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La guerra del lobo

Javier Pérez de Albéniz

Cuando comencé a escribir este libro aún no lo sabía. Fue hace mucho tiempo, durante un invierno de finales de los años sesenta. Esos días grises y esa lluvia de la niñez. Creo recordar que fue una mañana fría y húmeda, que seguramente amaneció con un viento suave y se fue complicando con una llovizna persistente y amenazadores bancos de niebla que no terminaban de caer y cerrarse. Acompañaba a mi padre y a don Antonio, el cura de Vertavillo, por los campos del Cerrato palentino, pateando estrechas sendas de páramo, entre monte de carrascas y cultivos de cereal y de remolacha. Íbamos de caza, pero don Antonio era el único que llevaba escopeta: mi padre no tenía licencia de armas y yo no había cumplido diez años. Con nosotros también venía el Gol, un perro blanco y negro que debía de tener más de la mitad de sangre de setter.

Regresábamos a casa con algo de pluma en un morral que no era tal: don Antonio, que cazaba solo lo que se podía llegar a comer pero no era muy respetuoso con las leyes y las temporadas cinegéticas, escondía las piezas debajo de la sotana, colgando del cinturón. En época de veda también guardaba ahí la escopeta, que montaba de un solo golpe al tiempo que se levantaba las faldas con la habilidad con que un mosquetero se despojaba de la capa. ¡Pum! ¡Pum! Dos disparos, dos perdices desplomadas. Hierro y pájaros desaparecían bajo el hábito en un pis pas, y el sacerdote seguía con su paseo campestre como si nada hubiese sucedido.

Terminaba la jornada y comenzó a llover de verdad. La niebla se disipó y una bandada de tordos huyó lanzando melancólicos quejidos. «Acércate a la corraliza y tráete los bichos. Nosotros vamos andando...», dijo mi padre casi sin mirarme. Don Antonio había matado dos liebres grandes como corderos al comienzo de la mañana, y para no cargar con ellas las había escondido en un corral de los que se utilizaban para guardar el ganado por la noche. La idea no me hizo mucha gracia. Se encontraba a solo unos 200 metros de nuestro camino, pero estaba oscureciendo y la tenada era una construcción vieja, con partes derruidas, llena de recovecos y sombras. Caminé alicaído hacia mi destino, mirando de vez en cuando por encima del hombro para no perder la referencia con mi padre. Soplaba el viento, y la hierba reseca crujía como una escoba de paja barriendo un suelo de madera. ¿Cómo bajaría las liebres? Las habían colgado a cierta altura junto a la entrada, en el interior del cobertizo. Estaba buscando un tronco viejo para apoyar en la pared, y poder trepar por él, cuando supe que algo iba mal. Las rabonas no estaban en su sitio. No había terminado de asimilar la noticia cuando escuché un ruido fuera, en el corral de piedra que rodeaba el exterior de la tenada. Asomé la cabeza y vi un perro que no estaba cuando entré. Se encontraba con la cabeza agachada sobre el suelo, comiendo algo, supuse que nuestras liebres. Los perros grandes y desconocidos como ese me daban miedo, era solo un niño, así que di media vuelta y comencé a caminar muy despacio hacia la salida. Debí de hacer ruido. El perro me escuchó, hizo un sonido extraño y comenzó a moverse. Me di la vuelta justo a tiempo para ver cómo intentaba saltar la pared del fondo sin conseguirlo, cómo se daba la vuelta hacia donde yo estaba, y cómo pasaba a mi lado a la carrera. Con la espalda pegada a la pared, temblando, sentí su olor y noté cómo su miedo se fundía con el mío.

Cuando se alejó lo suficiente como para creer que estaba seguro se detuvo, giró una cabeza enorme, orejas puntiagudas, y me lanzó una mirada fría e inquietante que no había visto jamás. No era un perro. Sonó un disparo, la tierra reventó bajo sus patas y entonces ya nada le detuvo. «¿Lo has visto? Era un lobo», dijo mi padre mientras don Antonio recargaba la escopeta y la devolvía a su escondite. «Cagüen la leche, se me ha quedado corto el tiro», gruñó el cura antes de preguntar por las liebres. Y es que don Antonio solo mataba lo que se comía... y lobos.

Quiero pensar que esa tarde comencé a percibir sensaciones, a acumular experiencias, a tomar notas mentales, a organizar en mi cabeza las ideas y sentimientos que han resultado fundamentales para, casi medio siglo después, decidirme a escribir este libro. Hoy sé que el lobo es mucho más que el superpredador ibérico. El animal más admirado y odiado de nuestra fauna, un fugitivo condenado a vivir huyendo, una leyenda aplastada por el peso de la misma, por la ignorancia humana y por algunos intereses personales y políticos. El lobo es el símbolo de la naturaleza salvaje, y del distanciamiento irreversible entre esa misma naturaleza y el progreso. También es una parte fundamental de la cultura del norte de España. Y por supuesto es un proscrito, el enemigo público número uno de los ganaderos. Los cazadores sueñan con añadirle a su lista de trofeos. Los conservacionistas le defienden a ultranza.

«Todos tenemos un lobo en el interior», asegura el director de cine francés Jean-Jacques Annaud. «Los hombres no somos tan distintos, nos empujan los mismos instintos de territorialidad, venganza, amor, y eso es lo esencial de la vida, el resto es un poco de ropa y decorado», asegura el cineasta que nos descubrió la relación entre lobos y pastores nómadas en Mongolia. «Los lobos nos pueden enseñar varias cosas: a gruñir menos, tener más “discreta confianza”, dar ejemplo, mostrar una fiel devoción al cuidado y defensa de las familias, respetar a las hembras, compartir sin problemas la crianza», afirma Carl Safina, profesor, ecologista y escritor autor del libro Beyong Words; What Animals Think and Feel.

Los lobos y yo hemos mantenido una relación en la distancia durante años. He rastreado sus huellas en Alaska solo unos días después de que cuatro de ellos atacasen y matasen a Candice Berner, una profesora de la escuela rural que había salido a correr por los alrededores de Chignik Lake, un pequeño pueblo a 700 kiló- metros de Anchorage. He localizado los restos de un gran alce muerto en Yellowstone por alguna de las manadas de lobos descendientes de aquellas que fueron reintroducidas en el parque en 1995. He visto sus excrementos en la frontera entre Finlandia y Rusia, solo unos minutos antes de que apareciese un gran oso y los pisotease y orinase encima. He contemplado las caras de miedo de los pastores que atravesaban los collados del Dolpo tibetano cuando se han cruzado con viajeros que les han advertido de la presencia de lobos. Y he husmeado en el oeste de Canadá, primero buscando los colosales lobos del Yukón, los más grandes del mundo, y luego los lobos costeros, acostumbrados a una dieta de pescado y mamíferos marinos.

Los he sentido muy cerca muchas veces, pero han tenido que pasar más de cuarenta años para que volviese a ver un lobo en libertad, en el campo. Fue el tranquilo y soleado mediodía del 28 de abril de 2016 en La Pavona, la finca ganadera que mi suegra tiene en Ávila. Caminaba con Ange, mi mujer, por el camino principal, rodeados de vacas avileñas que pastaban con absoluta tranquilidad, cuando un ejemplar solitario salió del robledal que nace en la fresneda, a orillas del río, y subió con pasos largos y decididos hacia la sierra. El clásico trote lobero. La orejas tiesas. Si nos miró, no le vi hacerlo. Pero seguro que sabía que estábamos allí, a poco más de 150 metros de las casas de los guardeses, entre vacas y chotos que parecían ignorar su presencia. Una reacción curiosa, puesto que solo unas horas antes los lobos, quizá ese mismo animal, habían acabado con un ternero avileño muy cerca de ese lugar.

Escribo esta historia porque el último rebrote del eterno conflicto entre lobos y hombres me ha cogido justo en el medio, entre los que defienden al cánido y los que quieren acabar con él. Como conservacionista convencido quiero un campo con lobos, en el que se escuchen sus aullidos por la noche y se sienta su presencia durante el día. Pero desde la proximidad a una familia de ganaderos castigados por sus matanzas no acabo de comprender ni la torpeza de la administración, en ocasiones más cerca de la caza que de la conservación, ni las políticas populistas y sensacionalistas de determinados ecologistas radicales que, en lugar de trabajar por la unidad en la gestión del lobo, parecen alimentar la crispación y el enfrentamiento.

La situación del lobo es tan compleja, está tan artificial e irracionalmente enrevesada, que en unas zonas de la península es un animal protegido por la ley y solo a unos kilómetros de distancia se le considera una apreciada pieza cinegética. En Portugal está catalogado como Especie en Peligro de Extinción. En España el río Duero marca la diferencia. Al norte del Duero los lobos están incluidos en el Anexo VI de la Ley 42/2007 del Patrimonio Natural y la Biodiversidad, que los considera «especies animales y vegetales de interés comunitario, cuya recogida en la naturaleza y cuya explotación pueden ser objeto de medidas de gestión». Es decir, que en Galicia, Cantabria o Castilla y León es especie cinegética. Al sur del Duero forma parte del Anexo II de la misma ley: «especies de animales y vegetales de interés comunitario para cuya conservación es necesario designar zonas especiales de conservación». En Castilla La Mancha, Extremadura o Andalucía se encuentran catalogados bajo diferentes figuras de protección.

Para escribir este libro he seguido las andanzas de los lobos de La Pavona, o lo he intentado, desde abril del 2016, cuando tuve la suerte de ver ese ejemplar solitario culebreando entre ramos y vacas, hasta agosto de 2017. Los animales que están cazando los terneros de mi suegra. He analizado sus movimientos, he estudiado sus costumbres cinegéticas, he intentando saber cuántos son, dónde se refugian, por dónde entran y salen de la finca. He colocado cámaras trampa para intentar fotografiarlos. He recogido sus pelos y cagadas. He tratado de comprenderlos un poco mejor. Y en paralelo, en los ratos libres, he viajado a los diferentes hábitats loberos de la península Ibérica. Aquellos lugares en los que es aceptado con relativa normalidad y hasta con agrado, como la zamorana sierra de la Culebra o las tierras altas de Pontevedra, en la Galicia profunda. Y a aquellos otros en los que se le considera el gran enemigo de la cabaña ganadera, como las dehesas de Salamanca y Ávila o las praderas de los lagos de Covadonga, en el Parque Nacional de Picos de Europa. Y finalmente, he visitado las zonas donde ha sido exterminado, como la sierra de San Pedro o la Sierra Morena andaluza.

Es el año del lobo. Y este es un libro que habla de ellos, por supuesto. Pero también de los hombres con los que comparte territorio. De los ganaderos y pastores que conviven con los depredadores, sufren sus ataques y, o bien los aceptan como carnívoros vecinos o bien los odian de manera visceral. De los ecologistas que los defienden, algunos con sus mejores intenciones y otros radicalizando el conflicto para garantizarse su forma de vida. De los científicos que tratan de poner orden, sensatez y conocimientos estructurados sistemáticamente en medio del griterío. De los forestales discretos y sabios, que saben más de lo que cuentan y han aprendido a navegar en medio del caos, en aguas revueltas, sorteando grandes tormentas. Y finalmente, de algunos burócratas de la administración que, en demasiados casos, preferirían solucionar el problema a tiros.

Mientras que en países como Estados Unidos intentan recuperar a los pesos pesados de su maltratada vida salvaje, primero reintroduciendo el lobo en Yellowstone y ahora proponiendo que los osos grizzly regresen a California, en España nos enzarzamos en toscas batallas fratricidas. Y exportamos imágenes que no hablan demasiado bien del país con la naturaleza mejor conservada de Europa: se ha puesto de moda en algunas zonas de Asturias colgar el cuerpo de lobos muertos, o sus cabezas decapitadas, en señales de tráfico, a modo de macabra advertencia mafiosa.

Espero que este libro agite la conciencia de todos los bandos humanos inmersos en la guerra del lobo, que les ayude a entender la complejidad del problema, a aceptar sus correspondientes responsabilidades y a buscar soluciones civilizadas. Y lo que es aún más importante: que sirva para que entendamos mejor al animal, que comprendamos sus características, que aceptemos sus necesidades, que asumamos su condición de depredador estrella de la península, que valoremos su importancia en el equilibrio del ecosistema y que, finalmente, seamos capaces de disfrutar de su presencia como una bendición.