El ascensor social de la educación está roto: dos vidas marcadas por su código postal desde la cuna

A Rodrigo la vida siempre le fue bien. Nacido en una familia acomodada, con dos padres universitarios, ir a la escuela infantil le puso en mejor disposición de afrontar lo que vendría después. El colegio, concertado, fue un camino de rosas del que salió con dos activos: una buena nota que le facilitó elegir la carrera de su conveniencia y una red de contactos bien colocados. Tras sacarse un grado y un máster sabía que no tendría problemas, red o familia mediante, para encontrar un trabajo y acabar como directivo de una empresa.

Ana no tuvo tanta suerte. Sus padres, familia obrera sin educación superior, no pudieron pagar la escuela infantil y el colegio –público– que más cerca quedaba de casa era un centro con alta presencia de inmigrantes y dificultades de funcionamiento. Sacó el instituto sin pena ni gloria, repitiendo un curso, pero aún así decidió probar en la Universidad; la beca le ayudó a completar el periplo. Consiguió evitar lo peor: el fracaso o abandono en los que vio caer a tantos compañeros de Secundaria, que le habría condenado a una vida de trabajos precarios o desempleo y exclusión social.

Rodrigo y Ana no existen. Ninguno de los dos es una persona real, pero a la vez representan a muchas que sí lo son. Estas trayectorias esbozadas son el periplo educativo-vital que predice la estadística –forjada en base a miles de vidas muy reales– que tendrá una persona en función de dónde nazca. Por no poner ejemplos extremos, Rodrigo representa al 20% de las familias más acomodadas del país según la Encuesta de Condiciones de Vida del INE, lo que implica una renta de al menos 62.862 euros anuales por hogar; Ana creció en una casa con ingresos de 16.637 euros anuales, lo que la sitúa en la franja alta del 40% más pobre. En España –hablando de los grandes grupos, los individuos a veces se pueden escapar de esta lógica– es más importante el código postal en el que nazcas que las habilidades que tengas o lo mucho que te puedas esforzar.

Ventaja desde el minuto uno

Rodrigo formó parte de ese 62% de niños del tercio más pudiente del país que va a una escuela infantil. Independientemente de la oferta pública de su barrio, que ni siquiera se consideró, sus progenitores no tuvieron problema en pagar los 500 euros mensuales que costaba el centro.

A Ana le salió cruz. Su madre se apuntó a la escuela municipal, pero la oferta de plazas era irrisoria y no hubo suerte. Con sus ingresos, pagar una privada nunca estuvo sobre la mesa y Ana, que se crio con sus abuelos y una reducción de jornada materna, hizo buena esa estadística que dice que tres de cada cuatro hijas de familias pobres no pisa las antiguamente llamadas guarderías.

Las familias adineradas mandan a sus retoños a los centros 0-3 el doble que las más pobres, y el gesto va más allá de la conciliación. Asistir a una escuela infantil –al ser una etapa no obligatoria ni universalizada, no todos los bebés lo hacen– puso a Rodrigo en ventaja frente a Ana desde el minuto uno. La educación entre 0 y 3 años mejora el rendimiento académico futuro y las habilidades sociales de los más pequeños, demuestra la investigación científica. Pero como no es una etapa obligatoria, la oferta no cubre toda la demanda, y mucho menos lo hace la red pública. Con estas condiciones, que un menor acuda o no a una escuela infantil dista de ser aleatorio. La clase marca e impacta.

“Numerosos y sólidos estudios demuestran que acudir a educación infantil de calidad mejora el desarrollo de habilidades cognitivas y socioemocionales y se traduce en mejores trayectorias escolares posteriores”, explica Save the Children en su informe Donde todo empieza. “Por ejemplo, ampliar los años de educación infantil con la LOGSE redujo a la mitad la probabilidad de repetición de curso en Primaria”. Hay más datos que lo confirman: cuando se cruza el rendimiento académico del estudiantado con los años pasados en una escuela infantil, se observa una relación directa: en el grupo de los que estuvieron entre uno y ningún año hay un 24,1% de bajo rendimiento; entre quienes pasaron tres o más años apenas supera el 6%.

La segregación

En Primaria, el centro privado al que iba Rodrigo dejó de costarle dinero a su familia. El estado lo sostiene con un concierto educativo y su familia, aunque no lo necesitaba, pudo dedicar parte de lo que pagaban en la etapa infantil a la cuota voluntaria que exige el que ellos escogieron, como el 90% de los colegios de esta naturaleza (unos 100 euros mensuales de media). Para su familia, la decisión de qué centro elegir se tomó sola –la escuela pública que había cerca sufría la falta de fondos– y tampoco necesitaron irse muy lejos a buscarlo: dos de cada tres colegios privados, con o sin concierto, están ubicados en entornos socioeconómicamente favorecidos, justo donde vive Rodrigo. La cuota ejerció a su vez de barrera: las familias más humildes no se la podrían permitir; el alumnado del centro era, de efectivamente, selecto.

Para Ana matricularse en una escuela pública también era el camino natural. Era lo que tenía más cerca de casa (un 90% de los centros estatales están en barrios humildes o medios) y la cuota que le insinuaron a su familia que era obligatoria –si no quería ver a la niña marginada– en el concertado al que se acercaron a preguntar la disuadió de intentarlo siquiera. Tampoco sabía entonces que es ilegal forzar a las familias a pagar.

En sus respectivos centros, Rodrigo y Ana se juntaron con los suyos. El colegio de Rodrigo tenía un 92% de alumnado de nivel socioeconómico medio o acomodado, como la media de los concertados, según el informe Diferencias educativas regionales 2000-2016, de la Fundación BBVA y el Instituto Ivie. En el público de Ana ese mismo 92% corresponde a estudiantes de familias medias o humildes. Los ricos con los ricos, los pobres con los pobres. Para que los centros educativos tuvieran un reparto equilibrado de alumnado el 38% de los estudiantes debería cambiarse de colegio, según un estudio de Javier Murillo, de la Universidad Autónoma de Madrid.

Repetir o no repetir

Y la segregación campando a sus anchas, porque esta separación no es inocua. “Influye en el rendimiento medio de los centros, que se refleja en sus tasas de repetición y las puntuaciones PISA, lo que da como resultado centros públicos más debilitados por este motivo”, escriben los analistas de la Fundación BBVA y el Ivie. Es tangible y se puede medir: cuando ambos tenían 15 años, Rodrigo obtuvo una puntuación promedio en ciencias en PISA de 67 puntos mayor que Ana. 67 puntos en PISA equivalen a dos años completos de estudio.

Y, efectivamente, Ana repitió curso durante la etapa obligatoria, como le sucede a la mitad (un 48,8%) del alumnado más pobre. Lo que Ana nunca supo es que Claudia, compañera de Rodrigo en el centro concertado y de familia pudiente, sacó ese año exactamente las mismas notas que ella, pero no repitió. Sucede a menudo: los alumnos de familias humildes repiten cuatro veces más que los de familias ricas aún con con las mismas competencias, según Save the Children. La capacidad de las familias de presionar al centro, interactuar con el profesorado o pagar una academia de refuerzo si es necesario evitan ese trauma. Para Rodrigo repetir era una opción remota desde el principio: apenas lo hace uno de cada diez alumnos de su nivel socioeconómico.

Cuando pasaron al Bachillerato la brecha entre Ana y Rodrigo, ampliada clase a clase, curso a curso, estaba ya bien asentada. El concertado de Rodrigo mutó en privado y, casualmente, cuando las notas empiezan a contar para el acceso a la carrera, sus calificaciones comenzaron a mejorar. Le fue bien la Secundaria postobligatoria: fue uno de ese 50% de alumnos de los centros privados que saca entre un 8 y un 10 de media en esa etapa.

Ana también lidió con el Bachillerato, pero fue algo más justa y cayó, como la mayoría de sus compañeros de la pública, entre el 6 y el 8. Al menos se sacó el título y consiguió esquivar el abandono temprano –las personas que dejan de estudiar tras obtener el título de la ESO– que acecha cuatro veces más a las familias más humildes y menos formadas: si tu madre tiene un título superior apenas tienes un 3,6% de posibilidades de dejar los estudios; si no ha pasado de Primaria son un 40% y si solo tiene la Secundaria Obligatoria un 20%, según datos del Ministerio de Educación.

Ana había esquivado una bala. Si hubiera acabado dejando los estudios en la Secundaria, como vio hacer a tantos compañeros, su perspectiva laboral futura sería mucho peor. Con la ESO habría ganado una media de 19.407 euros, pero se habría arriesgado a estar en el paro, como el 18% de quienes están en esa situación. Si se hubiera quedado en el Bachillerato le habría ido un poco mejor: 25.718 euros brutos al año y un 14% de posibilidades de estar en el paro. Seguir el camino académico, la opción menos sencilla para personas con su recorrido educativo, le puede augurar un salario –siempre son medias–de casi 30.000 euros y pertenecer a una población con un 7% de paro.

El último escalón

Ana sacó los estudios y se plantó en la Selectividad, que con sus exámenes anonimizados achicó las diferencias que tenía con Rodrigo. En la prueba de acceso a la universidad, el alumnado que proviene de centros privados que obtiene un sobresaliente se queda en el 8,1%; en los concertados en el 5,4% y en los públicos en el 5,3%, según el estudio Notas de acceso a la universidad, ¿son equitativas? realizado por el Observatori del Sistema Universitario de Catalunya (OSU) a partir de datos del Ministerio de Universidades.

Pero buena parte de la faena ya está hecha. Que el alumnado de centros privados obtenga notas más altas en Bachillerato genera una inequidad: estas calificaciones más elevadas pesan un 60% en la nota de acceso a la universidad, otorgándoles una ventaja a la hora de elegir carrera en un mundo, el universitario, cada vez más competitivo.

Siguiente escalón. La universidad era cara y no estaba claro que fuera necesariamente la mejor opción, pero como la familia de Ana no era tan pobre como para quedarse fuera de un sistema de becas, que tiene muchos agujeros, consiguió que el Estado le pagara la matrícula y le diera una pequeña ayuda económica extra. Pertenecía a ese 30% de personas que llega a los campus sin que ninguno de sus progenitores tenga un empleo “de prestigio y bien remunerado”, según un informe sobre sus estudiantes que realizó la Universidad Complutense de Madrid. Por la misma razón, era de esa minoría de universitarios (un 15%) que aún teniendo ayudas tuvo que alternar estudios y trabajo, robándole horas al grado.

En España, solo entre el 16% y el 21% de las personas que provienen de una familia en la que los padres no tienen estudios universitarios consigue graduarse en una carrera

A la hora de elegir carrera, a Ana le pesó mucho la facilidad con la obtendría el título, un elemento que impacta tres veces más a las personas de clase baja que a las más acomodadas, según un estudio de la Fundación S&M. Con una nota media más baja, menos tiempo para estudiar e influenciada por esos intangibles que operan sobre las mujeres, acabó eligiendo estudios de Ciencias Sociales, como podrían haber sido de Humanidades. Ana está entre el 54% de los estudiantes que, si tuviera el futuro asegurado, estudiaría otra cosa por vocación.

Ana puso todo de su parte, pero con un trabajo vespertino no pudo dedicarle a los estudios todo el tiempo que le habría gustado. El rendimiento académico cayó por debajo del mínimo que exige el ministerio para mantener la beca –no se tiene en cuenta si alguien trabaja–, y perdida la ayuda, se vio forzada a dejar la universidad. Sobre ella operaban básicamente todos los elementos que empujan a un estudiante a abandonar el campus, una realidad que afecta sobre todo a los estudiantes de su origen socioeconómico y a los que vienen de centros públicos. Un estudio que realizó el Ministerio de Universidades acerca de quién deja los estudios universitarios señala dos razones principales: un bajo rendimiento el primer año (influenciado en el caso de Ana por tener que trabajar) y el precio de la matrícula (en el momento en el que se quedó sin beca).

Era la tormenta perfecta y Ana se ahogó en ella. La estadística estaba en su contra desde el principio: en España, solo entre el 16% y el 21% de las personas que provienen de una familia en la que los padres no tienen estudios universitarios consigue graduarse en una carrera, según un estudio de la Crue. En las universidades públicas, apenas uno de cada tres estudiantes tiene padres sin estudios universitarios.

A diferencia de Ana, Rodrigo está entre la minoría de estudiantes universitarios (46%) que va a estudiar lo que quiere. Siempre tuvo claro que cursaría una ingeniería, como su madre. La buena nota que traía del Bachillerato le permitió acceder a una Universidad pública, aún más prestigiosas en España, aunque tampoco habría tenido problema su familia en pagar una privada si se hubiera quedado fuera. A Rodrigo no le preocupó estar seis o siete años estudiando sin trabajar. Es más, cuando acabó la carrera añadió otro par de años económicamente no productivos para cursar un máster que completó su formación. Allí, de nuevo, se encontró sobre todo con personas de su entorno: el 60% de quienes cursan este tipo de posgrados son de clase alta, según un estudio de la Xarxa Vives d'Universitats de Catalunya. Solo uno de cada diez estudiantes eran de clase baja.

Entre empecinarse en cursar un grado cambiándose a uno más fácil y buscar alternativas, Ana optó por una Formación Profesional (FP) de grado superior, equivalente a la Universidad. Tenía compañeros del instituto que le habían hablado muy bien de esta etapa y decidió darle una oportunidad. Allí se encontró con una realidad que difería de las ideas preconcebidas que tenía en mente: unas clases en las que había mucha gente de clase media y alta, que aterrizó allí porque las clases más teóricas de la Universidad no le interesaban tanto y sabían que un título de FP tiene una buena tasa de empleabilidad.

Estadísticas sobre quién va a la Formación Profesional no existen aún, pero desde la asociación FP Empresa, que agrupa a centros de formación profesional por todo el país, opinan –con cautela por la falta de datos– que existe “la sensación que se ha ensanchado (el perfil del alumnado) especialmente en el grado superior hacia las clases medias y medias altas”, bajo esa concepción “menos negativa” entre la juventud (y sus familias) de la FP, que antes “ni siquiera era una opción”.

¡A trabajar!

Con su formación inicial concluida, Ana y Rodrigo salen a buscarse la vida en el mercado de trabajo. Las perspectivas de Rodrigo, con una ingeniería, un máster y una familia bien ubicada son muy buenas. Según un estudio de La Caixa, solo por tener padres universitarios tiene un 61% de posibilidades de ocupar un cargo directivo. Las opciones de Ana de llegar a un puesto similar son mucho más pequeñas, del 35%. Con carácter general, en España los hijos de universitarios tienen 23,5 puntos porcentuales más de probabilidades de acceder a posiciones sociales altas que aquellos de características similares pero hijos de padres sin estudios, según la Fundación La Caixa.

A Ana le costó muy poquito encontrar un trabajo con su FP, que en el grado superior coloca al 52% de sus graduados en el primer año (un 40% en el grado medio), según un estudio del Ministerio de Educación. Empezó con un salario de 20.000 euros anuales, que podría escalar a cerca de 30.000 con los años. Si acaba formando una familia, la estadística, la realidad para otros miles de personas antes que ella, dice que sus hijos acabarán en el mismo sitio que ella: los descendientes de las familias entre el 40% más pobre acabarán, de media, por debajo del 50% más rico, según un estudio de EsadeEcPol.

Ana piensa muy a menudo que acertó. Piensa en todas esas personas que se sacaron un grado pero no encontraron un trabajo acorde, en la sobrecualificación que afecta a uno de cada tres estudiantes universitarios, según Eurostat. En su amigo Hugo, que trabaja de dependiente en una gran cadena de ropa a la espera de que le salga algo más acorde a sus estudios de Económicas.

Rodrigo tiene buenas perspectivas: habiéndose criado entre el 20% más acomodado, acabará entre el 40% más rico, según ese mismo informe. Empezará cobrando unos 25.000 euros anuales que se multiplicarán varias veces con la experiencia. Además, tiene paracaídas. Si la familia se queda corta, siempre le quedará su red de contactos, tejida durante años de posición privilegiada, desde la escuela infantil hasta el máster universitario. Esas redes que se retroalimentan y que son las que reparten entre el 60% y el 80% de los puestos de trabajo, que nunca llegan a salir al mercado, según un estudio de la Cruz Roja. Se llenan con el boca a boca.

Rodrigo y Ana llevan vidas paralelas en el sentido más literal del término. No esa otra idea de que son parecidas en la distancia, sino la que ofrece la primera acepción del diccionario de la RAE respecto a líneas o planos, aplicado en este caso a personas: “Equidistantes entre sí y que por más que se prolonguen no pueden encontrarse”. Como sus trayectorias vitales.

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