La primera vez que Laura Castells llegó a un hospital de día para tratar su consumo problemático de alcohol tenía 20 años. Venía de una familia de profesionales reconocidos, “una clase media bien”, y había sufrido abusos sexuales desde que era una niña. Los seguía sufriendo. “No había mujeres en ninguna parte, ni entre las usuarias ni tampoco entre las profesionales, eran una minoría y sentía que no era mi sitio”, explica Castells, ya recuperada, tres lustros después desde su oficina de la Fundación Salud y Comunidad, donde trabaja para incorporar la perspectiva de género en el ámbito de las adicciones.
Aquel intento fracasó. Tardó siete años, desde esa primera vez, en volver a una terapia que sí fue exitosa tras aislarse cuatro meses en una comunidad terapéutica en Catalunya. Durante todo ese tiempo llegaba a su casa, bebía y nadie se enteraba. Era una adicción invisible para el resto; “una estrategia de supervivencia” de una persona aparentemente funcional. Hasta que llegó al límite del alcohol o la vida: “Yo pensé que me moría si no hacía algo, no tenía otra opción”.
Las mujeres tardan 18 años de media en acudir a los recursos para tratar las adicciones y siguen siendo un porcentaje mínimo entre los usuarios de la asociación Proyecto Hombre. Más del 80% son varones, según sus datos. Pero el alcohol es una sustancia muy específica –normalizada socialmente, legal y accesible– que suele responder a otras reglas. Los terapeutas han encontrado un dato que les ha “impactado” en el último informe de la organización: hay un porcentaje mayor de mujeres (46,8%) que de hombres (33,6%) que llegaron a Proyecto Hombre en 2023 por consumir alcohol en grandes cantidades.
María sabía desde hacía años que su relación con el alcohol se le iba de las manos, “lo difícil era decirlo en voz alta”. En el instituto donde da clases de inglés asistía a las charlas para prevenir adicciones que les daban a sus alumnos adolescentes. “No me sacaba la petaca en el curro pero durante años no pude abrir solo una cerveza. Me era imposible, así que me iba a trabajar como si me hubiera atropellado un tráiler y echaba la culpa a mis niños”, cuenta María, que se llama así solo para este reportaje.
La adicción hace que los días y las noches pierdan su contorno. María, que tiene ahora 41 años, usaba el alcohol para aliviar el sufrimiento cotidiano: su segunda maternidad la había desbordado. No era la primera vez que recurría a esta sustancia como una anestesia –en el confinamiento bebió mucho– pero cada vez era peor. Se movía en la clandestinidad y hacía bajar a la calle a su marido con cualquier pretexto. “Me sentía fatal porque lo que era bonito y estupendo hacia afuera –relata– para mí estaba resultando un horror”.
“El consumo es antecedente y consecuente, es decir, hay mayor vulnerabilidad por consumo problemático pero también es una respuesta de afrontamiento de las violencias que reciben las mujeres y de malestares de género: cuidados no distribuidos, triples jornadas de trabajo, precarización del mercado laboral. Si trabajamos desde este enfoque integral de género sabemos que se reduce la ingesta”, sostiene Ana Burgos, antropóloga e integrante del proyecto Malva en la Fundación Salud y Comunidad. Trabaja codo con codo con Laura Castells.
Los tratamientos han estado tradicionalmente muy masculinizados y nosotras venimos con otras cargas y otras problemáticas. Sin ir más lejos tener hijos a cargo y no poder conciliar eso con una terapia ambulatoria de muchas horas
María empezó la terapia con 38 años y recibió el alta con 40. Su mayor temor era desaparecer de su casa. Dejar a sus dos hijos y su trabajo. Es una de las causas que dificulta que las mujeres se adhieran a los tratamientos. “Han estado tradicionalmente muy masculinizados y nosotras venimos con otras cargas y otras problemáticas. Sin ir más lejos tener hijos a cargo y no poder conciliar eso con una terapia ambulatoria de muchas horas o residencial”, admite Ana Macías, directora de programas de Proyecto Hombre en Valladolid. “Si no somos capaces de flexibilizar, no vamos a llegar”, remata.
La organización facilita en algunos sitios recursos de apoyo para el cuidado de los hijos mientras las madres están en tratamiento. En la mayoría de los casos, las usuarias llegan solas mientras los hombres suelen acudir acompañados de sus parejas. La sanción “social” al alcoholismo en mujeres además de esconderlas, las aísla, coinciden las expertas. “Llegan sin muchos apoyos y soportes, pierden vínculos y acumulan muchos miedos, por ejemplo a que les retiren la custodia”, añade Macías.
“Por eso creo que no es tanto que nos cueste reconocernos en esta situación de consumo problemático. No es una cuestión de falta de conciencia, sino de sanción de género, por eso tardamos más en pedir ayuda”, resuelve Castells. La demora provoca que las mujeres lleguen “hechas polvo a los recursos” y con “peores pronósticos”. Con mucho más deterioro. El 84,9% de las mujeres que fueron atendidas por Proyecto Hombre el año pasado, con una media de edad en torno a 41 años, tenían problemas de ansiedad severa (frente al 71% de los hombres) y el 75% presentaba trastornos depresivos (55,5% en varones), además de sufrir más problemas crónicos de salud (41,7%).
No es una cuestión de falta de conciencia, sino de sanción de género, por eso tardamos más en pedir ayuda
“Sobre ellas también pesa la idea de que son malas mujeres, desviadas y eso provoca que parezca que hay menos posibilidades de restauración que en los hombres, cuya adicción puede verse como un exceso de masculinidad”, analiza Burgos. El mismo consumo está atravesado por los roles de género: ellos no beben tanto en casa sino que salen para hacerlo y tiene una finalidad social (“aunque al final la dependencia se genera para todo”); ellas, sin embargo tienen un consumo “más en silencio”, en “privado” y para “paliar los estados emocionales negativos”, asegura Macías. Y aclara: “Esa invisibilidad hace que no acudan a tratamientos porque a veces nadie se percata tampoco”. “En todos los casos, las personas inician la ingesta de alcohol para pasarlo bien y terminan consumiéndolo para no pasarlo mal”, contextualiza Burgos.
María solo tenía una compañera en su terapia de grupo. “Al final creas vínculos fuertes, pero estuve un poco sola contando cosas que nos afectan más a nosotras. Les quiero con locura pero seguramente habría sido mejor un grupo de chicas, que nos pasara lo mismo o algo más parecido”, explica la profesora, que sí se recuerda a sí misma diciendo a sus compañeros “que eran lo puto peor por los chistes de índole machista” que hacían.
El informe anual de Proyecto Hombre urge “abordar las disparidades de género en el inicio de los tratamientos para problemas de salud mental y adicciones”. “Se deben diseñar campañas de concienciación dirigidas a ambos géneros, enfatizando la importancia de la ayuda temprana y combatiendo el estigma. Además, se requieren programas específicos para mujeres, considerando la edad de inicio más tardía y obstáculos como la violencia doméstica o el cuidado de los hijos”, dice la organización. “Más allá de recomendaciones, experiencias puntuales y gente interesada en el enfoque de género que hace cosas, falta mucho”, sostiene Ana Burgos.
“La politización del malestar, la conciencia de que tenía un origen social, estructural y relacionado con la violencia recibida fue lo más importante en mi recuperación”, defiende Castells, que pide añadir este comentario un día después de conversar con elDiario.es. “Eso de que el feminismo salva vidas... pues sí, a mí me salvó”.