Sevilla Opinión y blogs

Sobre este blog

Autobuses

0

Recuerdo aquella época en la que mi tarjeta de Tussam era mi bien más preciado, años en los que conocía de memoria el recorrido de cada línea o los trasbordos necesarios a realizar para llegar a un cine, un bar, la casa de una amiga o al Blanco. También los pasajeros con los que siempre coincidías a ciertas horas y aquellos con los que hacías por coincidir al salir de las clases en Reina Mercedes. Salas naranjas de estudio, de siestas vespertinas, estabilizadores de resaca o confesionarios improvisados. Pero después llegó el carné de conducir, el 106, la periferia, la oficina en el polígono y la hija, que redujeron el tiempo para la espera o la capacidad de incertidumbre. Han pasado muchos años sin subirme asiduamente. Sin embargo, de un tiempo a esta parte he vuelto a ellos, o más bien ellos han vuelto a mí; como el pasado martes, cuando un gran autobús me recogió para ir a la ceremonia del premio Planeta.

Era mi primer año. Era una ceremonia especial porque se cumplía el 75 aniversario del premio. Presidían la gala los Reyes y, por tanto, las medidas se seguridad se extremaban y el alcohol de bienvenida se diezmaba. Como siempre, llegué con el tiempo justo para peinarme y cambiarme el chándal por algo más apropiado. Viajaba sola y no sabía muy bien a quién me encontraría, por eso cuando bajé al hall del hotel me sorprendió encontrar tantas caras conocidas. Tenía una sensación extraña de familiaridad con todos los allí presentes, aunque tardé un rato y un par de “hola” con sonrisa confiada en darme cuenta de que no era correspondida. Y es que a ese hombre al que saludaba era Matías Prats.

Ya ubicada, distinguí varias tribus urbanas: los periodistas de prensa, los presentadores famosos, las escritoras que venden mucho y los demás, autodenominados escritores “de verdad”. Pero llegaron los autobuses, una especie de jinetes del pueblo y de la democracia, cápsulas a las que para subir había que hacer cola. Ahí estábamos todos, pacientes, esperando nuestro momento, detrás de Nieves Herrero y delante de Pedro J. Ramírez, robándole el asiento a Boris Izaguirre. En un avión puedes elegir clase business, preferente en un tren, pero ahí están nuestros amigos los autobuses, recordándonos que somos poco más que una masa a desplazar.

Una vez en el hotel comenzó la fiesta de celebración, donde las copas se intercambiaban por unas tarjetas que nos habían dado previamente. Una especie de cartillas de racionamiento para evitar a las criaturas más temidas de cualquier evento, es decir, escritores borrachos

Fue una ceremonia bonita, elegante, con tartas de adorno rellenas de poliespán y muchas velas. Después volvimos al hotel y yo conseguí un buen asiento en el primer autobús. Me habría encantado que también los Reyes compartieran el trayecto de vuelta con nosotros, con Don Felipe contando las anécdotas de su mesa e imitando a Salvador Illa con acento catalán. O a Doña Letizia aprovechando el trayecto para quitarse los tacones.

Una vez en el hotel comenzó la fiesta de celebración, donde las copas se intercambiaban por unas tarjetas que nos habían dado previamente. Una especie de cartillas de racionamiento para evitar a las criaturas más temidas de cualquier evento, es decir, escritores borrachos. De nuevo, ahí estábamos todos: políticos, estrellas de la televisión, altas ejecutivas o escritoras serias haciendo trueques, buscando al suministrador de tarjetas, todos hermanados en la misma misión. Una especie de reto de Gran Hermano en el que ni tu nombre, ni tu cargo o dinero (ni siquiera habiendo ganado el premio Planeta) podían hacer nada por ti en esa situación. Ni siquiera algo tan sencillo como conseguir una copa más o como asegurarte un buen asiento en el bus. Y es que no todo el mundo tuvo una tarjeta de Tussam.

Recuerdo aquella época en la que mi tarjeta de Tussam era mi bien más preciado, años en los que conocía de memoria el recorrido de cada línea o los trasbordos necesarios a realizar para llegar a un cine, un bar, la casa de una amiga o al Blanco. También los pasajeros con los que siempre coincidías a ciertas horas y aquellos con los que hacías por coincidir al salir de las clases en Reina Mercedes. Salas naranjas de estudio, de siestas vespertinas, estabilizadores de resaca o confesionarios improvisados. Pero después llegó el carné de conducir, el 106, la periferia, la oficina en el polígono y la hija, que redujeron el tiempo para la espera o la capacidad de incertidumbre. Han pasado muchos años sin subirme asiduamente. Sin embargo, de un tiempo a esta parte he vuelto a ellos, o más bien ellos han vuelto a mí; como el pasado martes, cuando un gran autobús me recogió para ir a la ceremonia del premio Planeta.

Era mi primer año. Era una ceremonia especial porque se cumplía el 75 aniversario del premio. Presidían la gala los Reyes y, por tanto, las medidas se seguridad se extremaban y el alcohol de bienvenida se diezmaba. Como siempre, llegué con el tiempo justo para peinarme y cambiarme el chándal por algo más apropiado. Viajaba sola y no sabía muy bien a quién me encontraría, por eso cuando bajé al hall del hotel me sorprendió encontrar tantas caras conocidas. Tenía una sensación extraña de familiaridad con todos los allí presentes, aunque tardé un rato y un par de “hola” con sonrisa confiada en darme cuenta de que no era correspondida. Y es que a ese hombre al que saludaba era Matías Prats.