Fui yo quien lo ordené. Quise que una aguja os extrajera material genético para la biopsia que aseguraría el número del humano prometido: cuarenta y seis cromosomas. Hay muchas vías para ocupar el útero: placer, violencia, voluntad, descuido. Yo acepté la vía de la imposición, aun sin saber si quería ser madre. Pero el padre-aún-no-padre, me decía: “Tú eres fértil en todo, debes ser madre”. Y así consentí, solo porque tal vez, tal vez, sí quería serlo, y porque la voz de él, como un canto de sirena con cola de manatí eréctil, me hizo creer que definitivamente yo estaba hecha para multiplicarme. No, para multiplicarme, no; en realidad él quería decir que estaba hecha para multiplicarle a él. Y yo tan fuerte, dicen; y yo con tanto carácter, dicen; y yo tan libre, dicen. Todo mentira: transigí y cedí con facilidad, y esas células de otro no necesitaron más que su voluntad microscópica para convencerme. Hoy detesto esa parte del hombre que amé, esa parte que también portáis vosotros. Los doctores dicen que sois perfectos. Yo pedí esa primera incisión en vuestra materia, porque a la locura familiar no quería unirle una enfermedad genética y luego, como no sabía si quería ser llamada madre, os puse a dormir en nitrógeno líquido, a una temperatura de menos ciento noventa y seis grados centígrados. Esa temperatura os separa de mi vientre como si fuera un glaciar o mejor dicho: yo he construido ese glaciar y vosotros sois como ese oso ártico que se agarra al último trozo flotante de hielo, en el útero de un mundo caliente y perverso.
Después vinieron las señales de mi propio útero. Empecé a sospechar que no estaba preparada para acogeros cuando cada vez que os pensaba, sentía contracciones musculares. No eran unas contracciones quiméricas, las grabé para mostrárselas al doctor. En los vídeos se ven esos espasmos involuntarios. “Se llaman fasciculaciones”, especificó. Toda la zona alrededor del ombligo temblaba durante unos segundos y se relajaba antes de volver a temblar. Poco a poco pasasteis a provocarme inquietud y luego un tsunami de mis aguas internas que me advertían: no permitiremos que nada se asiente en ti, porque tú no lo quieres y tú serás cobarde, pero tu cuerpo no lo es. Mi útero me defiende, mi útero habla por mí, por encima de vosotros, por encima del padre-no-padre que me pregunta cuándo voy a sacaros del hielo. Durante mucho tiempo sentí que mi útero dejó de pertenecerme. Si el padre-aún-no-padre se hubiera apropiado de mis orejas, si me las hubiera mutilado y cosido en los ojos para quitarme la vista, no me habría hecho tanto daño. Pero el proceso se inició, hormonarme a mí para poder escoger el espermatozoide menos maltrecho. Agredir a mi cuerpo para reparar el suyo. Con poca compensación, hubo dulzura en otros momentos, pero no en aquellos, porque mi cometido era repararle a él para reproducirle, porque yo, tan fértil en todo y a su parecer, haber nacido para ello.
Pero tened en cuenta, cuarenta y seis cromosomas, que aún sois privilegiados, porque no sabéis que el mundo se recalienta como una infección al sol y por las noches las madres aún cuentan cuentos de ositos ingenuos. Hay algo anacrónico en ese desfase, salvo por esas madres que no pueden contar cuentos, porque viven en la propia infección, en el pan para hoy o al menos algo de arena, una raíz.
Mis cuatro embriones que dormís en hielos perpetuos, os presento: sois tres niñas y un niño. El sexo sí fue producto del azar. Tres niñas. Un niño. Y a todos os he dado un nombre, porque antes que el frío fue el verbo, y antes que el incipiente planteamiento de ser madre, fue el deseo, desmesurado, de llamaros. Una de vosotras, hija-no-hija, se llama Estrella (aunque tu padre-no-padre, que se dedica al estudio del Universo, no sabe pronunciar tu nombre en mi idioma). A veces fantaseo con que ya estás dentro y que cuando él eyacula siento el paso caliente del líquido por mis paredes y entonces, en el agüita donde flotas, te imagino golpeada como una barquita por el oleaje, por el semen de donde vienes. Y te digo: bébelo, hija, ahora que eres lo suficientemente afortunada como para beberlo por todas partes porque no tienes ni boca, ni ombligo, ni ano. En eso te envidio. Disculpa. No has nacido y ya te envidio. Ni boca, ni ombligo, ni ano. Tampoco útero.
Sabed, tres niñas y un niño que después de muchas dudas, me he decido a no daros mi calor: nunca despertaréis. Si tuvierais cerebro tendríais que comprender que tengo miedo, miedo de esa locura que no hay biopsia que pueda identificar, miedo a la insania que se esconde por los resquicios de los cromosomas. En definitiva: miedo de vosotros. Pero no solo siento temor, sino también una gran libertad, y el orgullo y la valentía de decir: aquí doy muerte a mi sangre. Padre-aún-no-padre: multiplícate tú solo.
No os alimentará mi leche, no escoceréis mis pezones, no seréis alegría ni preocupación de ningún abuelo, no os criaréis con mis perros, no oleréis la hierba ni el asfalto. No conoceréis el sexo, vosotros, que habéis sido concebidos sin sexo, pero tampoco conoceréis el deseo, vosotros, que habéis sido concebidos con todo el que pude llegar a sentir, porque mis indecisiones también acarrean un impulso de voluntad incontenible. No lloraréis mi muerte. No mataréis a nadie.
Pero sí conservaréis vuestros nombres y ayer le canté a vuestra foto. Tal vez fue mi despedida. Sois redondos pero ya se ven muchas diferencias. Os cuento que dos de vosotros ya habéis eclosionado, el término médico para expresar que ya habéis empezado a salir de vosotros mismos para poder alcanzar mi endometrio, anidaros en el útero. Es el mejor estado para un embrión sano, el estado que indica el grado máximo de querencia hacia la vida. Queréis vivir y lo sabéis expresar (me disculpo por impedirlo). En la foto se ve perfectamente: me tendisteis una especie de brazo o lengua. Pero yo ignoré vuestra llamada, yo no os recibí, sino que ordené que os congelaran, hasta decidir si despertaros, condenados al hielo, a la criopreservación, yo, madre no madre aún, madre indecisa, madre mundo que comenzó vuestra vida y ahora la mantiene detenida, en ese frío, ¿cuánto frío tenéis?
Vuestros cuarenta y seis cromosomas requieren la calidez precisa. A pesar de mi resolución, vuestra vida seguirá a la espera de serlo, pero si la mía se acabara hoy o dentro de cincuenta años, vosotros podríais sobrevivirme durante mil años más. Intactos, perfectos, con vuestra pequeña lengüita tratando de agarrarse a un útero que al fin pereció en la indecisión. No he querido dar vida, no os la daré. Pero así se originó todo lo que vive. No sois menos importantes que todo aquello que llegó a nacer. Si un ser de otro planeta os descubriera en vuestro estado, tal vez os haría un monumento. Quizás las efigies de mis tres niñas y un niño coronarían la cumbre de un volcán marciano. Tal es la importancia de la vida que puede llegar a ser. ¿Cuánto frío tenéis?
Tres niñas y un niño: hoy desperté temblando, soñé que os visitaba en los tanques de nitrógeno. Flotabais como cuatro luciérnagas de agua. Buceé con vosotros. Os lamí la gelatina de vuestra cáscara, sabía a placenta. Os arrullé y luego desaparecí sin mirar atrás. Desperté cuando algo parecido a una mujer de un siglo venidero venía a descongelaros. Estabais destinados a ser su mascota. Sostenía cuatro correas entre sus dedos. Mis cuatro no-niños, sabed que intenté regresar, aplastar a esa colona de pecho plano y sin ombligo, pero entre vosotros y yo volvió a levantarse un glaciar. Yo soy el glaciar. Decidme que no tenéis tanto frío como yo. Y perdonadme.