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La 'Fiesta Nacional' no se sostiene

Sevilla —

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El 1 de mayo de 1992, viernes de Feria de Abril en plena Exposición Universal de Sevilla, mi padre me invitó a los toros. Él era prudentemente aficionado. No era fanático de la llamada Fiesta Nacional, pero sí le gustaba ir de vez en cuando a la Maestranza. Para mí no era mi estreno en un festejo taurino, pero sí el primero que recuerdo vivamente. Yo tenía aún 18 años y esa tarde, en el albero maestrante, el banderillero Manolo Montoliu sufrió una cornada en el pecho y falleció pocos minutos después en la enfermería de la plaza.

La noticia se trasladó rápidamente a los tendidos. La corrida, cuyo desarrollo se había interrumpido, acabó definitivamente suspendida y el público empezó a desalojar. Me quedé muy impresionado, bloqueado por el drama experimentado en vivo y en directo. Cuando salíamos de la plaza, mi padre, muy serio, me dijo: “Piensa que si esto que ha pasado hoy no pudiera ocurrir, no tendría sentido venir a los toros”. Era parte de una justificación, la de la lucha en supuesta igualdad de condiciones entre toro y torero, que aún hoy se puede escuchar de boca de muchos aficionados y taurinos.

Aún me cuesta explicarme a mí mismo cómo no se me cayó la venda de los ojos aquella misma tarde de mayo. Después de aquello, durante muchos años, fui construyendo mi propia identidad de aficionado. Iba a los toros, de cuando en vez, tanto en Madrid como en Sevilla. Y cuando tuve la oportunidad, disfruté como periodista de dos temporadas acompañando al maestro Joaquín Vidal en la información taurina de El País durante la Feria de Abril de Sevilla. Notas de ambiente, noticias sobre las ganaderías, entrevistas a los toreros… incluso llegué a firmar una crónica de una corrida de rejones.

Fui testigo desde el tendido de la última gran faena de Curro Romero en Sevilla, en abril de 1999. Es posible que aquella fuera mi última corrida de toros.

Poco a poco fui alejándome del espectáculo taurino, aunque en un principio fue más como purista que como crítico. Me explico. Empecé a censurar las trampas que, a mi juicio, hacían toreros, empresarios, apoderados y ganaderos: posición ventajosa en la faena, uso del pico de la muleta, animales afeitados o descastados, público en las plazas sin conocimiento de la lidia, etc… Un amigo de aquellos años, muy aficionado, me confesó un día: “Los taurinos acabarán con los toros antes que los antitaurinos”.

Si no nos parece lógico pensar que las luchas de gladiadores tendrían cabida en la sociedad actual, ¿cómo podemos convivir con los festejos taurinos?

Aquel desapego me permitió ir entrando paulatinamente en razón y asumir razonamientos críticos con los festejos taurinos que, sorprendentemente, no me habían convencido de golpe aquella tarde de hace más de tres décadas. La brutalidad, por ejemplo, de un espectáculo medieval, sangriento, que apela a la parte más animal del supuestamente evolucionado y racional ser humano. Si no nos parece lógico pensar que las luchas de gladiadores tendrían cabida en la sociedad actual, ¿cómo podemos convivir con los festejos taurinos?

Pero lo que resulta especialmente convincente es ver por fin, de forma clara, la crueldad sin límites que supone la lidia para el animal que, durante más de 20 minutos, es minuciosa y constantemente torturado con las varas de picar o las banderillas hasta que, por agotamiento y desangrado, fallece víctima de una estocada, la mayoría de las veces mal dada, provocando una agonía aún más larga de lo inicialmente previsto.

Ninguno de los argumentos a favor me parece ya sostenible. Si la raza brava corre riesgo de desaparecer porque dejemos de torturar y desangrar a sus integrantes, será fruto de la teoría de la evolución de Darwin. Pero seguro que estos animales se pueden conservar y criar en la dehesa de otra manera y con otros usos.

Si corremos el riesgo de la pérdida de tradiciones y folclore, no serán las primeras en cambiar ni evolucionar en la historia de la civilización humana en general, y española en particular. Y si todo un sector económico puede sufrir una reconversión grave y abrupta, tampoco sería la primera ocasión, y mucho menos con el impacto de otros casos como la siderometalurgia o la minería, por ejemplo.

Me gustaría al menos que no se perdiera la profunda huella que la tauromaquia ha dejado en la lengua castellana, tanto en palabras como en refranes y expresiones.

En serio creo que la sociedad evoluciona, la civilización progresa, y los toros son un rescoldo del pasado en nuestro día a día que, por falta de justificación y exceso de brutalidad, están condenados a la extinción. La Fiesta Nacional no se sostiene.

En este proceso de superación colectiva y paulatina de un espectáculo tan anticuado, brutal y cruel como el taurino, sí tengo dudas de cuál debe ser la posición correcta por parte de la Administración Pública. Dudo que la prohibición sea lo más eficiente, y tengo claro que la promoción y subvención de festejos es un error manifiesto, un escupir contra el viento. Quizás lo más razonable sería retirar todo tipo de apoyos públicos y que fuera el propio sector el que se mantuviera vivo y activo mientras el público lo respalde, algo que va en retroceso. Ni la televisión de pago lo considera ya un activo rentable.

El problema es que, en el contexto de polarización política y sociológica que vivimos, esos procesos de toma de decisiones se hacen cada vez más complicados. Los gobiernos autonómicos y municipales en manos de fuerzas conservadoras han hecho de los toros una bandera de resistencia contra la imposición de supuestos postulados ecológicos y animalistas por parte de ejecutivos progresistas. Y a las plazas van cada vez menos aficionados o público partidario de uno u otro torero, y más simpatizantes y votantes de derechas en un ejercicio de autoafirmación.

En mi modesta opinión, dejando la ideología al margen, y desde una experiencia conocedora y cercana durante mucho tiempo a la tauromaquia, creo que el tiempo de los festejos taurinos ha pasado y, como el circo romano o los autos de fe en las plazas mayores, son espectáculos que la mayoría de nuestra sociedad ya no asume como interesantes ni representativos. Serán años o serán décadas, seremos nosotros o nuestros hijos, pero los veremos desaparecer. De eso estoy seguro.

El 1 de mayo de 1992, viernes de Feria de Abril en plena Exposición Universal de Sevilla, mi padre me invitó a los toros. Él era prudentemente aficionado. No era fanático de la llamada Fiesta Nacional, pero sí le gustaba ir de vez en cuando a la Maestranza. Para mí no era mi estreno en un festejo taurino, pero sí el primero que recuerdo vivamente. Yo tenía aún 18 años y esa tarde, en el albero maestrante, el banderillero Manolo Montoliu sufrió una cornada en el pecho y falleció pocos minutos después en la enfermería de la plaza.

La noticia se trasladó rápidamente a los tendidos. La corrida, cuyo desarrollo se había interrumpido, acabó definitivamente suspendida y el público empezó a desalojar. Me quedé muy impresionado, bloqueado por el drama experimentado en vivo y en directo. Cuando salíamos de la plaza, mi padre, muy serio, me dijo: “Piensa que si esto que ha pasado hoy no pudiera ocurrir, no tendría sentido venir a los toros”. Era parte de una justificación, la de la lucha en supuesta igualdad de condiciones entre toro y torero, que aún hoy se puede escuchar de boca de muchos aficionados y taurinos.