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Durante siglos, de hecho hasta bien entrado el XVIII, el jabón de Castilla fue considerado el mejor del mundo, muy estimado por la nobleza y familias de postín a un lado y otro del Atlántico e incluso por no pocas cortes europeas. Lo curioso es que el también conocido como jabón blanco no tomaba su nombre del reino central de la Península Ibérica, sino de la calle Castilla de Sevilla, epicentro de Triana por el que se entraba a las Reales Almonas que tenían el monopolio por patente real. Ahora un proyecto de investigación ha recreado en 3D cómo era este histórico edificio del que casi no quedan vestigios, una iniciativa que –si se consigue financiación– se quiere prolongar con una gran maqueta de bronce donde se levantó en lo que hoy es el Paseo de la O.
La propuesta la han plasmado los alumnos del Grupo de Investigación TAR-Ingeniería para Transformar de la Escuela Politécnica Superior (EPS) y hasta el 12 de marzo puede verse en una exposición que acoge la sede del Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico (IAPH). Julián Lebrato está al frente de un grupo en el que se han juntado expertos en diseño industrial mecánico y químico, historiadores o documentalistas, “la idea es poner en el escaparate a técnicos para este tipo de trabajos” que pueden aportar una salida profesional. La intención es completar este primer paso no sólo con la maqueta de bronce, sino reproducir partes de las Almonas en su mismo emplazamiento en un proyecto que han bautizado como Paseo de la Jabonería.
El punto de partida de la industria jabonera de Sevilla lo tenemos cuando Fernando III conquista la ciudad en 1248, encontrándose con que había una fábrica que sería de factura almohade y cuya producción convierte inmediatamente en un privilegio real para desarrollarla como un monopolio. Esto obliga a que “todo el jabón de las Españas se tiene que fabricar aquí o con una concesión de esta casa”, señala Lebrato, un negocio en manos de nobles que no pocas veces acaban a la gresca por el control de los enormes beneficios que genera.
Ya entrados en el siglo XVI, y por consejo nada menos que del mismísimo rey Carlos I, los poseedores del privilegio alquilan la industria a la familia alemana Welser, con lo que se inicia el momento de mayor esplendor de la factoría trianera. Es entonces cuando al jabón de Castilla es reconocido como el más afamado y de mayor calidad de su época, superando a otros de bien ganado pedigrí como los de Savona en Italia o Marsella en Francia.
Con el paso de los años, la competencia del jabón clandestino (de peor calidad, pero mucho más barato) va empeorando las cuentas, por mucho que las sanciones sean muy severas para los piratas, se les persiga con intensidad y hasta se prohíban las producciones caseras, de ahí ese halo de clandestinidad que se ha mantenido hasta no hace muchas décadas cuando alguien quería fabricarlo en su hogar. La fábrica está ahora en manos de la casa ducal de Medinaceli, que por sus problemas económicos dispara los precios en el XVIII, lo que no ayuda a que las cosas mejoren.
Y así, ya metidos en el XIX, llegamos a la invasión de los franceses, que intervienen la producción para su propio suministro. La retirada gala no relanza la factoría, ya que los arrendatarios han abandonado el negocio y muchos de los operarios se marchan con el ejército napoleónico cuando descubren que pueden ganar mucho más en las fábricas de Marsella. Entre muchos vaivenes nos plantamos en 1836, cuando en los albores del convulso reinado de Isabel II se suprimen los estancos y monopolios, con lo que la producción del jabón se liberaliza y esto –andando el tiempo– anima al señor duque a vender las instalaciones el último día de 1845. Ahí cerraron para siempre las Reales Almonas.
La azarosa vida la factoría trianera se conoce en esencia gracias a la labor investigadora de Joaquín González Moreno, que fue archivero de la Casa Medinaceli durante más de tres décadas y que en 1975 dedicaba su tesis doctoral a este edificio. Este estudio ha sido la base documental para el trabajo fin de grado (TFG) Reconstrucción virtual de las Reales Almonas de Triana, firmado por Mercedes Ortiz para el grado en Ingeniería en Diseño Industrial y Desarrollo del Producto. Un proyecto que, a su vez, entronca con otro TFG, en este caso de Lucía Molina, que propone el Paseo de la Jabonería, una especie de exposición permanente en el Paseo de la O.
¿Y qué es lo que hacía tan especial a este jabón blanco o de Castilla? Pues básicamente las materias primas. De hecho, había grandes diferencias entre el que se fabricaba en la zona mediterránea, donde abundan los olivos cuyo aceite se usa como base, y el del norte de Europa. En esta zona la grasa empleada era de animales, incluso de pescado, así que no es de extrañar que los jabones sureños fueran de mucha mayor calidad. En la factoría sevillana, además de este bajón blanco o duro rico en sodio, se elaboraba otro blando o de Levante, con un aceite de peor calidad, cenizas y abundante en potasio.
La fórmula incluía barrilla o almarjo, una planta que se recogía en el tramo final del Guadalquivir que aportaba el componente alcalino o mazacote, así como cal de Morón y orujo. Con una mano de obra que durante mucho tiempo pusieron esclavos, en grandes tinajas se calentaba la mezcla, se procesaba el jabón y también se almacenaba. El producto se guardaba en unos depósitos subterráneos, las conocidas como cuevas del jabón, cuyas bóvedas sirvieron de cimientos de nuevas casas y parte de ellas se dejaron como refugio antiaéreo durante la Guerra Civil.
De todo aquello no queda prácticamente nada, sólo algunos fragmentos de muros y arcos incrustados en construcciones posteriores. Los últimos vestigios de lo que fue un patio mudéjar del siglo XV quedaron sepultados bajo unas viviendas que se construyeron en 1999, y en los aparcamientos del número 24 de la calle Castilla todavía hoy se puede adivinar el rastro de los sótanos de las Reales Almonas. De preservar su recuerdo sólo se encarga un azulejo que indica que ahí están los restos de la factoría “donde se elaboraba el famoso jabón sevillano que se embarcaba para América, Inglaterra y Flandes”. Una fábrica por la que ahora, al menos, se puede hacer un paseo virtual gracias a una recreación que ha recuperado su recuerdo.
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