No sé cuál era su nombre ni creo que importe. Uno no suele preguntar el nombre a la gente con la que cruza una conversación en la calle, con la que le aclara el porqué de una cola o un coche de policía, con la que finge interés para resolver su curiosidad, y tenía curiosidad.
Todos los días a las 16.30h y a las 18.30h junto al centro de prensa habilitado por el Vaticano a un lado de San Pedro para que 6.000 periodistas contaran con wifi gratis, un grupo de hombres esperaban. Todos iguales pese a sus diferencias: los había con gorro de lana y con gorra de tela, con mochilas a la espalda y con mochilas arrastradas, con jerseys de colores o con forros polares, con barba y sin ella, bromistas y serios, en grupo y en soledad, algún italiano y un gran número de polacos, mayores y jóvenes... aunque es difícil acertar con la edad: los que viven en la calle aparentan más de la real, y todos ellos vivían en la calle: en los huecos de la carretera que lleva al hotel de lujo de Melia frente a los imponentes seminarios de los estadounidenses y los jesuitas o en los alrededores de la plaza de San Pedro, en la Vía Conciliazione.
A alguno de ellos me parecía haberlo visto durmiendo en los soportales de la Oficina de Prensa Vaticana, donde Francesco Lombardi explicaba los principios químicos de las pastillas que convertían la fumata en blanca o negra. O en los de las grandes tiendas de recuerdos, de donde eran desplazados de una esquina a otra durante el día por los cámaras de televisión para que dejaran libre aquella desde dónde había un buen tiro de la cúpula de San Pedro.
Lógico que se resguardaran ahí. Por el día cruzaban esa calle centenares de turistas a los que pedir alguna limosna. Una monja me sostenía que podían sacar unos 50 euros al día, pero yo nunca les vi mendigar ni tampoco vi a nadie que les diera nada. Y por la noche, cuando los turistas ya no pululan por San Pedro porque la basílica cerró y los restaurantes y bares interesantes se encuentran a 20 minutos caminando de allí, siempre hay policía vigilando, protegiéndoles indirectamente porque realmente velan por el sueño del papa.
Todo eso explicaba que en torno a una veintena durmieran por allí, que vivieran allí, pero qué hacían frente a esa puerta de madera, en aquella esquina de la ciudad del Vaticano, donde se acaba ese país, en un edificio sin los ornamentos ni la protección de todos los demás, extraterritorial… Por eso pregunté a aquel hombre parado delante de ella, solo, con la cazadora vaquera gastada, con una gorra que aún peleaba por ser blanca.
-Es por la cena
Resultó tratarse de Il dono di Maria. Un albergue, un comedor social, abierto en 1988 por Juan Pablo II y encomendado a las monjas de la madre Teresa de Calcuta, las Misioneras de la Caridad. De viernes a miércoles, los jueves está cerrado, siete monjas sirven 58 cenas pagadas con dinero que les envía directamente el papa. Dado las pocas plazas, a las 16.30h reparten los números para tener asiento horas después. Según el vaticanólogo y muchas cosas más Eric Frattini, con esto respondió Karol Wojtyla a su propia encíclica Sollicitudo Rei Socialis, donde constataba las desigualdades del mundo y apremiaba a solucionarlas; en imitar a Cristo en la atención a los necesitados y la vida sin riquezas. Más allá de este centro, Frattini no recuerda ningún otro gesto consecuente de la Santa Sede con La Preocupación Social de la Iglesia, que sería la traducción del latín del título.
-¿Y tú estás aquí por eso, por la comida?
-No. Yo tengo casa. Yo estoy aquí por las medicinas. Vengo aquí, las pido y me las dan.
Me acordé de lo que me habían contado el corresponsal de El Periódico en Roma, Rossend Domenech, y la historiadora italiana Rosa Maria Marinelli: la situación precaria de muchos hospitales, de cómo había que llevarse la comida a ellos, de cómo en general los servicios públicos tenían el nivel de España hacía 20 o 30 años… Cuando yo iba a demandarle por todo esto, por si no podía conseguir esas medicinas, las que fueran, en un ambulatorio, en unas urgencias, en una farmacia… él me preguntó a mí
-¿Eres español?
-Sí
-¿Hay trabajo en España?
-No
-Aquí tampoco. Y el trabajo que hay no está pagado. Te tienen trabajando y luego no te pagan. El primer mes trabajas y te dicen que ya al siguiente y luego que todo de golpe. Y luego nada, ni te pagan a ti ni a tus compañeros. Así es Italia.
-Puedes demandarles, ir a la Justicia…
-La Justicia... La Justicia está comprada. Yo hace siete años que puse una denuncia porque no me pagaron. Y nada. Aquí al final todo está hecho para que el empresario gane, le vaya bien y los demás nos quedemos sin nada. Así es Italia.
-¿Pero el Gobierno no hace nada?
-El Gobierno es el de los suyos y está a lo suyo. Mira, Berlusconi robaba, Monti robaba a su manera y luego hay un montón de pequeños ladrones. Y así está todo. Así es Italia. Y tú, ¿estás aquí por el nuevo papa?
-Sí.
-El nuevo Papa dice que reza por nosotros. Yo no necesito que rece por mí a Dios, ya rezo yo a Dios por mí. Yo necesito trabajo.
En ese momento, unos diez minutos antes de las siete, la puerta se abrió, y una pequeña foto de la madre Teresa y un más pequeño y simple crucifijo se vieron sobre unas estrechas escaleras por las que subían un grupo de hombres. En una mano llevaban la mochila que habían dejado en una estantería al entrar; y en otra una pequeña bolsa de papel de rayas de colores que les daban al salir, con algo dentro: un croissant y un par de naranjas, lo cual explica las cáscaras que se veían ocasionalmente en los aledaños de San Pedro, nunca en el interior de la plaza.
“Es el postre”, aclara la madre superiora: “Si se toman el postre aquí están más tiempo y necesitamos el comedor. Esto es muy pequeño. Hay que aligerar. Aún tenemos que dar de comer a las treinta mujeres que tenemos en acogida”. Por eso un sacerdote pasa la fregona con avidez, por eso aún huele a algún caldo, crema o sopa de patata o algo similar que sigue cocinándose o calentándose. Por eso no pueden dar todas las comidas del día. “Pero eso no es un problema realmente”, considera la monja: “Roma está llena de puestos de la Iglesia donde se atiende a los pobres. Pueden ir allí a comer”.
-Yo me voy ya
Aquel que sació mi curiosidad se va, con una sonrisa que deja ver su dentadura desdentada. Ha conseguido sus medicinas, las que fueran. Otros están pidiéndolas: “Aspirinas”, se oye como respuesta al “y tú que quieres” de la superiora. También podrían pedir zapatos o ropa, porque también los reparten, siempre y cuando dispongan de ellos, siempre y cuando alguien los haya llevado.
Porque el hombre que ofrece rosas de oro a la virgen en sus visitas a los santuarios marianos, depende de la caridad para proveer de zapatos o ropa de segunda mano a sus vecinos sin hogar. Porque en el Vaticano, donde el edificio principal, el Palacio Apostólico, el del papa, tiene más de 1.400 habitaciones; en las 44 hectáreas que dan para una piscina olímpica, bolera y helipuerto; en los palacios dispersos por Roma que le pertenecen… no hay sitio para una atención más amplia a los necesitados de la mano del papa que esta.