En 1936, Gerhard Schrader, un químico alemán especializado en la producción de insecticidas, manipulaba moléculas en busca de un insecticida eficaz. Un día, se topó con un compuesto con aroma a manzana, un olor que, muchos años después, también recordarían los supervivientes de la masacre de Halabja, la ciudad en la que en 1988 Sadam Hussein envenenó a miles de kurdos.
El gas descubierto por Schrader, conocido como tabún, era una herramienta eficaz para aniquilar a los insectos. Sus moléculas se insertan en el organismo, bloquean el sistema nervioso y engañan a los músculos, que creen recibir señales para permanecer contraídos y se tensan sin control. Empiezan las convulsiones, el pecho se contrae y la víctima muere por asfixia. El gas mataba a los insectos, pero también a las personas, y en aquella Alemania de entreguerras esa capacidad resultaba muy atractiva. Se había creado el primer gas nervioso de la historia, una sustancia similar a la que se utilizó en la masacre de Siria de la semana pasada.
La historia del desarrollo de la guerra química es uno más de los escenarios en los que se puede observar la ambivalencia de la ciencia. La producción de pesticidas eficaces, aún con sus numerosos efectos negativos, ha permitido mejorar la producción agrícola para alimentar a más personas y ha ayudado a combatir graves enfermedades infecciosas como la malaria. Sin embargo, la misma industria que buscaba compuestos con el potencial para mejorar la vida de la gente ha creado algunas de las armas más temibles que existen. El mismo Schrader continuó con su investigación en insecticidas, y dos años después, en 1938, se encontró con el gas sarín, una de las sustancias que podrían haberse utilizado en los bombardeos de Siria.
Schrader realizó estos hallazgos trabajando en IG Farben, una empresa de la que, además del poliuretano, que se utiliza para hacer calzado, casas o preservativos, o el prontosil, uno de los primeros antibióticos, surgieron algunas de las armas químicas más infames de la historia. Además del sarín y el tabún, esta compañía fue la encargada de producir el Zyklon B, el pesticida con el que Hitler trató de eliminar la “plaga judía”. Uno de los creadores de ese gas, que también tiene sus orígenes en el desarrollo de pesticidas, fue Fritz Haber, el padre de la guerra química.
El investigador alemán es famoso porque, junto a Carl Bosch, primer presidente de IG Farben, desarrolló un sistema para producir amoniaco sin depender del nitrato de sodio de origen natural. Esa tecnología, imprescindible para la producción de fertilizantes artificiales, sirve hoy para alimentar a la mitad de la población mundial. Sin embargo, Haber fue la encarnación de los múltiples filos de su ciencia. Dispuesto a salvar vidas en época de paz, no tuvo inconveniente en ponerse al servicio del Ejército imperial cuando Alemania entró en conflicto.
En las trincheras de la Primera Guerra Mundial, el científico puso a prueba el gas de cloro como arma para matar a los soldados enemigos como a ratas. Una vez más, el químico estaba utilizando una herramienta del progreso como el cloro, que ha ahorrado millones de muertes provocadas por la contaminación del agua, para matar a sus congéneres. Además de para sus enemigos, sus decisiones tuvieron consecuencias terribles para el científico.
Asqueada con el uso que su marido estaba haciendo del conocimiento que ella tanto había querido, Clara Immerwahr, la esposa de Haber, química también, se suicidó disparándose al corazón en 1915. Años más tarde, muchos de los parientes de Haber, que era judío, perecieron en las cámaras de gas respirando el Zyklon B que él había ayudado a desarrollar.
Gas mostaza contra el cáncer
La Primera Guerra Mundial, además del gas de cloro, también fue el escenario elegido para la presentación global del gas mostaza, otra de las sustancias que, según algunos informes de inteligencia, acumula el Gobierno sirio en su arsenal. Este gas con olor a ajo estuvo muy presente en la primera Gran Guerra, pero fue en la Segunda Guerra Mundial donde mostró que además de hacer daño podía sanar. En 1943, un bombardeo de la aviación alemana sobre el puerto de Bari, en Italia, hizo volar por los aires parte del cargamento secreto del barco SS John Harvey de EEUU. El buque llevaba a bordo bombas con gas mostaza y el ataque expuso a más de 600 personas al tóxico.
Los investigadores que analizaron a los afectados observaron que su número de glóbulos blancos había caído en picado. La capacidad del gas mostaza para detener la división celular mostró así sus posibilidades para atacar a algunos tipos de cáncer como el linfoma o la leucemia, en los que los glóbulos blancos se reproducen de forma descontrolada. El dañino gas mostaza, que atacaba a las células sanas, pero tenía aún un mayor efecto sobre las prolíficas células tumorales, se convirtió así en la primera quimioterapia con una cierta eficacia contra algunos tipos de cáncer.
Las futuras víctimas sirias de la guerra química también podrían beneficiarse de la investigación en torno a este tipo de armas, aunque en este caso no se trate de hallazgos inesperados. El trabajo de toxicólogos iraníes que estudiaron los efectos de los gases nerviosos en la guerra que enfrentó a su país con Irak en los 80 mostró la capacidad de algunos antídotos contra estas armas. Inyectar atropina y pralidoxima en las horas posteriores a un ataque con gas sarín puede ayudar a salvar vidas y reducir las secuelas, según se comentaba en un editorial de NewScientist la semana pasada. Lanzar sobre la población civil estos antídotos puede ser una nueva versión de la guerra química con efectos salvadores para muchas personas.
Información de Materia Ciencia.