Adaptarse o morir. La crisis climática ha obligado a los españoles a aclimatarse al incremento del calor extremo para evitar daños severos sobre su salud. A medida que han crecido las temperaturas máximas, también lo ha hecho el umbral a partir del cual se dispara la mortalidad por calor.
El calor severo, como el que se cierne este junio sobre España en otra ola cálida temprana, conlleva miles de muertes cada verano. Desde 2015 se han atribuido al calor 11.966 fallecimientos, según los datos de exceso de mortalidad (MoMo) del Instituto de Salud Carlos III. Una media de 1.700 muertes anuales, aunque en tendencia descendente: el verano de 2021 fue el de menor mortalidad achacable al exceso de temperatura de la serie analizada.
El análisis de los científicos es que los planes contra el calor han reducido esta mortalidad, pero “la exposición al calor extremo se está volviendo más intensa”. Y las temperaturas por encima de lo normal vuelven a España tras el reciente e inédito pico registrado en mayo.
Se trata de “una situación inusual porque, aunque no lo parezca, no son habituales unas temperaturas tan altas para este mes”, explica el portavoz de la Aemet, Rubén del Campo.
Uno de los efectos más “incuestionables” del cambio climático es el incremento en frecuencia e intensidad de las olas de calor. Desde 1975 en España se han registrado 10 episodios de calor extremo en un mes de junio, es decir, tempranos. Cinco de ellas se han acumulado desde 2011.
Si se le suma la anunciada ola de 2022, salen seis olas en junio en 12 años: una cada dos años, cuando en los 35 previos se registraron cinco, una cada siete. “Una prueba más del alargamiento de los veranos que traen olas más frecuentes, intensas y, también, más madrugadoras”, remacha le meteorólogo Del Campo.
La temperatura umbral de mortalidad “refleja la adaptabilidad de los humanos al clima local”, detallan los investigadores climáticos. La idea era que, teniendo en cuenta esta temperatura, al elevarse el calor en las diferentes partes del mundo, crecerían las muertes. Pero parece que la población española está amoldándose.
Los investigadores del Instituto de Salud Carlos III Cristina Linares y Julio Díaz han descubierto que, entre 1983 y 2018, mientras las temperaturas máximas diarias en verano en España escalaban unos 0,4ºC por década –más de 1,2ºC acumulados y subiendo– la temperatura de mínima mortalidad, el umbral, de manera general, ha crecido 0,6 ºC por década.
Por lo tanto, de momento, la adaptación de la población a la subida de temperaturas ha servido para compensar el recalentamiento del país desde el punto de vista de la salud pública.
“El reto es saber si podremos mantener ese ritmo de adaptación y más teniendo en cuenta que se avecina más calor”, explica Julio Díaz. “Está claro que con la mitigación [del cambio climático] ya no basta: hace falta adaptación”, apostilla Cristina Linares.
Ambos científicos de la Unidad de Cambio Climático, Salud y Medio Ambiente Urbano han detectado que esa capacidad de adaptación varía mucho de unas zonas del país a otras: entre las mejores están Córdoba, Huelva y Girona y entre las peores Valladolid, Cáceres y Ciudad Real. ¿Por qué esas diferencias?
Los habitantes de zonas urbanas son seis veces más vulnerables a las olas de calor que los de las zonas rurales. “La ruralidad es un factor de protección”, explica Linares. También están más expuestos a daños en su salud las mujeres “tanto por su biología como por los roles que se les han asignado”, abunda la investigadora. En esa línea, las viviendas en peor estado y la dificultad, no ya para disponer de aire acondicionado, sino para tener dinero con el que activarlo suponen factores de vulnerabilidad para las personas: “La pobreza cuadriplica el riesgo”, remata Carmen Linares.
No se trata de un elemento banal, ya que en los últimos 40 años casi se ha doblado la necesidad de refrigerar los edificios para mantener una temperatura mínima de confort, según los registros de Eurostat. Cada vez es más difícil combatir el calor severo: exige más energía y, por tanto, una factura más alta.
“Lo bueno es que sabemos qué factores influyen en la adaptación y sobre cuáles podemos actuar”, cuenta Díaz. “Yo no puedo influir en estar acostumbrado al calor como en Sevilla, ni en mi sexo ni en la aridez de la provincia, pero sí en muchas otras cosas”.
Rehabilitación, pobreza energética, zonas verdes
Esas cosas, según han comprobado en su investigación, son, por ejemplo, la adaptación y rehabilitación de casas o el número de sanitarios disponibles “que favorecen la adaptación en las zonas rurales”, explican. Otro vector sobre el que puede actuarse es la pobreza energética –que impide refrigerar un hogar– o la creación de zonas verdes y azules en las ciudades, que combaten el efecto isla de calor en áreas urbanas.
Aunque el calor sigue dañando especialmente a las personas mayores (casi el 90% del exceso de fallecimientos atribuidos a la temperatura en 2021 fue en mayores de 74 años) “sí vemos que cada vez afecta más a población activa”, revela Linares. “Colectivos más expuestos durante su jornada laboral como en el sector de la construcción o del reparto”. También padecen más severamente las altas temperaturas las embarazadas, los enfermos nefrológicos y los diabéticos.