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Análisis

El alarmismo, los datos y una falsedad que es verdad un año después

21 de febrero de 2021 21:15 h

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Se cumple un año desde que Lorenzo Milá fuera aplaudido, de manera intensa pero breve, por apelar a los datos para oponerse a lo que entonces se consideraba alarmismo. Por desgracia lo hizo alimentando la desinformación con datos falsos, asegurando que el coronavirus –entonces todavía no llamábamos a la enfermedad por su nombre, COVID-19– tenía una letalidad más baja que la gripe. “Chico, parece que se extiende más el alarmismo que los datos”, remachó el periodista en una conexión desde Italia. Un año después, sus afirmaciones cobran otro sentido, suenan adelantadas a su tiempo. Ahora es posible que sí se esté extendiendo más el alarmismo que los datos.

No es necesario juzgar desde la comodidad del presente para saber que los datos, entonces, no estaban del lado de Milá. Un par de días antes un informe del Imperial College de Londres había calculado que dos tercios de los casos exportados de China no habían sido detectados. Ya sabíamos que el SARS-CoV-2 era muy contagioso, más que la gripe, y que la “ventana de acción” que había establecido la OMS para frenar su expansión se estaba cerrando. La situación en Irán, Corea del Sur, Singapur e Italia era buena prueba de todo ello.

Sobre todo, sabíamos que la letalidad del nuevo coronavirus era muy superior a la de la gripe: al menos diez veces más, siendo conservadores. Las cifras falsas que circularon por entonces avivaron una dañina comparación que se mantuvo durante meses y que todavía sobrevive en círculos negacionistas. Quizá lo más preocupante fuera el elevadísimo porcentaje de pacientes que requería atención hospitalaria, lo que garantizaba el colapso de cualquier sistema sanitario. Faltaban muchas piezas del puzle, como el papel de la transmisión presintomática, pero la preocupación ya estaba más que justificada.

Esta fase de negación es solo una de las cinco etapas del duelo, desde la ira a la depresión, que hemos ido atravesando desde hace un año. No en orden, y con alguna caída (veraniega y navideña) en la negación. En la primera mitad de 2020 critiqué un wishful thinking que repetía ideas tranquilizadoras, pero no amparadas por la evidencia. Es solo una gripe, la letalidad no es tan alta, ya lo hemos pasado todos, se irá en verano (¡quizá para no volver!), el virus se está atenuando, los niños no se infectan, la inmunidad de grupo está cerca.

Un año después todavía no hemos alcanzado la fase de aceptación. El pensamiento ilusorio se ha transformado en sueños como la eliminación del virus, una opción que la mayoría de expertos ve inviable. Seguimos aspirando a manejar un desastre natural buscando evidencias en mascarillas y medidores de CO2 que nos den esa sensación de control sin la que nos sentimos incómodos, al mismo tiempo que hacemos oídos sordos al hecho de que la pandemia sí entiende de clases. Quizá, por todo eso, hoy reina la depresión.

Como si fuera un negativo sádico de Mr. Wonderful, el wishful thinking inicial ha saltado al otro extremo. Las noticias que aseguraban que la gripe era mucho más peligrosa que el coronavirus han sido sustituidas por titulares sobre variantes temibles y resistencias vacunales inminentes. El pesimismo nos ha atrapado hasta el punto de calar en algunos expertos, que lo amplían y devuelven al público.

Un criticado tuit reciente de un exdirector del CDC resume el alcance de este problema. En él se asegura que las vacunas favorecerán la aparición de mutaciones que escapen del sistema inmunitario. Hemos llegado al punto de pensar que las vacunas, que nos dieron una merecida y necesitada dosis de optimismo a finales de 2020, nos van a traicionar. Hasta hace unos meses la literatura científica era clara al respecto: la evolución de resistencias vacunales es algo excepcional, aunque haya que estar alerta. Hoy parecen inevitables.

En este escenario no ayuda la presencia de una plaga que nos ha acompañado desde el comienzo de la pandemia. Aquellos que, en busca de rédito personal, dan mensajes contundentes, simplistas y, por ende, tranquilizadores, sobre temas que no dominan. La máxima ironía reside en lo que un amigo periodista llama “el péndulo del charlatán”: quienes aplaudían a Milá hace un año y se reían del alarmismo ante una gripe, hoy prefieren pecar por exceso que por defecto. Ahora lo trendy ya no es ser Lorenzo Milá, sino llevar desde junio asegurando que un confinamiento como el de marzo está a la vuelta de la esquina. El apocalipsis va a llegar.

En el año que ha pasado desde que Milá hiciera su famosa intervención algunos hemos recorrido el camino inverso, y vemos hoy un exceso de pesimismo no sustentado en los datos. Quizá sea un mecanismo psicológico de defensa para sobrevivir a un año leyendo papers, artículos e informes casi las 24 horas del día. Sin embargo, considero que en realidad la culpa la tienen las vacunas.

Muchos jamás imaginamos que veríamos vacunaciones fuera de ensayos clínicos en 2020, pero las vacunas llegaron. Aunque el gol se anotara en el tiempo de descuento —y el fracaso de gigantes como Merck, Sanofi y GSK nos recordara que tuvimos algo de potra—, el pesimismo sobre aquello fue erróneo.

¿Qué dicen los datos esta vez? Las vacunas parecen funcionar con la variante británica que aspira a imponerse en muchos lugares del planeta. En Israel representa el 90% de los casos y, aun así, la eficacia contra hospitalizaciones y muertes supera el 90%. También es capaz de reducir las infecciones —sintomáticas o no— en casi un 90%. Ambas cifras provienen de una reciente prepublicación que, aunque preliminar, es esperanzadora. Incluso los datos procedentes de la vacuna de Oxford/AstraZeneca apuntan a que las vacunas reducirán la transmisión.

En cuanto a la temida variante sudafricana, y aunque está por ver si se extenderá por el mundo, parece que las vacunas de Pfizer y Moderna también funcionarán. Faltan datos respecto a la de Oxford/AstraZeneca, pero la empresa cree que sí protegería de cuadros graves e incluso la OMS ha recomendado que la vacunación continúe en el país africano.

En cualquier caso, los fabricantes ya trabajan en una muy probablemente necesaria actualización de sus vacunas y otras nuevas podrían llegar en los próximos meses. Además, en España la campaña de vacunación va viento en popa si miramos el número de personas completamente inmunizadas que han recibido ambas dosis. A todo esto hay que sumar que, con independencia de la variante presente en su territorio, países como Reino Unido, Irlanda y Sudáfrica han logrado controlar sus epidemias con las mismas medidas que se llevan utilizando desde hace un año. El virus no puede escapar de las mascarillas y la distancia social.

Nada de esto quiere decir que el coronavirus haya dejado de ser preocupante. El virus seguirá circulando y sabemos que no necesita mutar para descontrolarse y provocar daños con gran rapidez. La pospandemia será dura y, en unos años, los estudios sobre sus efectos a largo plazo nos harán llevarnos las manos a la cabeza.

Las vacunas tienen un enorme reto por delante que no está en el ARN del virus, sino en su reparto equitativo en una campaña de vacunación a escala global nunca vista antes. En un año, algunos países se empezarán a olvidar de la COVID-19 —e incluso a tirar dosis caducadas una vez la sobreproducción sustituya a la escasez— mientras otros todavía no tienen vacunas. Será necesario, más que nunca, recordar que no estaremos a salvo si no estamos todos a salvo.

Nadie sabe cuándo terminará la pandemia, porque no habrá un anuncio pomposo y un cartel de The End. No finalizará con un aplauso, sino con un larguísimo suspiro de alivio que durará años. La pandemia terminará cuando el virus siga ahí, pero sin que ocupe cada segundo de nuestras vidas. Y a pesar de todo esto, la realidad invita a un optimismo que no existía hace un año. Aunque a algunos pareciera molestarles. Sigamos alerta, pero no dejemos que se extienda más el alarmismo que los datos.