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Conociendo al enemigo: estos son los siete tipos de coronavirus

Coronavirus

Ismael Mingarro

Catedrático de Bioquímica y Biología Molecular en la Universitat de València —

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La historia de los coronavirus como agentes patógenos en humanos se remonta a mediados de los años 60 cuando se aislaron por primera vez a partir de muestras obtenidas del tracto respiratorio de adultos con síntomas de resfriado común.

Estos virus, que pertenecen a la Subfamilia Orthoviridae dentro de la Familia Coronaviridae del Orden Nidovirales, deben su nombre al hecho de tener una forma esférica de la que sobresalen unas espículas que les dan la apariencia de una corona (por semejanza a la corona solar).

Su genoma es de RNA (27-34 kilobases) de cadena sencilla y polaridad positiva, lo que quiere decir que su RNA puede ser traducido directamente por los ribosomas de la célula infectada. Ya en los primeros estudios se demostró que estos virus son ‘sensibles al éter’, por lo que se sugirió que presentan una envuelta lipídica.

Esta envuelta, posteriormente confirmada, está compuesta por una bicapa lipídica en la que se encuentran embebidas las proteínas estructurales S (espícula), responsable de la apariencia en forma de corona y del reconocimiento de los receptores en la célula diana; M (glicoproteína de membrana), la más abundante de las proteínas estructurales de la superficie del virus y que define la forma de la envuelta lipídica así como el ensamblaje de las partículas virales; y E (envuelta), una pequeña proteína implicada en varios procesos del ciclo viral (Figura 1).

Esta envuelta lipídica representa uno de los puntos débiles del virus y sobre el que más fácilmente podemos actuar para impedir la transmisión. Dado que los coronavirus afectan al aparato respiratorio, la transmisión se produce por contacto directo con las secreciones respiratorias que se generan con la tos o el estornudo de una persona enferma si entran en contacto con los ojos, nariz o boca de un individuo no infectado.

A nivel molecular, el jabón desorganiza la bicapa lipídica y solubiliza (extrae) las proteínas de la envuelta lipídica, inactivando el virus. Esto significa que el lavado frecuente de manos con agua y jabón se convierte en nuestra primera barrera de defensa para evitar el contagio por estos virus. Los coronavirus infectan a mamíferos y aves, siendo los murciélagos y los pájaros unos huéspedes ideales debido a que son vertebrados voladores de sangre caliente.

Los 7 coronavirus

En la actualidad se conocen siete tipos de coronavirus que infectan humanos, cuatro de ellos (HCoV-229E, HCoV-OC43, HCoV-NL63 y HCoV-HKU1) son muy comunes y algunos de ellos están presentes en el resfriado común junto a otros agentes patógenos como los rinovirus, por lo que se estima que una proporción muy alta de la población ha desarrollado defensas frente a ellos estando mayoritariamente inmunizados.

Además de estos cuatro coronavirus, han aparecido de forma más reciente otros tres:

SARS-CoV

El primero de ellos en aparecer fue virus SARS-CoV (síndrome respiratorio agudo severo), que generó un brote en el sur de China en noviembre del 2002 y acabó infectando a más de 8 400 personas en 26 países de Asia, Europa y América, en los que hubo algo más de 800 muertos, lo que supuso una letalidad del 9,6 %. La pandemia que supuso el SARS-CoV fue contenida en poco más de 6 meses, dándose por controlada en el verano de 2003 y desde el año 2004 no se han reportado nuevos casos de la enfermedad.

MERS-CoV

Más recientemente, en 2012, apareció el virus MERS-CoV (síndrome respiratorio del Oriente Medio).

Desde el punto de vista genético es un primo lejano de SARS-CoV con el que comparte aproximadamente el 80% de su genoma, que se extendió a 27 países de Asia, Europa, África y Norte América infectando a menos de 2 500 personas pero de las que murieron más de 850, lo supone una tasa de letalidad del 34,5 %.

El menor número de personas infectadas en esta epidemia se debió fundamentalmente al bajo índice de contagio del virus entre humanos, y probablemente también a su elevada letalidad, dado que el virus al matar al hospedador reduce su propia capacidad de diseminación.

Cabe mencionar que en 2015 hubo un brote de MERS-CoV en Corea del Sur originado por un viajero que visitó Oriente Medio, siendo éste el brote más relevante de la enfermedad fuera de Oriente Medio desde la epidemia de 2012.

SARS-CoV-2

Como desgraciadamente todos sabemos, en diciembre de 2019 se reportó la aparición del más reciente de los coronavirus que infectan humanos, el SARS-CoV-2, en Wuhan, China. Con más de 300 000 casos confirmados de la enfermedad Covid19 en 167 países y más de 13.000 muertos en el momento de escribir este texto (22 de marzo) según la John Hopkins Whiting School of Engineering, se ha convertido en una pandemia sin precedentes.

Los números nos indican que SARS-CoV-2 es extraordinariamente eficaz en la transmisión entre humanos probablemente debido a su tiempo de incubación (14 días), lo que le proporciona una gran transmisibilidad presintomática.

Pero al mismo tiempo presenta una tasa de letalidad mucho menor que la de SARS-CoV y MERS-CoV, que se estima del 2-4%, y una tasa de mutación baja de acuerdo con los datos acumulados en los ya más de 850 genomas secuenciados, lo que son sin duda son dos buenas noticias.

Probablemente estamos ante un ejemplo de evolución darwiniana. Si SARS-CoV-2 ya ha evolucionado hasta alcanzar una elevada eficiencia de transmisión entre humanos y una buena tasa de replicación en los pacientes, no tiene muchas razones para incrementar su letalidad.

Inversión en Ciencia

Finalmente, me gustaría enfatizar que el conocimiento detallado del mecanismo de infección del virus y de su ciclo vital supone nuestra única oportunidad para luchar contra esta terrible pandemia de la que solo el conocimiento científico nos permitirá salir.

La reciente iniciativa del Gobierno destinando 30 millones de euros a financiar la investigación en la enfermedad Covid19 es sin duda una de las mejores noticias que hemos tenido en estos últimos días.

Pero deberemos recordar lo que estamos viviendo ahora toda la sociedad cuando hayamos vencido la actual pandemia, dado que la experiencia nos demuestra que los fondos de financiación desaparecen cuando las necesidades de búsqueda de nuevos tratamientos son menos imperiosas, como ocurrió con las anteriores epidemias de SARS-CoV y MERS-CoV en las que la inversión en financiación específica supuso un incremento significativo en el número de publicaciones científicas, pero que la no continuación de estas inversiones supuso que nuestro conocimiento no siguiera incrementándose (Figura 2).

En qué situación nos encontraríamos ahora si como sociedad invirtiéramos más en investigación no podemos saberlo, pero es razonable pensar que estaríamos mejor.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el original aquí.The Conversationaquí

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