Lenta, pero inexorablemente, la mano dura contra acciones de protesta ambiental va cayendo cada vez más pesada –lo que implica castigos penales gruesos– sobre los ecologistas.
En este contexto, este miércoles 4 de septiembre debe darse a conocer si Dinamarca extradita a Japón al activista antiballeneros Paul Watson, para que afronte allí un juicio por delitos penados en ese país con hasta 15 años de cárcel. Watson fue arrestado en Groenlandia el 21 de julio. Algunos días antes, un juez británico condenaba a penas de cuatro y cinco años de prisión a cinco personas que cortaron el tráfico de la autovía más concurrida del Reino Unido. El mismo magistrado avisó a finales de ese mes a las dos activistas que ensuciaron el cristal protector de Los girasoles que debían prepararse “práctica y emocionalmente” para acabar entre rejas. La pena concreta se conocerá este septiembre.
Poco antes de conocer su destino penal, Watson ha contado a AFP que “Japón quiere que sirva de ejemplo”. El país nipón le acusa de asaltar en 2010 un buque que cazaba ballenas en una autodenominada “campaña científica” en el Ártico. La Corte Penal Internacional determinó en 2014 que esas campañas eran ilegales al contravenir la prohibición de caza comercial de cetáceos acordada en la Comisión Ballenera Internacional a la que Japón pertenecía entonces –acabó abandonándola en 2018 y reinició la caza comercial en 2019–.
“Solo he cambiado de buque. Mi barco se llama ahora Prisión Nuuk”, ha dicho el antiballeneros desde el calabozo en referencia al centro en el que fue internado tras su arresto. Watson había hecho escala en Groenlandia en su viaje para interceptar al nuevo buque caza-cetáceos de la empresa japonesa Kyodo Senpaku, el Kangei Maru. “Quieren lanzar un mensaje de que no se juega con sus balleneros –ha analizado el activista–. No hice nada, e incluso si lo hubiera hecho, la pena en Dinamarca sería una multa de 1.500 coronas, nada de prisión. Y Japón quiere condenarme a 15 años”, ha asegurado sobre su posible extradición.
“Fanáticos”
La dureza contra el activismo ecologista viene acrecentándose de año en año. En julio el juez británico Christopher Hehir mandó a la cárcel a los cinco miembros de la organización Just Stop Oil que cortaron la circunvalación sur de Londres en 2022. Los condenados han recurrido, pero el magistrado les dijo que “habían cruzado la línea de preocupados activistas” para pasar a ser “fanáticos”. Los fiscales habían calculado que los cuatro días de caos circulatorio que causaron las protestas habían costado 900.000 euros.
Para el caso de las jóvenes que arrojaron sopa sobre el cristal del cuadro de Van Gogh en octubre de 2022, el mismo Hehir les espetó al ser declaradas culpables que habían estado “a la anchura de un cristal de destruir una de las obras de arte más valiosas del mundo”. El próximo día 27 les comunicará cuánto tiempo pasarán en prisión.
En 2022, al hilo de acciones como la de Los girasoles en Londres, la de Futuro Vegetal con Las majas en el Prado o los científicos españoles arrojando agua coloreada a la fachada del Congreso, elDiario.es habló con Will Potter, autor de la investigación Los verdes son los nuevos rojos –que indaga sobre el tratamiento del movimiento ecologista en Estados Unidos y equipara su persecución a la del comunismo en lo años 50– el periodista vaticinaba que no se sorprendería “si los actos de protesta como estos fueran golpeados con castigos desproporcionados o se les describiera como terrorismo”.
Solo dos años después, a medida que han ido llegando las penas de esas acciones, la tendencia se ha hecho tan evidente como para que los encargados de los Derechos Humanos en la ONU protesten constantemente. El relator para los DDHH en el contexto del cambio climático, Ian Fry, ha advertido de que veredictos tan duros “tienen un potencial efecto en la sociedad civil y los activistas”. Su compañero Michael Frost, quien remitió varios escritos de protesta al Ejecutivo británico al conocer la sentencia de julio pasado contra los miembros de Just Stop Oil, calificó la jornada como “un día negro para la protesta pacífica. La sentencia no es razonable, proporcionada ni sirve a un propósito legítimo”.
“En 1974 mi objetivo era erradicar la caza de la ballena y espero hacerlo antes de morir”, ha rematado Paul Watson desde la cárcel, a la espera de saber si será enviado a Japón.