Los 51 violadores de Gisèle Pélicot no son monstruos: por qué la conmoción puede ocultar lo más importante
Gisèle Pélicot se ha convertido en la protagonista de un relato de violencia sexual que mezcla lo más terrible y lo más heroico: durante al menos una década, su marido buscó a otros hombres para violarla –él incluido– mientras ella dormía al borde del coma bajo los efectos de los medicamentos suministrados por Dominique Pélicot. La policía contabilizó 92 violaciones entre julio de 2011 y octubre de 2020. 51 hombres, entre ellos su ya exmarido, responden estos días ante la justicia francesa. Es ahí donde aparece la otra parte que ha fascinado del juicio: la resiliencia de una mujer que ha decidido celebrar las sesiones a puerta abierta para que todo el mundo pueda ver y escuchar porque, en palabras de su abogado, “la vergüenza debe cambiar de bando”.
Aunque el caso contiene algunos elementos que sirven para entender la cultura de la violación y la envergadura de la violencia machista, la estupefacción y el horror también están generando otros efectos más cuestionables. Perfilar a los agresores como monstruos y fijarnos en un caso tan extremo facilita un relato en el que muchos pueden decir que 'no todos los hombres' hacen 'esas cosas' porque 'esas cosas' son, efectivamente, monstruosas. Y lo monstruoso siempre parece una excepción. El problema es que la monstruosa violencia machista es la norma y no la excepción, es ejercida por hombres y no por monstruos, y, aunque los casos como el de Gisèle Pélicot existen, buena parte de la violencia sexual sigue pasando por debajo del radar y no suele implicar estrategias tan macabras.
La experta en violencia sexual Bárbara Tardón subraya que la cultura de la violación es contradictoria: “El agresor sexual es el más odiado y, al mismo tiempo, parece que nadie lo es porque el pacto patriarcal permite que los hombres no se sientan como tales”. Percibir a Dominique Pélicot como un monstruo sirve, de alguna manera, para concentrar en él y en los otros 50 hombres el terror y “salvar a los demás”. Not all men ('No todos los hombres') decían muchos en redes sociales estos días, utilizando la frase que ya es un clásico de la era del MeToo. Si a ningún hombre le apetece identificarse con un agresor sexual, esquivar el espejo parece más fácil cuando se trata de un marido que durante años ha drogado a su pareja con el objetivo de violarla junto a hombres que buscaba por Internet y cuyas agresiones grababa.
“Reúne todas las características de la monstruosidad con la que se representa la violación en la Historia, mientras no se ven las agresiones sexuales en otros casos donde las conductas están mucho más normalizadas e invisibles, conductas que muchos hombres sí han ejercido. La de este caso no es la violación más frecuente”, explica Tardón. Las estadísticas y estudios sobre violencia sexual muestran que la gran mayoría de agresiones son cometidas por hombres conocidos y sin necesidad de emplear una violencia extrema.
Hay hombres que insisten hasta forzar a las mujeres que tienen al lado, hombres que interpretan el silencio o la incomodidad como un 'sí', hombres que entienden que el sexo es posible con alguien que ha consumido gran cantidad de alcohol o de drogas. De cualquier manera, con más o menos violencia, las agresiones que escandalizan a la sociedad son posibles porque existen muchas otras “menos extremas”, conectadas entre sí, apunta la experta.
El mal y el miedo
Otra de las contradicciones de esa cultura de la violación que revela este caso es la mezcla entre matrimonio, los celos como elemento del llamado amor romántico y la capacidad de agredir a esa persona que dices querer. “Plantea una parafilia aparentemente incomprensible, que es esta idea de entregar el cuerpo de tu esposa a otros hombres. Pero si ponemos una lupa a los hechos, la sorpresa empieza a disolverse, ya que también constituye una tesela más de todo ese mosaico de atrocidades que el patriarcado ha perpetrado contra las mujeres. Aparentemente, lo monstruoso es que el acusado pusiera a disposición el cuerpo de su esposa para otros hombres, sin embargo, existe toda una tradición de comportamientos masculinos basada en satisfacer al hombre a costa de las mujeres. Los intereses del heteropatriarcado van por delante de los intereses de tu esposa”, reflexiona el escritor Antonio J. Rodríguez, autor de El dios celoso. Monogamias, monoteísmos, monopolios (Debate) y de La nueva masculinidad de siempre (Anagrama).
Algo parecido añade Bárbara Tardón: que las violaciones se produzcan dentro del matrimonio y que, además, fueran facilitadas por el marido a otros hombres tiene unas connotaciones “espeluznantes” porque se entiende “que quien está en pareja contigo no te puede violar”. La realidad muestra, sin embargo, que las familias, los hogares y las parejas heterosexuales son espacios donde mujeres y niñas sufren enormes cantidades de violencia machista.
A raíz del caso, Antonio J. Rodríguez ha reflexionado sobre el mal y el miedo en un texto en Substack. Sobre lo primero, cree que siempre que los hombres tienen que referirse o explicar el mal acuden a la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto o los atentados terroristas. Sin embargo, el caso de 'la manada', las miles de desaparecidas y asesinadas en América Latina, la trata de mujeres durante los conflictos armados, los parricidios asociados a la violencia machista o crímenes recientes como el del hombre que quemó a la atleta Rebecca Cheptegei forman parte de un “repertorio de atentados contra la integridad y la dignidad de las mujeres que son la punta del iceberg de algo mucho más profundo, y explica, yo creo con bastante claridad, cómo el terror machista es probablemente la exhibición de maldad estructural más transversal que existe”.
Precisamente, esa descripción del mal permite que los hombres vivan de manera más ajena las violencias machistas. Rodríguez recuerda el miedo que sentía en los momentos álgidos del yihadismo, miedo por él, por su hijo y por su entorno, “y aquí las emociones son otras, es horror, estupefacción, pero no miedo”.
No pidamos heroicidad
Si bien la actitud de Gisèle Pélicot es de una heroicidad admirable, precisamente porque es la asombrosa excepción en un mundo en el que las víctimas siguen en riesgo de sufrir estigma y cuestionamiento no deberíamos utilizarla para crear en un nuevo estándar de la 'buena víctima'. Como ejemplo de revictimización basta con ver la portada de la revista satírica Charlie Hebdo, que caricaturiza a la mujer que ha tenido que asumir ese “gran tipo”, como ella misma lo definió, con el que estaba casada, la había drogado, violado con otros hombres y grabado.
“Hay una parte bienintencionada de identificarla como una mujer valiente que ha plantado cara a los agresores, pero no podemos glorificar a las víctimas que se comportan así en un contexto en el que estamos diciendo que la violencia sexual es tan estructural. La mayoría de las víctimas ni quieren ni pueden ser así, porque el sistema no siempre les va a acompañar”, asegura la experta en violencia sexual Bárbara Tardón. Si Rosa Parks pudo mantenerse en el asiento de aquel autobús y Gisèle Pélicot pide sentarse a cara descubierta en un juicio a puertas abiertas es, además, porque están acompañadas: de una red, de un movimiento antirracista o feminista que pone las condiciones para la rebelión y el cambio, sostiene.
96