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El Palacio Real necesita obras

31 de mayo de 2024 20:14 h

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Estaba yo en la cafetería de El Indio en Pino Montano tomando un café con mi amiga Marga. Le devolvía un portátil que intenté arreglarle, he de confesar que sin ningún éxito. A mitad del café recibí una llamada de la capital. Pensé que sería algún repartidor que me traía alguna inutilidad que me pareció necesaria unos días antes y que ya había olvidado por completo. Pero no, me llamaban de protocolo de la Casa Real: los reyes me invitaban a almorzar en Palacio. Entre todas las razones de esa invitación que se me pasaron por la cabeza una fue la de estar en alguna lista de súbditos y que poco a poco pasaríamos todos por allí, como en una reunión de accionistas donde nos agasajarían y nos explicarían de qué estamos participando. Aunque no, asistiría era en mi condición de escritora.

-Pues muy bien, ¿qué día sería?

La primera cuestión que me planteó mi amiga al colgar fue qué me iba a poner. Entendí su preocupación porque, desde que me di cuenta de que con mi tamaño me iba a resultar muy difícil pasar desapercibida por la vida, decidí sacar la discreción de mi armario.

Así que nada, allí me planté en Palacio junto al resto del panorama literario del momento. Fuimos anunciados uno a uno, como en las películas de Disney. Aquí, en lugar del título nobiliario, nos asociaban a nuestro premio, editorial u obra. Tras el saludo más o menos protocolario pasamos a un salón precioso, comimos bastante bien y, aunque no me gusta criticar cuando me invitan (aquí me lo permito porque algo sí que pagué seguro), diría que el vino fue más bien escaso. Lo entendí: todo el mundo sabe que no hay nada más insoportable que una reunión de escritores borrachos (como si se reunieran de otro modo).

En la sobremesa, donde solo se servía café y agua, SSMM estuvieron saludando a los distintos grupos en los que preguntaron hasta la saciedad si tenían tiempo de leer y cuáles eran su preferencias. En un momento dado atrajeron a Don Felipe al grupo en el que me encontraba y le recordaron el motivo por el que yo había sido invitada. Me dio la enhorabuena por el premio y yo le di las gracias por la invitación. Al fin y al cabo, era su casa y la verdad es que éramos un montón. Sí, más de cien, me aclaró, aunque todavía le gustaría invitar a más, pero el espacio que había era el que había. En ese momento sentí una enorme empatía como anfitriona aspiracional que soy. Lleva razón, le acompañé. Por muy grande que parezca el salón a mí siempre me falta alguna silla cuando organizo una cena en casa, le dije, tomándome la confianza de sentir que simplemente éramos dos personas altísimas bebiendo agua en una fiesta bastante aburrida. ¿No había al menos un salón de baile? Sí, me respondió, pero nunca, desde que él recordara, se había organizado un baile.

Ahí anunció que se debían marchar ya. ¿No se quedan aquí?, pregunté ingenua. Pensaba que era una especie de segunda residencia. Me contó que en realidad es un palacio sin dormitorios utilizables: habría que hacer obras. Me pareció una respuesta bastante inverosímil pero, por otro lado, una idea muy inteligente lo de organizar una fiesta en una casa de la que tengas que largarte y así acabarla. Porque solo los escritores saben los cansinos que somos y el trabajo que cuesta devolvernos a casa. De hecho, pienso que así surgieron las residencias “creativas”, en una reunión de la que no se les pudo echar a tiempo.

Cuando conté la anécdota me di cuenta de que había sido muy cotilla, aunque la verdadera cuestión no me atreví a preguntársela: ¿en serio era monárquico? Y es que a veces heredas un palacio en el que no puedes organizar un baile en condiciones con sus carrozas llegando y sus coreografías bonitas, donde para colmo tienes que recibir a la gente de los libros y alternar con ellos sin tener al menos un gintonic y que, por supuesto, necesita obras.

Estaba yo en la cafetería de El Indio en Pino Montano tomando un café con mi amiga Marga. Le devolvía un portátil que intenté arreglarle, he de confesar que sin ningún éxito. A mitad del café recibí una llamada de la capital. Pensé que sería algún repartidor que me traía alguna inutilidad que me pareció necesaria unos días antes y que ya había olvidado por completo. Pero no, me llamaban de protocolo de la Casa Real: los reyes me invitaban a almorzar en Palacio. Entre todas las razones de esa invitación que se me pasaron por la cabeza una fue la de estar en alguna lista de súbditos y que poco a poco pasaríamos todos por allí, como en una reunión de accionistas donde nos agasajarían y nos explicarían de qué estamos participando. Aunque no, asistiría era en mi condición de escritora.

-Pues muy bien, ¿qué día sería?