Los activistas climáticos ya no son niños: “No me extrañaría que recibieran penas desproporcionadas por las protestas”
Activistas climáticos arrestados por policías antiterrorismo. Activistas imputados por delitos penados con cárcel por adherirse a un marco. Activistas multados con 1.000 euros por pintar con tiza el suelo. Las protestas contra la inacción para atajar la crisis climática afrontan una nueva fase de castigos en España. Parece que más severos.
“Ya no somos simpáticos”, resume Bilbo Basterra, que actúa en el grupo Futuro Vegetal. Dos activistas de este colectivo están imputadas por un delito contra el patrimonio por pegarse a los marcos de las Majas de Goya en El Prado el pasado 5 de noviembre. “Una vez que hemos usado tácticas más disruptivas y pedimos un cambio más sistémico, menos superficial, ha llegado una represión más dura”. Ese delito conlleva pena de cárcel de seis meses a tres años.
Sam y Alba pintaron en la pared del museo el guarismo 1,5º. Hacían referencia al tope de temperatura extra del planeta que permitiría evitar las peores consecuencias del cambio climático. Un umbral casi fuera del alcance a pesar de las evidencias presentadas por los científicos.
Es la misma reivindicación que enarbolaba la activista sueca Greta Thunberg a la cabeza de manifestaciones masivas que tocaron techo en diciembre de 2019 durante la Cumbre del Clima celebrada en Madrid. La crisis climática no ha aflojado, pero la determinación por atajarla, a la vista de la COP27 recién culminada en Egipto, sí.
“Es posible que estemos entrando en una nueva fase del activismo climático después de que la pandemia lo cortara de cuajo en su momento más alto”, opina Sergio Aires Machado, de Juventud por el Clima. “La COVID y, ahora, Ucrania han copado el foco así que es comprensible que se busquen alternativas”.
Entre esas alternativas están el lanzamiento de sopa a cuadros famosos –todos protegidos con capas superpuestas a la pintura, es decir, sin daños reales a la obra–, los espráis naranjas de Stop Oil a fachadas de sedes de petrolíferas, la entrada a un concesionario de BMW o bloquear jets privados.
“Es cierto que el movimiento climático se había creado una imagen muy buena con Greta Thunberg. Se había pasado del ecologista marginal a los jóvenes preocupados por su futuro y eso hacía más difícil la represión”, describe Basterra. “Y con esa imagen hicimos manifestaciones masivas, acciones de protesta, pero ¿qué se consiguió? Poco”.
“Sorprende” que no sean “más radicales”
“Hay que recordar que los activistas climáticos están recurriendo a acciones más teatrales como estas porque los Estados y las corporaciones siguen sin hacer caso a la crisis ecológica que tenemos enfrente”, puntualiza a elDiario.es el periodista estadounidense Will Potter.
Potter es autor del libro Los verdes somos los nuevos rojos, en el que indaga en los paralelismos entre el tratamiento que el Gobierno de Estados Unidos aplica a activistas, sobre todo animalistas, y la búsqueda de comunistas en el país en la década de los 50.
Desde luego, las emisiones de CO2 que están causando el cambio climático, lejos de reducirse, marcaron un pico en 2021 y la proyección es que subirán un poco más en 2022. Los planes climáticos de los países, en combinación, dejan el calentamiento global para finales de siglo en más de 2,5ºC, según el análisis de la ONU.
“Lo que me sorprende es que el movimiento ecologista no haya recurrido a acciones más radicales si se considera lo que está en juego”, remata el periodista.
Los activistas climáticos están recurriendo a acciones más teatrales porque los Estados y las corporaciones siguen sin hacer caso a la crisis ecológica que tenemos en frente
Las altas instituciones del Estado
El pasado 14 de junio, Marta García Pallarés, que es activista en Ecologistas en Acción, recibió una llamada telefónica que le instaba a acudir a comisaría al día siguiente. García Pallarés había participado en una protesta de Rebelión Científica en la escalinata del Congreso dos meses antes.
Ese día, un grupo de científicos había teñido las escaleras y columnas con agua con remolacha que no permanece. Al acudir a comisaría fue arrestada por la Brigada Antiterrorista de la Policía. Está imputada por sendos delitos contra las instituciones del Estado y el patrimonio.
“Es indudable que se está dando una criminalización de la protesta y un aumento de la represión del movimiento climático”, cuenta mientras sigue en libertad con cargos. “Se ha pasado del castigo administrativo que solía aplicarse a estas protestas a los delitos. De tener que pagar una multa –que puede afrontarse desde los colectivos– a pedir penas de cárcel”.
Sam y Alba “están bien. Son imparables”, cuenta Bilbo Basterra. Pero pasaron 48 horas detenidas a pesar de que, explican, “prepararon la acción para intentar evitar sobre todo que se les atribuyera un delito: se adhirieron al marco, que no es patrimonio, no dañaron nada y la sala se reabrió en dos o tres horas”. En este colectivo, “aunque estamos preparados para asumir las consecuencias, sí nos ha sorprendido la escalada de castigo”.
Es indudable que se está dando una criminalización de la protesta y un aumento de la represión del movimiento climático
En esa “escalada”, incluso dos reporteras colaboradoras de El Salto que acudieron a cubrir la acción en el Museo de El Prado han sido arrestadas e imputadas por los mismos delitos penados con prisión.
No violencia
“Este tipo de protestas pueden ser controvertidas y ser polarizadoras”, abunda Will Potter, “pero incluso en su grado más extremo, estos ambientalistas siguen sin ser violentos, cosa que no puede decirse, por ejemplo, de la extrema derecha”.
“Nuestra máxima es la no violencia”, remacha Marta García Pallarés. Lo mismo que subraya Bilbo Basterra de Futuro Vegetal: “Eso, en realidad, nos limita a la hora de plantear acciones y por eso buscamos fórmulas para poner debates encima de la mesa, alertar sobre la urgencia y ejercer presión”.
A la salida del confinamiento por la pandemia de COVID, tres jóvenes activistas de Fridays for Future pintaron el suelo de la ciudad de Granada con tiza. Escribieron frases como “Justicia climática” o “Nuestro futuro no está en venta” y un globo terráqueo. A la policía municipal no le gustó y propusieron que les multaran con 900 euros a cada una.
Su recurso contra una sanción “desproporcionada” derivó en una rebaja por parte del Ayuntamiento. Pero mantuvo el castigo, esta vez, de 250 euros. El trío no se rindió y tuvo que llevar al Ayuntamiento a los tribunales. Dos años después ganaron: las multas fueron anuladas por “vulneración de la libertad de expresión”.
Una vez pasado el juicio, Paula, una de las activistas, explica: “No nos esperábamos esa reacción. Antes de en Granada vimos que se estaba haciendo por toda Europa. Lo de aquí fue una locura... ¡si nos multaron por la normativa de medio ambiente!”.
A pesar de haber ganado el juicio, Paula sí considera que ahora al movimiento climático se le ve como “incómodo”. “Cuando son niños que van con el informe del IPCC bajo el brazo parece que se dice: 'Mira qué cucos' y se les da unas palmaditas en la espalda. Éramos inofensivos. Ahora con acciones un poco más disruptivas nos hemos vuelto incómodos”.
Sergio Aires cree que “vamos hacia un mix en el activismo climático: por un lado una movilización social fuerte para que dé respaldo a acciones más disruptivas porque la movilización por sí sola no da para poner presión”.
¿Ecoterrorismo?
“Una siempre está dispuesta a asumir la responsabilidad”, cuenta García Pallarés, “pero lo que hemos visto es que, desde hace un par de años, se ha endurecido la represión. Es como una señal de 'no os mováis'”. Bilbo Basterra añade que “cuando alguien llega al grupo ya sabe que es arrestable”. “Nosotros siempre valoramos el riesgo y se tiene en cuenta, no es algo irreflexivo”, aporta Aires Machado, de Juventud por el Clima.
Cuando son niños que van con el informe del IPCC bajo el brazo parece que se dice: 'mira qué cucos' y se les da unas palmaditas en la espalda, ahora nos hemos vuelto incómodos
Potter avisa : “No me extrañaría si los actos de protesta como estos fueran golpeados con castigos desproporcionados o se les describiera como terrorismo”.
En este sentido, Marta García Pallarés señala que la última memoria de la Fiscalía General del Estado ha incluido bajo el epígrafe Terrorismo internacional un apartado denominado Ecologismo radical violento, en el que su “evaluación de la amenaza” se refiere a la implantación en España de Extinction Rebellion.
“En el año 2021 se ha detectado que, con colaboración de militantes extranjeros procedentes de grupos extremistas, han instruido en el uso de técnicas de la clandestinidad con dos fines: aseguramiento del éxito de las acciones y eludir las responsabilidades administrativas y penales de los participantes”, escribe la memoria.
La ecologista piensa que esto “equipara a los activistas con, por ejemplo, los grupos de extrema derecha que son violentos, racistas y promueven los delitos de odio”. Y se queja de que, para referirse a las acciones en los museos, se habla de “destruir, ataque, violencia... lo que los presenta como personas dañinas”.
El secretario general de la ONU, António Guterres, pidió el pasado septiembre dejar la “adicción” a los combustibles fósiles y establecer un impuesto especial para los beneficios extra que están obteniendo estas compañías a pesar de que esos combustibles son la principal causa de lo que llamó “carnicería climática”. Tras esas palabras, Aires Machado entiende que “al fin y al cabo estamos poniendo el foco en esas contradicciones”.
Paula, desde Granada, insiste en que acciones como estas “hacen que la gente se confronte con la incomodidad de la situación. Hace que ya no sea un ruido de fondo. Y la crisis climática no puede ser más tiempo un ruido de fondo”.
Will Potter acaba su análisis diciendo que “hay que reconocer dónde reside la verdad”. Bilbo Basterra añade: “Si el problema está en los que financian los combustibles fósiles, ¿por qué persiguen activistas?”.
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