EN PRIMERA PERSONA

Carta al futuro estudiante universitario: “No, no te estás jugando la vida a los 18 aunque te mareen con la Selectividad”

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Cuando tenía tu edad me matriculé en Medicina. Ninguna carrera se elige por descarte, pero esta aún menos: nadie la escoge porque no quede otra opción o porque piense en las salidas. No, quien entra lleva años dejándose las pestañas en el estudio. Si accede, le espera un largo camino. El estudiante es, por lo general, alguien con vocación, mucha vocación. Según un informe del Ministerio de Universidades sobre el abandono de los estudiantes de grado en España (2022), es en las ramas de ciencias de la salud donde se producen menos abandonos. Esta probabilidad también es menor cuando la nota de acceso ha sido alta.

Sin embargo, yo la abandoné, y no a la primera de cambio. Iba aprobando, encadené una matrícula tras otra durante tres cursos. No es que de pronto me diera cuenta de que no era lo que esperaba, aunque a veces me he justificado así para no dar explicaciones (de hecho, es algo que puede ocurrir, que ocurre). No me daba miedo la sangre ni los cadáveres; tampoco me abrumaba el estudio más que a mis compañeros. Pero la dejé, y yo, que había sido tan diligente y tenía un plan trazado, viví mi travesía por el desierto. ¿Qué me pasó?

Las dudas

Lo que poca gente sabe es que ya empecé con dudas. La víspera de la matrícula me la pasé llorando, angustiada. La satisfacción de saber que la nota me alcanzaba convivía con una inseguridad atroz. En realidad, había dudado durante todo el bachillerato. No era que de entrada me atrajese y luego le descubriera pegas, no; es que, con el tiempo me di cuenta, nunca tuve suficiente vocación. Cuando me empezó a rondar la idea de Medicina, tenía claras dos cosas: quería ayudar a los demás y disfrutaba con el estudio del cuerpo humano (lo sigo disfrutando, como autodidacta). La sanidad me parecía la mejor vía para realizarme.

No me asustaba la duración; siempre me he visto como una eterna estudiante. Ya entonces fantaseaba con estudiar Filosofía algún día, por placer. Ese era el problema: tenía otras inquietudes. De acuerdo, todos o casi todos las tenemos, y toca elegir. Aun así, entrar en una carrera tan exigente cuando ansías saber más sobre historia, literatura o matemáticas, quizá no sea lo mejor. Eso me ocurrió: me gustaban las asignaturas, pero echaba de menos otras. Sí, tiene delito: matarse por hacer Medicina para luego añorar los logaritmos y el Siglo de Oro.

Para algunos, la enseñanza obligatoria es una tortura: algunas materias se les atragantan, no ven el momento de librarse de ellas. No era mi caso: no solo me iba bien, sino que para mí era un placer aprender un poco de todo. A menudo, avanzaba con los libros de texto por mi cuenta, no por adelantar temario, sino por curiosidad. Me sentía afortunada por tener esta predisposición para el estudio. Con los años, lo veo de otra manera: si algo no te gusta, lo descartas. Yo no tenía apenas nada que descartar. De haber entrado en la universidad unos años más tarde, habría podido cursar el grado abierto, que permite elegir materias de diferentes carreras durante el primer curso.

Asumir responsabilidades

Para los que llegamos desde el bachillerato, ese paso va unido a la mayoría de edad. Hace dos años que puedes trabajar de forma legal, es probable que quieras independizarte, viajar y mucho más. Yo también, pero me topé, como tantos, con una situación difícil: mi familia pasaba por serios problemas económicos. El único dinero que entraba provenía de la pensión de mi abuela y mis trabajillos de fin de semana.

Sí, es habitual, e incluso deseable, compaginar empleo y estudio; lo habría hecho incluso sin necesidad. La cuestión es hasta qué punto necesitarlo puede mermar psicológicamente. Hasta el bachillerato pude estudiar sin preocuparme; era una privilegiada y no lo sabía. Luego llegó la vida, que no iba de viajar y salir de fiesta sin pensar en el DNI. La beca cubre la matrícula, que no es poco, pero en casa había que pagar facturas. Y necesitaba libros, no bastaba con la biblioteca; algunos, como el atlas de anatomía, se nos aconsejaba tenerlos sí o sí, y no eran baratos.

Según el informe citado, “los estudiantes de origen socioeconómico bajo tienen mayor probabilidad de abandono”. Las familias de nivel socioeconómico alto “hacen todo lo posible por compensar los malos resultados de sus hijos, costeando academias o profesores particulares, o afrontando carreras más largas”. Con todo, el estudio también dice que no es la única causa.

Hay quien, ante la adversidad, se crece: hay cientos de casos de gente mucho menos favorecida que se enfocó en la carrera y sacó a los suyos de la miseria. Me duele reconocer que no fue mi caso. Me afectó, me afectó mucho. No lo hablé con nadie: todavía no había estallado la crisis, la precariedad no era un tema común (aunque creo que para nadie, nunca, es fácil sacarlo a colación). Algunas semanas, entre las clases teóricas, las prácticas y el trabajo, apenas podía estudiar el domingo por la noche, agotada tras más de diez horas de pie. Tampoco me ayudaba ver a mi familia sufrir; encontrar el piso a oscuras, con tu madre llorando porque han vuelto a cortar la luz.

¿Habría querido que la realidad fuera diferente? Por supuesto. Habría preferido no tener dudas ni pasar angustia por el dinero. Habría preferido estar al cien por cien por lo que tenía que estar, pero sé que muy pocos pueden permitirse desconectar de sus familias. Y no se puede volver atrás, en cualquier caso. Llega un punto en el que no queda otra que aceptar nuestras debilidades o, mejor, las etapas en las que no hemos dado lo mejor de nosotros. Porque tengo una buena noticia: esto no dura para siempre.

Descubrirse en el fracaso

Dejarlo fue más doloroso que empezar con dudas. Por los años “perdidos”, por la falta de costumbre en el “fracaso”. Y, sobre todo, porque seguía sin tener claro lo que quería. Continuar estudiando por inercia no me había ayudado a hallar una solución. Ya en primero, le había dicho a mi madre que quería tomarme un año para trabajar mientras decidía qué hacer, si seguir con Medicina o buscar otra cosa (tenía claro que estudiar, estudiaría). Me dijo que ni hablar; y yo, pese a ser mayor de edad, no tuve la valentía de oponerme. Sospecho que, en el fondo, me asustaba salir del redil del estudio en el que tan cómoda me había sentido siempre.

Los meses que pasé sin estudiar fueron, al principio, un infierno. No entendía qué me había pasado, estaba hundida. Cometí, además, el error de alejarme de mis coetáneos: me dolía demasiado verlos centrados en su carrera mientras yo me sentía tan perdida. Eso solo trajo más comeduras de cabeza. Lo único que me mantenía la mente lúcida era leer. Leía mucho, muchísimo; ya lo hacía mientras estudiaba, de camino a la facultad o cuando llegaba con tiempo. Novelas, biografías, libros que no tenían nada que ver con las clases, pero a los que acababa dedicando más tiempo. Cerca de la facultad había una librería: me quedaba embobada mirando el escaparate. Eso tendría que haberme dicho algo, pero a veces no vemos lo que tenemos delante.

Comenzar de cero

Para ocuparme con alguna actividad “intelectual”, abrí, sin pensármelo, un blog sobre libros. Descubrí un mundo fascinante: la edición. Jamás me había planteado dedicarme a ello, no sabía que existía. Leía desde niña, pero ignoraba el proceso. Me parecía que la única salida de los estudios de letras era (error típico) la enseñanza. Mis profesores del instituto sabían de mi interés por la literatura, pero al asesorarme no me lo plantearon. Tampoco los culpo: creo que, al elegir ciencias, las humanidades se dan por descartadas.

Para no alargarme: hice cursos, empecé otra carrera, conseguí mis primeros encargos mientras estudiaba. A los veinticinco me hice autónoma, un año antes de graduarme. No me quitaba de encima la sensación de ir con retraso, de llegar tarde. Diez años después, me parece que era muy joven y que tampoco me ha ido tan mal. Lo importante, sea como sea, es que me llena. Esto sí. Leyendo, me empapo de todo un poco. Como me dijo una colega, con los libros cada día puedes ser algo distinto.

Si tuviera que dar un consejo a un futuro estudiante indeciso, le diría: si no sabes qué es lo que más te gusta, pregúntate qué es lo que menos te cansa. Vas a hacerlo, con suerte, toda tu vida. Y no temas cambiar de opinión.

No estás solo

Dicen que cuando una mujer se queda en estado ve a embarazadas por todas partes. Con el cambio de rumbo ocurre igual: empecé a fijarme en quienes se “reciclaron”, muchos en condiciones más adversas y con más edad. También lo observé entre mis antiguos compañeros: algunos dejaron la carrera y cursaron otro tipo de formación (hay vida más allá de la universidad); otros que no hicieron la selectividad en su día decidieron ir a la facultad más tarde; incluso los que en el instituto aborrecían estudiar cambiaron de opinión e hicieron la prueba de acceso para mayores de veinticinco. Son profesores, ingenieros, traductores. No, no pasa nada por estudiar más tarde; puede que incluso estés más centrado, que lo disfrutes más. No, no te estás jugando el futuro a los dieciocho, por mucho que estés mareado de tanto escuchar “selectividad”, “nota de corte” y “salidas profesionales”.

Cuando pienso en mi periplo, me parece ridículo, un “problema del primer mundo”. En el proceso fue importante, primero, perdonarme. Por haber fallado, por haber desperdiciado recursos, por haber ocupado una plaza que otro habría aprovechado. Y, lo segundo, paciencia, lo más difícil cuando eres joven, más si las carencias aprietan. La estabilidad se consigue con perseverancia. Las historias mediáticas sobre jóvenes que logran repercusión de la noche a la mañana no representan a la mayoría ni hacen ningún favor a quienes se están formando. No digo que no se pueda sobresalir en la juventud; solo digo que cada uno tiene su ritmo, su tempo, y ni uno ni otro es mejor.

En cuanto a la familia, no hemos recuperado las condiciones de antes de la crisis y con la pandemia todo empeoró. Lo asumo como parte de la vida, siempre habrá obstáculos con los que lidiar. La diferencia es que ahora me mantengo activa, animada, cada día me pongo a trabajar de buen humor. No dejo que lo que en este momento no funciona empañe lo bueno. Sé a dónde voy.

La herida de Medicina me dolió muchos años. Cuando me acercaba a los treinta, tuve una especie de revelación: no solo no me arrepentí ni la eché de menos, sino que di gracias por haberla dejado. Por el error. De otro modo, no habría descubierto este otro sector que tanto me llena, ni habría conocido esta parte de mí, capaz de remontar.

Hay quien traza su camino como una autopista y llega al destino rápido, sin atascos. Otros, en cambio, nos movemos por carreteras secundarias. Vamos dando tumbos, se nos estropea el coche, tenemos que detenernos y repararlo. Llegamos más tarde, pero, ¿sabes?, a veces no está mal desviarse. En esas paradas vemos lugares y conocemos gente que de otro modo no se habrían cruzado con nosotros. Las pausas también dan tiempo para pensar. Y todo eso está bien, muy bien.