Una novela con noches de techno, MDMA y cortijos ocupados: “Hubo excesos, pero lo que más se respiraba era paz y armonía”
Álvaro Díaz del Real no llegaba a la mayoría de edad en los albores del año 2000. Como todos los chicos de su edad, salía los fines de semana por Sevilla, y como todos, también, estaba un poco cansado de cierto ambiente tóxico que iba imponiéndose a su alrededor: agresiones, intimidaciones, broncas, inseguridad en general. Con un grupo de amigos, se propusieron reinventar el ocio nocturno en Andalucía, aunque para ello llegaron a ocupar cortijos y hasta a diseñar un alambicado sistema de comunicación antes de que llegara el uso masivo de las redes. Todo ello lo cuenta en Andergraun (Durii Editorial), la crónica novelada de aquellos años locos.
“Soy de Mairena del Aljarafe, un barrio acomodado de la periferia sevillana, pero ya entonces algunos empezaban a viajar a Londres, a Berlín, a Manchester…”, recuerda Díaz del Real. “Y a la vuelta nos hablaban de un ocio alternativo que se llamaba rave, en el que los jóvenes pasaban el fin de semana en un sitio ocupado. Luego vimos la película Con la música a tope, que nos fascinó, fue todo un revulsivo para nosotros. Hasta que nos lo planteamos: si el ocio nocturno no nos satisfacía, ¿por qué no montábamos uno para nosotros?”.
Este momento se cruza, según recuerda el escritor, con el surgimiento de la música breakbeat, que iba a tener no poco predicamento en Andalucía, pero también su notable carga de controversia, especialmente cuando dos jóvenes murieron por consumo de éxtasis durante una fiesta en el polideportivo Martín Carpena de Málaga que concentró a 12.500 asistentes. “En las raves iba a estar prohibido poner breakbeat, era un código tácito, porque atraía a los canis como una jauría. Había que poner música que no les gustara: trance, techno, hardtechno…”
Un magma burbujeante
Poco a poco se iban ensayando emplazamientos como los campos de la antigua Expo 92, el llamado Lago de los Hippies, la estación de la Cartuja… Pero pronto entendieron que no se trataba de juntarse alrededor de un bafle para beber algo y escuchar música. “Nos lo tomamos como quien se propone organizar un festival, y empezamos a meternos en otro entorno”, añade el autor. “Decidimos organizar dos fiestas anuales. En Andalucía no contamos con un tejido industrial prolijo, no hay tantas fábricas abandonadas como en el norte, de modo que ocupamos el símbolo de la Andalucía latifundista desde tiempos de Boabdil: el cortijo, que además de proporcionar condiciones de seguridad, garantizaba que no molestaríamos a ningún vecino. Allí, partiendo desde cero, desplegamos nuestra energía y nuestras ideas”.
Sin tener demasiada experiencia en ello, pero con una gran determinación, Díaz del Real y sus cómplices fueron desarrollando un sistema de organización y promoción más que efectivo: desde el protocolo de limpieza o la adquisición de bebidas al reparto de flyers en la zona de la Alameda de Hércules, fueron pioneros en esos nuevos focos de diversión. “Había un magma burbujeante en la sociedad sevillana, pero también en sitios como Málaga o Cádiz. Mucha gente cansada de ortodoxia, de que todo fuera Semana Santa y Feria”.
Drogas, inútil es negarlo, había: “Sí, hubo excesos, pero lo que más se respiraba era paz y armonía”, admite Díaz del Real. “Las drogas eran el vehículo que hacía que la experiencia pasara a otro nivel. Formaba parte fundamental de las fiestas como catalizador, del ‘paquete de experiencia’ como está hoy tan de moda en el mercado de los regalos. Eso era lo que queríamos brindar a quien viniera a nuestras fiestas. Lo que más se puso de moda a partir de 2002 fue el MDMA, más que las pastillas y que la cocaína, que ni siquiera estaba de moda”.
Mensajes de texto
En la memoria del autor de Andergraun se acumulan esas experiencias más allá del consumo de cualquier sustancia: noches en Granada, la Fiesta del Dragón de Órgiva, “que empezó con una comuna hippy y acabó como un festival de proporciones bíblicas”, los carnavales de Cádiz… “Una vez en la escena, era muy fácil enterarte de todo lo que se movía. No existían ni los smartphones, pero una de las cosas más chulas de las raves era encontrar el sitio donde se celebraban. Solo teníamos el mensaje de texto en el móvil, y los nuestros eran: ‘salida del Polígono Pisa’, mano derecha, tres kilómetros…’ Era todo un reto”.
Llama la atención que el autor no haya querido hacer periodismo o ensayo, sino narrar aquellas experiencias desde la ficción: “Hay mucho en el libro de mis vivencias en primera persona, aunque las aderezo para que sea todo un poco picante. Pero me parecía también que valía la pena contarlo como algo con un principio y un final, con gracia, con desarrollo de personajes, a lo largo de un periodo de diez años y a través de 14 capítulos independientes. La característica más conspicua de mi libro no es mi historia, introduzco a otras personas de una manera exógena para hacerlo más dinámico y ameno para el lector. Te metes en el personaje que va apareciendo, pero el grupo y la escena underground siempre va en paralelo”.
¿Qué quedó de aquel despliegue de arrojo y fantasía? El autor se toma su tiempo para reflexionar: “Creo que no ha quedado una gran inspiración para la gente joven de hoy, pero todavía hay gente que sigue en el rollo underground a través del techno. Y luego mucha otra gente simplemente iba como quien va a un festival, sin necesariamente sentirse interpelado. Lo que sí es cierto es que la novela rezuma melancolía, y mucha gente que vivió aquello la lee y me dice: sí, aquello fue único, me marcó para toda la vida, qué bien que lo hayas escrito”.
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