La angustia de los pacientes con una enfermedad sin nombre: “Es mejor tener un diagnóstico, por malo que sea”
Hace tres meses que Maika recibió la noticia que llevaba esperando más de un década. Volvía de casa de sus padres en el coche con su marido. Él tuvo que parar en doble fila, donde rompió a llorar. Ella se quedó en shock. “¿Me voy a morir?”, le preguntó a la médica internista que llevaba años tratando de dar con el origen de sus males: su hígado crecía sin control y nadie era capaz de explicar el motivo. Maika González es una de las tres millones de personas en España que conviven con una enfermedad rara diagnosticada.
Los expertos calculan que hay alrededor de 7.000 enfermedades raras, que son aquellas que afectan a menos de cinco personas por cada 10.000 habitantes. Maika, por ejemplo, ha sido diagnosticada de dos: una mutación de la enfermedad de Pompe y Sanfilippo. De la segunda, es el único caso detectado en adultos, lo que plantea un reto a la hora de definir un tratamiento que pueda ralentizar el avance de dos dolencias que no tienen cura.
Su odisea diagnóstica comenzó cuando tenía 34 años, hace 12. “Después del verano pensamos que nos habíamos pasado comiendo helados. Tenía el abdomen hinchado y fui al médico, que me envió a urgencias porque el hígado estaba creciendo sin parar”, recuerda. A los seis meses aparecieron los dolores. “Empezó a dañar el aparato digestivo y el resto de órganos alrededor, las costillas... Los médicos no sabían de dónde venía. Me operaron y me quitaron la mitad, pero a los tres meses estaba peor”, explica.
Durante esos 12 años, Maika pasó por más de 80 ingresos, decenas de complicaciones y hasta dos comas. A finales de año, un grupo de investigadores del Instituto de Investigación de Enfermedades Raras (IIER) publicó un estudio en el que señalaba que más de la mitad de los pacientes con enfermedades raras esperan una media de seis años para conocer el nombre de su dolencia y lo que ello conlleva: ni más ni menos que optar a un tratamiento adecuado.
La directora del IIER, Eva Bermejo, indica que el retraso diagnóstico tiene múltiples consecuencias: “El primero es que si se pone algún tipo de tratamiento sea inadecuado porque no es para la enfermedad, sino para los síntomas. El segundo, que puede suponer un agravamiento de la enfermedad si existe tratamiento y no se aplica. El tercero es la falta de apoyos que puede recibir la persona, a quien no tener un diagnóstico no le permite entrar en unos cauces a través de los que se solicitan determinadas ayudas”.
Maika, cuyo centro de referencia es el Hospital Clínico San Carlos de Madrid, llegó a ser derivada al equipo de trasplantes del 12 de Octubre. “El doctor me dijo que no me hacía el trasplante porque no serviría de nada, que teníamos que saber por qué crecía”, recuerda todavía con cierto enfado por lo que en aquel momento no entendió, pero que ahora, “después de muchos años y muchos ingresos” alcanza a comprender.
Más de un 30% de las personas afirman que el retraso diagnóstico conlleva un agravamiento de la enfermedad, porque es la puerta de acceso a un tratamiento curativo o paliativo y a una asistencia sanitaria adaptada a esa patología
Daniel de Vicente es vocal de la Fundación Española de Enfermedades Raras (Feder) y presidente de la Asociación de Pacientes ASMD España. Su caso dispara todas las medias. “A partir de los seis meses de edad comencé con los primeros síntomas y hasta los 36 no conseguí un diagnóstico”, explica. “Más de un 30% de las personas afirman que ese retraso conlleva un agravamiento de la enfermedad, porque el diagnóstico es la puerta de acceso a un tratamiento curativo o paliativo y a una asistencia sanitaria adaptada a esa patología”, explica. Además, señala que “las personas que no están diagnosticadas se sienten discriminadas y, en algunas patologías, hay cierto impacto económico” y psicológico: “Sabes que te pasa algo y no puedes hacer tu vida normal”.
“Cuando te dan el diagnóstico tampoco es fácil de asumir. Al principio no te lo puedes creer, pero después de un periodo de duelo te sientes aliviado, porque tienes la sensación de que sabes lo que te pasa y los médicos saben por dónde tirar”, explica. En su caso, cuando le dijeron el nombre de la enfermedad que padecía no tenía cura ni tratamiento, pero el azar se volvió de su lado con la aparición de un ensayo clínico en el que participa. “Tuve la suerte de poder optar a él y luego entró mi hermana (alrededor del 80% de las enfermedades raras son de origen genético). A nivel de efectividad no solo paraliza la enfermedad, sino que revierte los síntomas y es bastante seguro, con pocos efectos secundarios”, explica este farmacéutico.
Carmen Sáez es presidenta de la asociación Objetivo Diagnóstico y, a día de hoy, la otra cara de la moneda. “Vivir sin diagnóstico te genera mucha ansiedad e incertidumbre. Es como si te tiran al mar, no sabes nadar y no te ponen un flotador”, lamenta. Como en muchos casos, su vida cambió con un síntoma común. Su marido se torció un tobillo hace 15 años y hoy está en una silla de ruedas, amén de otros síntomas a los que los profesionales no han podido todavía ponerle nombre. “Socialmente la gente no se cree que necesites un diagnóstico, te están viendo luchar y te dicen que para qué quieres saber lo que tienes”, lamenta.
La gran tristeza es que tienen que esperar a que empeoremos para ver si con síntomas nuevos se les abre una ventana, aunque eso empeore la calidad de vida del enfermo
“Cuando vas por primera vez al médico hay un protocolo, en el que ellos tienen establecido que pueden ser unas enfermedades comunes, las normales. Cuando ven que no encajan en ninguna, empiezan con las raras conocidas. Cuando contrastan los síntomas con las raras conocidas, comienzan con los descartes con las menos conocidas. Van comparando, pero hay 7.000 enfermedades”, explica Carmen. Lo perverso de estas dolencias da un nuevo giro ante la falta de diagnóstico: “La gran tristeza es que tienen que esperar a que empeoremos para ver si con síntomas nuevos se les abre una ventana, aunque eso empeore la calidad de vida del enfermo”, señala.
Según la última actualización del Estudio ENSERio, sobre la situación de Necesidades Sociosanitarias de las personas con Enfermedades Raras en España, de FEDER, en 2017 prácticamente la mitad de los pacientes habían tenido que viajar fuera de su provincia en los últimos dos años a causa de la dolencia y, de ellas, cerca del 40% lo habían hecho cinco o más veces. “Nosotros vivimos en Elche y a los nueve meses de empezar con los síntomas nos mandaron a Valencia, porque esto se les quedaba pequeño, con lo que conlleva no vivir en una gran capital. Cada vez que vamos, los viajes me los tengo que pagar yo”, lamenta Carmen. También ha pagado determinadas pruebas, vitaminas, podólogos o terapias cognitivas. “A nosotros nos cuesta cada sesión 120 euros y son situaciones muy complicadas, en las que a veces tienes que elegir si prefieres que pierda la memoria o que coma”, ejemplifica.
Maika se conoce buena parte de la red hospitalaria de Madrid. A través de asociaciones como FEDER, Objetivo Diagnóstico y de la colaboración entre especialistas, ha pasado por el Clínico, el 12 de Octubre, el Ramón y Cajal, La Paz... y ha viajado fuera de la Comunidad en busca de respuestas que no llegaban. “Cada vez que hacían una prueba de una enfermedad concreta era como si te abriesen los ojos y en unos días te quedases ciego con el negativo”, recuerda su marido, Carlos Marcos. “Menos oncología, he pasado por todas las especialidades y te dicen ”no sé, no sé, no sé“ y te acuestas por las noches llorando de dolor sin saber qué te pasa”, apunta ella. Finalmente, accedió a un estudio genético que dio en el blanco de su dolencia.
Es esencial mantener una colaboración fluida con otros investigadores, porque si hay pocos pacientes con una enfermedad rara y nos lo callamos, no sirve para nada
En España, el IIER, dependiente del Instituto de Salud Carlos III del Ministerio de Sanidad, cuenta con una unidad de diagnóstico genético y un programa de casos sin diagnóstico, SpainUPD, en red con otros proyectos a nivel internacional. “Es esencial mantener una colaboración fluida con otros investigadores, porque si hay pocos pacientes con una enfermedad rara y nos lo callamos, no sirve para nada”, razona la directora. En el centro recurren a modelos, a partir de los que tratan de reproducir la enfermedad en células e ir dando pasos que confirmen que una mutación en un gen puede dar lugar a la enfermedad.
“Mediante cultivos celulares creamos mini-órganos que se generan a partir de las células del paciente, y hacemos pruebas con distintas sustancias. Si tuviéramos que someter a una persona a esas pruebas, a experimentación y a dosis que no serían tolerables para el resto de los órganos, no podríamos hacerlo y no sería ético, pero si podemos hacerlo en el laboratorio, podemos probar y revertir esa enfermedad. Cuando vemos que funciona, podemos pasar a animales y a medida que vamos avanzando en esos modelos y nos vamos aproximando al hombre, podemos plantear pasar a ensayo clínico”, resume Bermejo.
La directora del IIER apunta que en su programa de casos sin diagnóstico llegan a ponerle nombre y apellidos a las dolencias del 50% de sus pacientes, frente a tasas del 30% en otros país. Pero no se conforma. “Tenemos que ser autocríticos y tenemos otro 50% de personas por las que tenemos que luchar y seguir mejorando nuestra capacidad”, afirma Bermejo. Para ello, las asociaciones de pacientes piden más recursos, más investigación y más apoyo, además de facilidades a la hora de gestionar las consultas con los diferentes especialistas.
Precisamente, expertos y pacientes recomiendan ponerse en contacto con pacientes. Maika llegó a través de Feder a Objetivo Diagnóstico, donde la pusieron en contacto con profesionales especializados en enfermedades raras. “Te das cuenta de que la mayoría de pacientes acabamos sabiendo más de las enfermedades raras que los médicos, así que ofrecemos servicios de orientación a las familias, le indicamos el especialista que más formación tiene, damos consejos de autocuidado y salud, se le orienta si hay un ensayo clínico y abrimos redes de trabajo”, explica De Vicente.
Maika iniciará ahora un ensayo clínico para buscar un remedio al desarrollo de su dolencia. “Espero poder llevar una vida más decente, tener una mejor calidad de vida, aunque sea con limitaciones. Si ese ensayo ralentiza la enfermedad, es un avance”, reconoce. Ahora, dice, tiene “más esperanza que nunca”.
Carmen añora tener un diagnóstico, “por malo que sea”. Hace unos meses le dijeron que lo de su marido podía ser poliglucosan, un trastorno degenerativo que debilita los músculos de las extremidades. “Si lo miras, es tremendo. Te ves en esa tesitura y te da el vértigo de que tienes que volver a empezar, porque si te dicen desde el primer momento la enfermedad que tienes, te da tiempo a buscar un tratamiento, pero a mi no me queda mucho tiempo. Estamos deseando tener un diagnóstico, pero te genera ansiedad, pereza, miedo...Es un cansancio tremendo, pero es lo que hay. En mi familia somos muy 'canallas' y seguiremos bailando con mi marido en la silla de ruedas, yendo a la playa gracias a dos amigos o a conciertos. Nos hemos adaptado y no hay quien nos pare”, dice con optimismo.
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