El 8M de 2018, en medio del furor, mi padre me envió un whatsapp: “Estoy muy orgulloso de lo que estáis haciendo”. En ese plural –“estáis”– yo vi a todas las que ese día hacían huelga o lo intentaban, a las que salían a la calle, a las que afrontaban esa jornada histórica con ilusión, con valentía o con el margen que les dejaba la vida. Nunca antes encontré en él tanta disposición a hablar sobre feminismo.
Mientras, aquellos meses, en una llamativa coincidencia, varias amigas y conocidas recibieron mensajes de hombres con los que habían tenido relaciones sentimentales. Todos contenían disculpas por la manera en la que ellos se habían comportado: las situaciones eran diversas, el denominador común es que ellos reconocían comportamientos o comentarios inaceptables. Ya en 2019, en medio de la manifestación, me crucé con un antiguo colega al que había eliminado de Facebook por sus comentarios machistas. Se acercó y me dijo: “¿Qué te parece? Me he dado cuenta de muchas cosas y aquí estoy”.
La ola feminista parecía estar cumpliendo uno de sus objetivos: interpelar a la población masculina. Había señales en todas partes, en lo privado, en lo político, en lo público. Los partidos políticos buscaban la manera de acomodarse. Los propios líderes hablaban con más profusión de cuidados, de conciliación, de feminismo, de paridad, escogían términos en femenino y tomaban sus permisos de paternidad. Politólogos, sociólogos o economistas lanzaban iniciativas para no acudir a eventos o tertulias donde no hubiera expertas. Muchos hombres reflexionaban por primera vez sobre sus propios comportamientos, eran conscientes de las interrupciones a sus compañeras en las reuniones, de sus ausencias emocionales o de la cosificación femenina que habían puesto en marcha muchas veces.
¿Qué queda de todo eso? “Hubo tal explosión del movimiento feminista, de reivindicaciones, la huelga... todo eso de alguna manera obligó a que los hombres nos planteáramos dónde teníamos que situarnos. Esa explosión se ha ido traduciendo en un movimiento más lento, más sosegado, pero sí tengo la sensación de que ha ido penetrando progresivamente en muchas más capas de hombres que las de que a primera vista pudiera pensarse”, reflexiona el catedrático de Derecho Constitucional y activista de las nuevas masculinidades Octavio Salazar. El autor de libros como John Wayne que estás en los cielos (La moderna) es optimista: después de la explosión siente una especie de chirimiri que, como esa lluvia casi imperceptible, va calando y empujando cambios.
La sensación a este lado no siempre es esa. Quizá porque después del 8M y del #MeToo vino la reacción al #MeToo en forma de extrema derecha, de amenazas a consensos arduamente conseguidos y de discursos antifeministas, también incluso dentro sectores, en principio, más progresistas. Una especie de “habéis ido demasiado lejos” que, a veces sentimos, nos están cobrando. Una vuelta a la tortilla en la que, de repente, los hombres parecen las nuevas víctimas y nosotras unas verdugas despiadadas que acosamos, cancelamos, y pedimos demasiado.
Es posible que esa reacción nuble el chirimiri que va calando. Octavio Salazar prosigue: “Se están abriendo más espacios para la reflexión y el debate, para el estudio sobre cuestiones que hasta hace cinco o seis años era impensable que nos las planteáramos y que giran sobre la manera en la que nos interpelan la violencia sexual o la corresponsabilidad”. La reacción no ayuda y tampoco el ruido en el feminismo. La batalla parece haber monopolizado el discurso público, al menos la parte más visible del feminismo, y también la conversación en redes.
Espacios propios
El historiador y doctor en estudios de género Iván Gombel cree que, si bien la extrema derecha está aprovechando el discurso de los malestares masculinos para cargar contra el feminismo y polarizar el discurso, los propios conflictos dentro del movimiento no han ayudado a sostener el compromiso masculino. “Que los hombres participaran del feminismo era más sencillo cuando de cara al exterior era un movimiento más unificado y con una doctrina más clara de cómo actuar. Cuando se convierte públicamente en un movimiento más complejo genera más conflicto en la participación de muchos hombres, que no saben por dónde tirar y que muchas veces reciben mensajes contradictorios sobre lo que es o no feminista”, explica. Los hombres, señala, tampoco han generado espacios propios en los que poder compartir ese compromiso o los efectos que tiene sobre ellos su compromiso: “Los hombres no tienen grupos de sostén y los lazos emocionales son mucho menos intensos, no hay una estructura de participación articulada; eso también explica por qué puede haber una participación mayor en un momento dado pero no se sostiene en el tiempo”.
El economista Daniel Fuentes fue uno de los impulsores del manifiesto 'No sin mujeres', en el que decenas de expertos se comprometían a no participar en eventos donde solo había hombres. “Esto es del 8M. Si no hacemos algo explícito esto no va a cambiar. Si nos quejamos y luego somos nosotros los que llamamos a los colegas para nuestras jornadas seguimos haciendo lo mismo”, reconocía entonces Fuentes. Cinco años después, el compromiso parece haber decaído. A poco que se revise la lista de firmantes no es difícil encontrar nombres que han participado posteriormente en espacios en los que no había expertas.
Hablo con Fuentes, que admite una relajación y se pregunta por qué. “2018 marca un antes y un después para muchos hombres. Es una toma de conciencia a raíz de vuestra movilización. Mi experiencia es que, a pesar de algunas reticencias, la reacción en el colectivo de profesionales y académicos fue genuina”, opina. Sobre el por qué de la relajación apunta a dos causas: sentir menos escrutinio público y “la bronca y la beligerancia” en el movimiento, que ha hecho que muchos echen marcha atrás. “Los que estaban entrando, despacito, han dado marcha atrás. Y los más convencidos nos hemos puesto en modo 'durmiente' a ver si pasa el chaparrón”, dice.
Interpelo tanto a Fuentes como a Gombel: ¿justifica la bronca feminista el desinterés o la falta de compromiso de muchos hombres?, ¿de verdad puede servir eso para que haya quien dé un paso atrás cuando les necesitamos más que nunca? “Creo que el peso que estaba ganando el feminismo y el #MeToo hizo muy difícil para muchos hombres no apoyar esas reivindicaciones. Era un contexto favorable a que muchos se sumaran y que cuando dejó de serlo ya no hicieron más reflexión o se echaron para atrás. Lo personal sigue siendo una de las grandes debilidades de los hombres feministas o que buscan la igualdad. Yo en los talleres lo veo todo el rato. Nos sabemos la pirámide de las violencias pero sigue costando mucho navegar en las vivencias propias. Pero sí creo que hay cierta consistencia y continuidad de la reflexión”, explica Gombel. Por su parte, Fuentes reconoce que la relajación puede obedecer en parte a cierta comodidad, pero subraya que hay un convencimiento genuino en muchos.
Creo que eso es lo que con frecuencia me ha molestado: comprobar los costes que tantas mujeres han pagado por su compromiso feminista y sentir que no hay tantos hombres dispuestos a afrontarlos, aunque crean en la causa. Pero como dicen Gombel y Salazar, más allá de las transformaciones individuales de cada cual, los hombres también tienen que articular sus discursos de manera “más política y colectiva”. “Ser más estratégicos para plantear una pedagogía de la igualdad en la que nos sintamos responsables e interpelados y no agraviados por lo que supone el avance feminista”, apunta Octavio Salazar.
Lo cierto es que seguimos necesitando esos mensajes de Whatsapp, necesitamos la reparación o, mejor, que no haga falta la reparación. Necesitamos que escuchéis y que, como ese colega al que nunca imaginé en una marcha feminista, reflexionéis. Seguimos necesitando el compromiso y el pulso. Ya, no es fácil. Tampoco para nosotras.