Es el momento. Esta es la idea que recorre los pasillos vaticanos tras la muerte de Benedicto XVI. Casi una década de reinado después, y de una difícil convivencia entre dos papas –o, más bien, entre dos modelos de entender el Papado, pues Ratzinger y Bergoglio respetaron escrupulosamente las reglas de juego–, el pontificado de Francisco comienza una nueva fase, en la que el Papa argentino intentará imprimir una mayor velocidad a las reformas, tratará de implementar definitivamente la reforma de la Curia y fomentará el debate en todos los aspectos, incluso en los más escabrosos, que afectan a la Iglesia.
En contexto donde la sociedad, al menos en Europa, está dejando de ser católica a pasos agigantados, comienza una ‘segunda parte’ de pontificado marcada, indefectiblemente, por la ausencia del Papa emérito y por los rumores, cada vez más crecientes, cada vez más interesados, de una dimisión papal que, hoy por hoy, no se contempla.
Francisco está más que recuperado de su dolencia en la rodilla (la prueba es que en pocas semanas emprende un difícil viaje a Congo y Sudán del Sur) y ya ha manifestado, en más de una ocasión, que solo renunciará en caso de enfermedad incapacitante. No, como finalmente se demostró con el ejemplo de Ratzinger, por falta de fuerzas para continuar con su misión. De eso, afirman sus íntimos, le sobra a Bergoglio.
Lo que sí parece claro es que no le sobra tiempo. Ni quiere perderlo. De ahí que, al día siguiente de enterrar a Benedicto XVI, y sin prestar atención a los exabruptos de quien fuera secretario personal de Ratzinger, Geoorg Gänswein, (empeñado en agitar una guerra entre dos conceptos de Iglesia, a la que se suman muchos curiales ultraconservadores, liberados del tapón que, para este cometido, suponía el Papa emérito), continuó con su agenda y sorprendió a todos con una Carta Apostólica en la que reformaba la diócesis de Roma, colocándola como ejemplo de lo que quiere que sean las iglesias de todo el mundo.
Porque uno de los objetivos de Francisco para los próximos meses es que Roma se convierta en un laboratorio de ideas de lo que ha de ser la Iglesia a nivel global.
En su reforma, el Papa decreta una mayor colegialidad en los órganos de Gobierno, cuyos directivos sólo podrán estar al mando durante cinco años. Al tiempo, crea oficinas específicas para supervisar las finanzas y los abusos, los dos grandes talones de Aquiles que jalonaron el pontificado de Benedicto XVI y buena parte de su primera década al frente de la Santa Sede.
Un nuevo 'Consejo de Ministros' en la Curia
Y, si se hace en Roma, también habrá de hacerse en la Curia, es decir, la cúpula católica. Tras la aprobación, en marzo de 2022, de Praedicate Evangelium, que marcaba una nueva estructura curial, las próximas semanas habrán de servir para que Francisco, libre ya de los compromisos heredados de Ratzinger, pueda moldear un Consejo de Ministros vaticano a su imagen. Ahí le espera el búnker opositor.
Así, está previsto que, en breve, el Papa pueda cambiar a los titulares de dos de los dicasterios (los ministerios papales) más relevantes: Doctrina de la Fe, actualmente liderada por el español Luis Francisco Ladaria; y especialmente la Congregación de Obispos, encargada de la elección de prelados en todo el mundo y cuyo timón maneja, desde hace años, el cardenal Marc Ouellet, considerado por muchos como la mayor oposición a Francisco en el interior de la Curia.
Después vendrán otros gestos, como el de nombrar a una mujer al frente de un ministerio vaticano (algo para lo que el Papa se dio un plazo máximo de dos años, como aseguró en su entrevista al diario ABC) y apostar definitivamente por la pastoral de la acción solidaria como uno de los ejes de trabajo de la Santa Sede, frente a una dinámica, heredada de décadas de conservadurismo curial, basada en la recta doctrina, la liturgia y la obsesión por la moral sexual.
Este será otro de las cuestiones fundamentales a la hora de elaborar la nueva estrategia de esta segunda fase de pontificado. Con el proceso sinodal en su fase continental, y a punto de comenzar el debate a nivel mundial, Bergoglio quiere que todos los temas que han ido saliendo durante dos años de reflexión puedan ser abordados en plena libertad y con la posibilidad de que sea ‘el santo Pueblo de Dios’ (una expresión que, a buen seguro, escucharemos con frecuencia en los próximos meses) quien pueda reivindicar reformas que sean asumidas por las altas esferas. Y es que la dinámica sinodal implica que no sean las jerarquías las que obliguen a la masa de fieles a asumir las reglas, sino que sean todos los miembros de la Iglesia los que, en plano de igualdad, puedan sugerir, y votar, cuestiones hasta ahora consideradas tabú.
Laicos y mujeres, protagonistas
¿Cuáles? Desde el papel de laicos y mujeres (este será el primer Sínodo en el que podamos ver a una mujer votar, algo curiosamente inédito en la Iglesia católica) hasta una nueva visión de la sexualidad, los modelos de familia o los métodos anticonceptivos.
Tanto es así que, como ya adelantó elDiario.es, sería posible una encíclica papal que renovara la polémica Humana Vitae de Pablo VI, que supuso un duro golpe a las aspiraciones de los sectores más progresistas de la Iglesia, y que comenzó a poner las bases de la restauración conservadora tras la apertura del Concilio Vaticano II.
Consciente de la necesidad de “generar procesos”, como Bergoglio ha repetido, más allá de tomar decisiones como Pontífice plenipotenciario, Francisco parece consciente de que es el momento de moverse con rapidez para evitar que la siempre bien engrasada maquinaria curial pueda revolverse y tratar de poner palos en las ruedas de la reforma.
Para ello, no es desdeñable que, a lo largo de los próximos meses, Francisco convoque otro consistorio de cardenales, el noveno de su pontificado, en el que designe nuevos purpurados que conformen una especie de senado de la Iglesia con amplia mayoría (más de dos tercios) de hombres designados por él mismo.
Con una mirada mucho más global (Europa y, especialmente, Italia, han perdido la mayoría frente al empuje de Latinoamérica, África y, singularmente, Asia), y con una visión de Iglesia mucho menos tradicional, sabedor de que Benedicto XVI, probablemente, haya sido el último Papa de corte europeo. Y que el futuro, incluso para la Iglesia, está aún por escribir. También, su propio epitafio. Tras la muerte del Papa emérito, el pontificado de Francisco parece más vivo que nunca. Pese a los críticos.
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