia con los montajes anteriores, en los que trabajó con Rocío Hoces y Julia Moyano, y con Belén Maya respectivamente, es que “en aquellos salía a escena con personas concretas y reales que tenían relación con la historia, mientras que aquí tenía que estar yo solo. Me parecía chulo acabar la trilogía así, en soledad, aunque también me daba miedo”.
El problema de los mayores
“He profundizado en el lenguaje escénico y creo que he llegado más lejos que en las otras. El tiempo del hijo es una pieza más radical”, explica Montero, al tiempo que reflexiona sobre el hecho de “exhibirte, compartir con el público tu intimidad autobiográfica, da pie a momentos dramáticos y cómicos, aunque aquí no hay tanta comedia como en los montajes anteriores. La emoción domina en este caso”.
Por otro lado, Montero celebra haber contado para esta empresa con “el equipo más grande que he tenido hasta ahora”, desde la mirada externa de Javier Berger y Ana Donoso Mora, “que han acompañado todo el proceso”, hasta su inseparable David Linde, de Lasuite, pasando por el diseño gráfico de Lugadero, el espacio sonoro de Elena Córdoba (Novia Pagana), “quien entiende muy bien mi poética”, afirma, “con ese toque a veces bizarro que bebe mucho de la tradición del folclore y del flamenco”. Completan la tripulación Vanessa Aibar, bailaora y premio Max, que ha asesorado el movimiento, y el vestuario de Roberto Martínez, “que es un artista renacentista y ha hecho un trabajo maravilloso”.
El proceso ha sido todo un viaje de introspección para el creador sevillano. “Ha sido muy importante nombrar lo que ocurrió y ponerlo en escena. Ahora hay mucha ficción de exhibición de intimidad, pero la escena, con sus reglas, hace que el cuerpo real del intérprete narre algo que le ha pasado. La gente de mi edad mira a su alrededor y ve que el problema con nuestros mayores está ahí, es un tema que no podemos eludir. La esperanza de vida aumenta, pero los recursos no. Y es un asunto que provoca mucho sufrimiento en el seno de las familias”.
Sensación de orfandad
Según comenta, “en los trabajos anteriores había una reflexión explícita de carácter político o social, pero aquí decidí plantear las cosas de un modo más descarnado, tal cual son, volcar mi experiencia para que la gente se haga preguntas a partir de ella. Las reflexiones deben estar en el espectador al final de la obra, pero no quería subrayar nada, porque me parecía demasiado fácil hacer un discurso sobre el Estado de Bienestar”.
También aspira Montero a que el público se identifique con él, ya sea a través de la pérdida real o de que esa pérdida se produzca. “Aunque como yo hayas cumplido 50 años, hay una sensación de orfandad enorme. Hay un momento en la obra en que digo ‘creo que me estoy resfriando y nadie me va a cuidar, nadie te cuida como tu madre’. Ese cuidado es un vínculo muy fuerte, y cuando desaparece la persona, hay un vacío que no va a ocupar nadie”.
“Asimismo, la muerte de la madre nos enfrenta a nuestra propia muerte: sabes que tú eres el siguiente”, prosigue. “La desaparición de quien te ha traído al mundo tiene que ver con el sentido de la vida y con la trascendencia, es algo casi religioso”.
Rituales colectivos
Pero en El tiempo del hijo ha otro elemento nuclear, y son los rituales de duelo y de muerte. “La sociedad ha ido eliminando los rituales colectivos. Antes los muertos se velaban en casa, se acompañaba el ataúd hasta la iglesia y el cementerio, se celebraba una misa fúnebre. Esa muerte se acogía en la colectividad. Ahora la familia se queda esperando la incineración y se pregunta qué hacer con la urna. Acabamos resolviendo en lo privado un elemento que necesita ser acogido por lo público. Esta obra es también una ceremonia, un rito público, el espacio donde yo puedo encontrar al colectivo, porque no soy religioso, no puedo ir a una iglesia”.
Y aunque David Montero se disponía a dar por cerrado un ciclo con esta obra, y siente “una fuerte necesidad de hacer otra cosa”, no las tiene todas consigo: “Tengo la intuición de que lo siguiente que haga tendrá que ver con la figura del padre, pero no sé cómo será. Mi cabeza ya está pensando en varias posibilidades, pero antes tengo que estrenar El tiempo del hijo. Y la verdad es que ayer salí del último ensayo bastante roto, pensando: vaya viajazo que me está pegando esta obra”.