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El 'palacio flotante' que zarpó de Sevilla para vencer (y morir) en Lepanto

Antonio Morente

11 de octubre de 2021 20:21 h

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El pasado jueves se cumplieron 450 años de la batalla de Lepanto, el 7 de octubre de 1571, aquella “más alta ocasión que vieron los siglos” que diría Miguel de Cervantes y que supuso uno de los momentos de mayor gloria para aquel imperio sobre el que no se ponía el sol de Felipe II. Al que fue el último gran combate con galeras de la historia la escuadra española acudió capitaneada por una embarcación colosal, la Real, que se construyó en Barcelona y, sorprendentemente, se decoró en Sevilla, donde estuvo casi dos años para completar un programa iconográfico que se salió de la norma con una inusual abundancia de escenas mitológicas. Del puerto sevillano partió rumbo a una batalla en la que lideró la flota de la Santa Liga a la victoria, pero en la que puede decirse que murió: aunque arribó a Mesina, base de la armada cristiana, allí se perdió su pista y de hecho no queda ni rastro de ella.

¿Y cómo sabemos entonces cómo era la conocida como galera Real de Lepanto? Pues gracias a que uno de los artífices de aquella aventura artística, Juan de Mal-Lara, dejó una reseña pormenorizada en su Descripción de la Galera Real del Serenísimo Señor don Juan de Austria, un manuscrito que no se llega a publicar porque su autor murió ese mismo 1571. Así que el escrito acabó durmiendo el sueño de los justos en la Biblioteca Capitular de la Catedral de Sevilla, hasta que vio la luz ya en el siglo XIX. 

Tirando de ese hilo, la investigadora Emma Camarero, profesora de la Universidad Loyola, ha presentado ahora el volumen La galera Real de Lepanto. Arte, propaganda y poder en la España del siglo XVI, que es una versión divulgativa y actualizada de la que fue su tesis doctoral. La autora traza de manera sencilla el perfil de aquella embarcación: “Verla tuvo que ser un auténtico espectáculo”. Una de las máquinas de guerra más imponentes de su época que a la vez se exhibía como un auténtico –y suntuoso– palacio flotante (“más que un museo era eso, un palacio flotante”), todo ello para lanzar un mensaje de poderío a amigos y enemigos.

Hasta 240 remeros

La nave fue la base de operaciones de Juan de Austria, al mando de la flota de la Santa Liga, así que no deja de tener su punto de ironía que fuese una galera de las que llamaban bastarda porque se salía de las medidas habituales, era más grande. Con 60 metros desde el espolón de proa al extremo de la popa y 6,20 metros de manga (anchura) máxima del casco, estaba equipada con 30 remos por banda (aunque alguno se quitaba para montar la cocina) y cuatro hombres en cada uno de ellos. Las cuentas nos dicen entonces que podía alinear a un máximo de 240 remeros, para así alcanzar una velocidad de 4,5 nudos.

Pero vámonos con la decoración, que es de lo que trata sobre todo esta historia. Queda dicho que la Real se construyó en 1568 en las Reales Atarazanas de Barcelona (en el Museo Marítimo de la ciudad, por cierto, hay una réplica a tamaño natural), con la idea de que liderase una escuadra que más pronto que tarde habría de enfrentarse a los otomanos. La idea inicial fue que los elementos decorativos se hicieran en Sevilla y que luego se ensamblasen en Barcelona. Pero en este tránsito murió el responsable general del proyecto y asumió la dirección el ya referido Juan de Mal-Lara, un poeta y humanista sevillano al que conocía Felipe II. 

Los artistas y sus talleres

Ahí es cuando se decide que la galera se va a Sevilla para que la decoren, lo que supuso que diese un importante rodeo porque su destino era el Mediterráneo oriental. “Sevilla era entonces el centro artístico más importante de España con diferencia”, apunta Camarero, lo que explicaría tan rocambolesco periplo. En la nave trabajarán una veintena larga de artistas sevillanos entre pintores, escultores, doradores, creadores del programa decorativo y entalladores, acompañados por sus respectivos talleres. 

Por allí pasarán pintores como Pedro de Villegas y Antonio de Arfián o el escultor Juan Bautista Vázquez el Viejo, junto a otros creadores que se incluyeron en la nómina de los que decoraron la Catedral de Sevilla. El giro artístico fue radical: pasaron de los temas sacros de la seo hispalense a abordar escenas mitológicas, que no abundan precisamente en el arte español de la época. 

Un amplio catálogo artístico

Por supuesto, eso no significa que aquello fuese un descoque, para empezar porque “la decoración de la parte más preeminente era religiosa”, con figuras rematadas por las tres Virtudes Teologales. Pero la inspiración clásica tan propia del estilo renacentista se derramó por pinturas, relieves y esculturas de proa a popa: 10 esculturas de gran tamaño representando a héroes y dioses de la antigüedad, 11 cuadros con escenas mitológicas, un tendal (toldo) pintado con las constelaciones, los vientos y el zodíaco y decenas de escenas realizadas en taracea, además de piezas de rejería y orfebrería. 

En definitiva, un programa iconográfico muy ajeno al arte que rodeaba a un rey tan religioso como Felipe II. “Un alarde decorativo inédito”, apunta Camarero, que explica que lo que se buscaba directamente era epatar, impresionar a todo el que viese aquel coloso. “Más que al enemigo, es todo un mensaje político dirigido a los aliados de España”, esa Santa Liga en la que por primera y única vez se unieron potencias como los Estados Pontificios, las repúblicas de Venecia y Génova, el Ducado de Saboya o la Orden de Malta. La monarquía hispana buscaba así mostrar su poderío para dejar bien claro quién mandaba por entonces.

Un mensaje sutil para su hermanastro

Muestra de lo suntuoso de la decoración de la Real es que se pagó en ducados, no en reales o maravedíes como era lo normal en la época. El montante total no figura en los diferentes documentos, que no obstante dejan claro que fue un dineral.

Pintada en rojo, y con velas rojas y blancas, la decoración de la zona destinada a Juan de Austria “era más sutil, con jeroglíficos, animales fabulosos y alegorías de las virtudes del buen capitán”. Aquello, entiende Camarero, es un recado de Felipe II a su hermanastro, que destilaba carisma pero también cierta inexperiencia a sus 23 años y además era la primera vez que se embarcaba. Allí se amontonan alusiones a Ulises, Jasón, Marte, Prometo, Diana o Atenea, en lo que la investigadora ve un doble sentido: por un lado, los cristianos vendrían a ser como los nuevos griegos, mientras que por otro los otomanos serían el trasunto de aquellos persas que fueron derrotados en la otra gran batalla de galeras de la historia, la de Salamina en el 480 antes de Cristo.

Un tesoro del que no queda ni rastro

El caso es que la galera Real pasó del Guadalquivir (se decoró directamente en los muelles, no llegó a entrar en las Atarazanas que fundase Alfonso X) a Mesina con varias escalas intermedias, para desde allí enfilar a lo que entonces eran las aguas de Lepanto en el Golfo de Corinto (Grecia). “Llegó para morir en la batalla”, apunta Camarero, de hecho Juan de Austria enfiló directamente contra la galera capitana en la que iba el general otomano Alí Bajá, y para mejorar el ángulo de ataque se arrojaron al mar varias esculturas de proa y hasta el espolón que remataba Neptuno. 

Es decir, que toda aquella lujosa ornamentación ya había cumplido su función política con los aliados y se desechó en parte al entrar en combate, lo que se dice un usar y tirar a lo grande. Las crónicas que cantan la rotunda victoria cristiana apuntan que tras el combate la galera Real parecía un puercoespín, de tantos proyectiles que recibió. Debió salir renqueante de Lepanto, ya que llegó a Mesina y nunca más se supo de ella y de manera literal, porque no queda ni el más mínimo fragmento. Hay reliquias de la batalla repartidas por el museo de Santa Cruz de Toledo, la Armería Real o el monasterio de Guadalupe, como el estandarte o el yelmo y algunas armas de Alí Bajá, así como el fanal de su galera, pero nada de la Real.

Emma Camarero compara la Santa Liga con lo que hoy sería el G8 y apunta que Lepanto tuvo en su época un impacto “que podría compararse a los ataques del 11-S”. Pero no hay rastro de la que fue principal protagonista de aquella historia, que se presentó a la batalla –y nunca mejor dicho– con sus mejores galas para no desentonar en “la más alta ocasión que vieron los siglos”.

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