Cuando comenceÌ a escribir este libro auÌn no lo sabiÌa. Fue hace mucho tiempo, durante un invierno de finales de los anÌos sesenta. Esos diÌas grises y esa lluvia de la ninÌez. Creo recordar que fue una manÌana friÌa y huÌmeda, que seguramente amanecioÌ con un viento suave y se fue complicando con una llovizna persistente y amenazadores bancos de niebla que no terminaban de caer y cerrarse. AcompanÌaba a mi padre y a don Antonio, el cura de Vertavillo, por los campos del Cerrato palentino, pateando estrechas sendas de paÌramo, entre monte de carrascas y cultivos de cereal y de remolacha. IÌbamos de caza, pero don Antonio era el uÌnico que llevaba escopeta: mi padre no teniÌa licencia de armas y yo no habiÌa cumplido diez anÌos. Con nosotros tambieÌn veniÌa el Gol, un perro blanco y negro que debiÌa de tener maÌs de la mitad de sangre de setter.
RegresaÌbamos a casa con algo de pluma en un morral que no era tal: don Antonio, que cazaba solo lo que se podiÌa llegar a comer pero no era muy respetuoso con las leyes y las temporadas cinegeÌticas, escondiÌa las piezas debajo de la sotana, colgando del cinturoÌn. En eÌpoca de veda tambieÌn guardaba ahiÌ la escopeta, que montaba de un solo golpe al tiempo que se levantaba las faldas con la habilidad con que un mosquetero se despojaba de la capa. ¡Pum! ¡Pum! Dos disparos, dos perdices desplomadas. Hierro y paÌjaros desapareciÌan bajo el haÌbito en un pis pas, y el sacerdote seguiÌa con su paseo campestre como si nada hubiese sucedido.
Terminaba la jornada y comenzoÌ a llover de verdad. La niebla se disipoÌ y una bandada de tordos huyoÌ lanzando melancoÌlicos quejidos. «AceÌrcate a la corraliza y traÌete los bichos. Nosotros vamos andando...», dijo mi padre casi sin mirarme. Don Antonio habiÌa matado dos liebres grandes como corderos al comienzo de la manÌana, y para no cargar con ellas las habiÌa escondido en un corral de los que se utilizaban para guardar el ganado por la noche. La idea no me hizo mucha gracia. Se encontraba a solo unos 200 metros de nuestro camino, pero estaba oscureciendo y la tenada era una construccioÌn vieja, con partes derruidas, llena de recovecos y sombras. CamineÌ alicaiÌdo hacia mi destino, mirando de vez en cuando por encima del hombro para no perder la referencia con mi padre. Soplaba el viento, y la hierba reseca crujiÌa como una escoba de paja barriendo un suelo de madera. ¿CoÌmo bajariÌa las liebres? Las habiÌan colgado a cierta altura junto a la entrada, en el interior del cobertizo. Estaba buscando un tronco viejo para apoyar en la pared, y poder trepar por eÌl, cuando supe que algo iba mal. Las rabonas no estaban en su sitio. No habiÌa terminado de asimilar la noticia cuando escucheÌ un ruido fuera, en el corral de piedra que rodeaba el exterior de la tenada. AsomeÌ la cabeza y vi un perro que no estaba cuando entreÌ. Se encontraba con la cabeza agachada sobre el suelo, comiendo algo, supuse que nuestras liebres. Los perros grandes y desconocidos como ese me daban miedo, era solo un ninÌo, asiÌ que di media vuelta y comenceÌ a caminar muy despacio hacia la salida. DebiÌ de hacer ruido. El perro me escuchoÌ, hizo un sonido extranÌo y comenzoÌ a moverse. Me di la vuelta justo a tiempo para ver coÌmo intentaba saltar la pared del fondo sin conseguirlo, coÌmo se daba la vuelta hacia donde yo estaba, y coÌmo pasaba a mi lado a la carrera. Con la espalda pegada a la pared, temblando, sentiÌ su olor y noteÌ coÌmo su miedo se fundiÌa con el miÌo.
Cuando se alejoÌ lo suficiente como para creer que estaba seguro se detuvo, giroÌ una cabeza enorme, orejas puntiagudas, y me lanzoÌ una mirada friÌa e inquietante que no habiÌa visto jamaÌs. No era un perro. SonoÌ un disparo, la tierra reventoÌ bajo sus patas y entonces ya nada le detuvo. «¿Lo has visto? Era un lobo», dijo mi padre mientras don Antonio recargaba la escopeta y la devolviÌa a su escondite. «CaguÌen la leche, se me ha quedado corto el tiro», grunÌoÌ el cura antes de preguntar por las liebres. Y es que don Antonio solo mataba lo que se comiÌa... y lobos.
Quiero pensar que esa tarde comenceÌ a percibir sensaciones, a acumular experiencias, a tomar notas mentales, a organizar en mi cabeza las ideas y sentimientos que han resultado fundamentales para, casi medio siglo despueÌs, decidirme a escribir este libro. Hoy seÌ que el lobo es mucho maÌs que el superpredador ibeÌrico. El animal maÌs admirado y odiado de nuestra fauna, un fugitivo condenado a vivir huyendo, una leyenda aplastada por el peso de la misma, por la ignorancia humana y por algunos intereses personales y poliÌticos. El lobo es el siÌmbolo de la naturaleza salvaje, y del distanciamiento irreversible entre esa misma naturaleza y el progreso. TambieÌn es una parte fundamental de la cultura del norte de EspanÌa. Y por supuesto es un proscrito, el enemigo puÌblico nuÌmero uno de los ganaderos. Los cazadores suenÌan con anÌadirle a su lista de trofeos. Los conservacionistas le defienden a ultranza.
«Todos tenemos un lobo en el interior», asegura el director de cine franceÌs Jean-Jacques Annaud. «Los hombres no somos tan distintos, nos empujan los mismos instintos de territorialidad, venganza, amor, y eso es lo esencial de la vida, el resto es un poco de ropa y decorado», asegura el cineasta que nos descubrioÌ la relacioÌn entre lobos y pastores noÌmadas en Mongolia. «Los lobos nos pueden ensenÌar varias cosas: a grunÌir menos, tener maÌs “discreta confianza”, dar ejemplo, mostrar una fiel devocioÌn al cuidado y defensa de las familias, respetar a las hembras, compartir sin problemas la crianza», afirma Carl Safina, profesor, ecologista y escritor autor del libro Beyong Words; What Animals Think and Feel.
Los lobos y yo hemos mantenido una relacioÌn en la distancia durante anÌos. He rastreado sus huellas en Alaska solo unos diÌas despueÌs de que cuatro de ellos atacasen y matasen a Candice Berner, una profesora de la escuela rural que habiÌa salido a correr por los alrededores de Chignik Lake, un pequenÌo pueblo a 700 kiloÌ- metros de Anchorage. He localizado los restos de un gran alce muerto en Yellowstone por alguna de las manadas de lobos descendientes de aquellas que fueron reintroducidas en el parque en 1995. He visto sus excrementos en la frontera entre Finlandia y Rusia, solo unos minutos antes de que apareciese un gran oso y los pisotease y orinase encima. He contemplado las caras de miedo de los pastores que atravesaban los collados del Dolpo tibetano cuando se han cruzado con viajeros que les han advertido de la presencia de lobos. Y he husmeado en el oeste de CanadaÌ, primero buscando los colosales lobos del YukoÌn, los maÌs grandes del mundo, y luego los lobos costeros, acostumbrados a una dieta de pescado y mamiÌferos marinos.
Los he sentido muy cerca muchas veces, pero han tenido que pasar maÌs de cuarenta anÌos para que volviese a ver un lobo en libertad, en el campo. Fue el tranquilo y soleado mediodiÌa del 28 de abril de 2016 en La Pavona, la finca ganadera que mi suegra tiene en AÌvila. Caminaba con Ange, mi mujer, por el camino principal, rodeados de vacas avilenÌas que pastaban con absoluta tranquilidad, cuando un ejemplar solitario salioÌ del robledal que nace en la fresneda, a orillas del riÌo, y subioÌ con pasos largos y decididos hacia la sierra. El claÌsico trote lobero. La orejas tiesas. Si nos miroÌ, no le vi hacerlo. Pero seguro que sabiÌa que estaÌbamos alliÌ, a poco maÌs de 150 metros de las casas de los guardeses, entre vacas y chotos que pareciÌan ignorar su presencia. Una reaccioÌn curiosa, puesto que solo unas horas antes los lobos, quizaÌ ese mismo animal, habiÌan acabado con un ternero avilenÌo muy cerca de ese lugar.
Escribo esta historia porque el uÌltimo rebrote del eterno conflicto entre lobos y hombres me ha cogido justo en el medio, entre los que defienden al caÌnido y los que quieren acabar con eÌl. Como conservacionista convencido quiero un campo con lobos, en el que se escuchen sus aullidos por la noche y se sienta su presencia durante el diÌa. Pero desde la proximidad a una familia de ganaderos castigados por sus matanzas no acabo de comprender ni la torpeza de la administracioÌn, en ocasiones maÌs cerca de la caza que de la conservacioÌn, ni las poliÌticas populistas y sensacionalistas de determinados ecologistas radicales que, en lugar de trabajar por la unidad en la gestioÌn del lobo, parecen alimentar la crispacioÌn y el enfrentamiento.
La situacioÌn del lobo es tan compleja, estaÌ tan artificial e irracionalmente enrevesada, que en unas zonas de la peniÌnsula es un animal protegido por la ley y solo a unos kiloÌmetros de distancia se le considera una apreciada pieza cinegeÌtica. En Portugal estaÌ catalogado como Especie en Peligro de ExtincioÌn. En EspanÌa el riÌo Duero marca la diferencia. Al norte del Duero los lobos estaÌn incluidos en el Anexo VI de la Ley 42/2007 del Patrimonio Natural y la Biodiversidad, que los considera «especies animales y vegetales de intereÌs comunitario, cuya recogida en la naturaleza y cuya explotacioÌn pueden ser objeto de medidas de gestioÌn». Es decir, que en Galicia, Cantabria o Castilla y LeoÌn es especie cinegeÌtica. Al sur del Duero forma parte del Anexo II de la misma ley: «especies de animales y vegetales de intereÌs comunitario para cuya conservacioÌn es necesario designar zonas especiales de conservacioÌn». En Castilla La Mancha, Extremadura o AndaluciÌa se encuentran catalogados bajo diferentes figuras de proteccioÌn.
Para escribir este libro he seguido las andanzas de los lobos de La Pavona, o lo he intentado, desde abril del 2016, cuando tuve la suerte de ver ese ejemplar solitario culebreando entre ramos y vacas, hasta agosto de 2017. Los animales que estaÌn cazando los terneros de mi suegra. He analizado sus movimientos, he estudiado sus costumbres cinegeÌticas, he intentando saber cuaÌntos son, doÌnde se refugian, por doÌnde entran y salen de la finca. He colocado caÌmaras trampa para intentar fotografiarlos. He recogido sus pelos y cagadas. He tratado de comprenderlos un poco mejor. Y en paralelo, en los ratos libres, he viajado a los diferentes haÌbitats loberos de la peniÌnsula IbeÌrica. Aquellos lugares en los que es aceptado con relativa normalidad y hasta con agrado, como la zamorana sierra de la Culebra o las tierras altas de Pontevedra, en la Galicia profunda. Y a aquellos otros en los que se le considera el gran enemigo de la cabanÌa ganadera, como las dehesas de Salamanca y AÌvila o las praderas de los lagos de Covadonga, en el Parque Nacional de Picos de Europa. Y finalmente, he visitado las zonas donde ha sido exterminado, como la sierra de San Pedro o la Sierra Morena andaluza.
Es el anÌo del lobo. Y este es un libro que habla de ellos, por supuesto. Pero tambieÌn de los hombres con los que comparte territorio. De los ganaderos y pastores que conviven con los depredadores, sufren sus ataques y, o bien los aceptan como carniÌvoros vecinos o bien los odian de manera visceral. De los ecologistas que los defienden, algunos con sus mejores intenciones y otros radicalizando el conflicto para garantizarse su forma de vida. De los cientiÌficos que tratan de poner orden, sensatez y conocimientos estructurados sistemaÌticamente en medio del griteriÌo. De los forestales discretos y sabios, que saben maÌs de lo que cuentan y han aprendido a navegar en medio del caos, en aguas revueltas, sorteando grandes tormentas. Y finalmente, de algunos buroÌcratas de la administracioÌn que, en demasiados casos, prefeririÌan solucionar el problema a tiros.
Mientras que en paiÌses como Estados Unidos intentan recuperar a los pesos pesados de su maltratada vida salvaje, primero reintroduciendo el lobo en Yellowstone y ahora proponiendo que los osos grizzly regresen a California, en EspanÌa nos enzarzamos en toscas batallas fratricidas. Y exportamos imaÌgenes que no hablan demasiado bien del paiÌs con la naturaleza mejor conservada de Europa: se ha puesto de moda en algunas zonas de Asturias colgar el cuerpo de lobos muertos, o sus cabezas decapitadas, en senÌales de traÌfico, a modo de macabra advertencia mafiosa.
Espero que este libro agite la conciencia de todos los bandos humanos inmersos en la guerra del lobo, que les ayude a entender la complejidad del problema, a aceptar sus correspondientes responsabilidades y a buscar soluciones civilizadas. Y lo que es auÌn maÌs importante: que sirva para que entendamos mejor al animal, que comprendamos sus caracteriÌsticas, que aceptemos sus necesidades, que asumamos su condicioÌn de depredador estrella de la peniÌnsula, que valoremos su importancia en el equilibrio del ecosistema y que, finalmente, seamos capaces de disfrutar de su presencia como una bendicioÌn.