Este es un espacio donde opinar sobre Sevilla y su provincia. Sus problemas, sus virtudes, sus carencias, su gente. Con voces que animen el debate y la conversación. Porque Sevilla nos importa.
Primavera en San Pablo
La señora Dalloway decidió que ella misma compraría las flores.
Este es el comienzo de un libro que no he leído todavía, sin excusas, ojalá, pero no. Presentaciones hechas, tampoco recuerdo haber comprado flores nunca, supongo que hasta ahora me habían parecido un artículo de lujo, ¿qué es la práctica del lujo sino la inversión en algo bello, sin demasiada practicidad ni reembolsable? Flores, amores no correspondidos, virutas de oro en la comida, ¿para qué?
Pero una aspira, envidia, y cambia o lo intenta, si no de costumbres, pues de peinado, de pareja o de trabajo. Yo he cambiado de barrio, mi rebeldía del año. Siempre soñé con llegar en bici a mi casa situada en alguna calle embrujada del centro de Sevilla, pero el camión de mudanzas de los Márquez terminó aparcando en el Polígono San Pablo.
Tampoco es que sepa montar muy bien en bici y también este polígono tiene algo de mágico, al menos, de ficticio: una suerte de zona fronteriza, humilde y obrera, construida junto al barrio más lujoso de Sevilla. Levantaron torretas llamativas, con bandas que las identificaran desde lejos, como uniformes carcelarios de prisioneros peligrosos. Mi bloque es el puesto estratégico entre las dos realidades y, así, depende del ánimo y de la ventana que elija puedo ver la vida como me dé la gana. El vórtice de ambas es, sin duda, la farmacia, ahí nos mezclamos todos, porque qué democrático es el dolor.
Un día decidí arriesgarme e introducir un nuevo cambio, uno aspiracional: ese parecía un buen momento para empezar a comprar flores y por tanto convertirme en ese tipo de mujer
Lo mejor de esta dicotomía es la cuestión del aparcamiento, siempre hay; cada chalé tiene su propio garaje y eso nos facilita mucho la vida a las busca-huecos. Yo ya tengo el mío, por supuesto es el descarte de los demás vecinos, y siempre está libre porque se encuentra sobre las raíces de un árbol enfermizo, lleno de oquedades desde las que he visto asomarse alguna ratilla; la llamo así, en diminutivo, para no provocar una repulsión que la criatura no merece.
El hueco se encuentra frente a una floristería que nunca he visto cerrada. Solía pasar de largo, pero un día decidí arriesgarme e introducir un nuevo cambio, uno aspiracional: ese parecía un buen momento para empezar a comprar flores y por tanto convertirme en ese tipo de mujer, ¿quién sabe a dónde me llevaría eso? Entré decidida, qué bonito debía ser trabajar en un sitio así. No había nadie dentro, pero como no sabía bien qué buscaba no reclamé atención. Miré macetas, canastos de mimbre, plantas colgantes, las imaginé en mis nuevas paredes, sobre la mesa que acababa de montar, ¿me atrevería en el baño? Ya había alimentado suficientemente las ganas cuando me percaté de que no había un timbre con el que avisar de mi ansiedad consumista, así que di unos toques sobre el mostrador. Supuse que la dueña estaría en la estancia a la que dirigían unas escaleras adornadas con flores preservadas y lancé un ¿hola? Pero nadie. Debía ser muy confiada para dejar todo este lujo sin vigilancia, cualquiera podría llevarse las orquídeas, por ejemplo, aunque no tengo ni idea de lo que valen, podía cobrármelas como un vino, a treinta o a cinco euros.
Entonces entró una chica, ¿no está?, preguntó. No, contesté, sin saber a quién se refería ni si realmente estaba. No te muevas, me ordenó, y salió. Al rato me asomé a la puerta y, del bar de al lado, salió una persona con paso ligero hacia mí. Levantaba poco más de metro y medio de estatura, vestía un chándal rojo, era un hombre, consumido por la edad y otros estragos, supuse. Su cara estaba embebida hacia dentro, solo sobresalía un abultamiento un tanto amorfo a modo de nariz. Yo me había preparado la conversación a tener con la joven de vestido romántico y labios rosas que imaginé iba a bajar por las escaleras, pero ya no tenía tiempo de improvisar y mantuve el guion. Le expliqué lo de las paredes, la mesa, y nerviosa, elegí unas margaritas naranjas.
—¿Y tienes jarrón? Porque necesitas uno.
—¿Cómo cuál? El rollo del piso es así rústico, natural.
—Pues cristal, el cristal es muy natural.
Y así salí de la floristería con el ramo de margaritas, el jarrón de cristal (natural), dos macetas y dos canastos de mimbre. Podría contar que de vuelta reflexioné con que detrás de la belleza siempre imaginamos que hay una fuerza también bella, pero que como en muchas ocasiones, el motor de algo bello puede ser lo decrépito, lo tosco e incluso lo desagradable. Aunque lo cierto es que de camino a casa no pensé en eso, iba maldiciendo lo terriblemente incómodo que es cargar con flores y con plantas, y que no hay manera de llevarlo todo sin tronchar algo, y en que, si yo fuera tan rica como la señora Dalloway, tan rica como para tener un mayordomo, quizás no le pediría que me aparcara el coche, pero sin duda, él se encargaría de las flores.
Sobre este blog
Este es un espacio donde opinar sobre Sevilla y su provincia. Sus problemas, sus virtudes, sus carencias, su gente. Con voces que animen el debate y la conversación. Porque Sevilla nos importa.
0