Las relaciones amorosas, que pueden ser entendidas metafóricamente como un “cautiverio” en libertad, son vistas como una forma de “liberación” por la mayoría de las mujeres presas, según sostiene en una entrevista con Efe la socióloga de la Universidad del País Vasco Estíbaliz de Miguel, autora de un estudio sobre la materia.
De esta manera, entendiendo la prisión como “un lugar de condiciones extremas, donde se suceden dificultades particulares de exclusión social y de privación tanto material como emocional”, el amor supone para estas mujeres “un agarre importante para mantener la motivación, para sentirse sostenidas, y proyectarse hacia un futuro esperanzado”, señala.
Aunque De Miguel se enfrenta al amor “romántico” con una suerte de “sospecha” por la “desventaja” en la que a su juicio sitúa a la mujer en la reciprocidad con su pareja masculina, la autora reconoce que puede “impactar positivamente en tanto en cuanto la pareja es un elemento de validación del yo, de sostenimiento de la propia autoestima y también un soporte material y emocional”.
Estas conclusiones derivan de 15 meses de trabajo durante los cuales De Miguel asistió semanalmente a diferentes actividades y espacios de los dos módulos del departamento de mujeres de la cárcel de Nanclares de Oca (Álava), y de la entrevista en profundidad que realizó a 49 de ellas.
Según se extrae de esta investigación, “tres cuartas partes de las mujeres entrevistadas tenían algún tipo de relación de pareja y entre ellas, un 60 % dentro de la prisión”.
La socióloga considera que, en las relaciones de parejas formadas dentro de la prisión, “hay una cierta continuidad de la exclusión”, lo que plantea también “diferentes expectativas respecto al futuro”, generalmente de “difícil continuidad”, ya sea por la “irrupción” que supone la cárcel, o porque los hombres se “desentienden muchas veces”.
No obstante, una de las principales conclusiones del estudio que subraya la autora es que las relaciones de pareja en las trayectorias de vida de estas mujeres no pueden categorizarse, pues “no todas tienen un patrón de 'dependencia emocional', hay una variedad de perspectivas y posicionamientos con respecto a la situación de pareja que es importante contemplar”.
El menor apoyo que reciben del exterior, junto con un mayor sentido de responsabilidad con respecto a los otros, son algunos de los elementos que caracterizan y distan a estas mujeres de los hombres, quienes “cuando enumeran las preocupaciones que tienen en prisión, la familia y los hijos no se encuentran en un lugar predominante, mientras que en el caso de las mujeres sí”, señala.
Un amor, el maternal, que según enfatiza la autora, muchas veces “descentra la relación de pareja” de la vida de estas mujeres.
En términos de reinserción, “el amor inserta en un esquema socialmente aceptado, con lo cual de alguna manera las mujeres presas pueden sentirse un poco más normales teniendo pareja, pero evidentemente es un elemento precario”, agrega.
“El daño que reciben las mujeres debido al encarcelamiento es mucho mayor (que en el caso de los hombres), tanto por lo que supone la ruptura del núcleo y los lazos familiares, como por la estigmatización”, ya que “se ve mucho peor a una mujer expresa (que a un exrecluso), por lo que también tienen muchísimas más dificultades para reinsertarse”, explica.
Además, “en la cárcel no es posible reinsertarse, ni para hombres ni para mujeres”, sentencia De Miguel.
La droga, “de gran relevancia entre la población penitenciaria femenina”, es otro de lo elementos que actúa como estigmatizante, pues el patrón de consumo carcelario es un factor de exclusión, “lo que dificulta el sostenimiento de su proyecto de vida en recursos, familia etc.”, afirma la socióloga.
Para Estíbaliz de Miguel, la elevada tasa de encarceladas que han sufrido violencia de género constituye un factor de vulnerabilidad añadido.
Treinta de las 49 mujeres encuestadas no superan los estudios primarios, con lo que “hay una relación directa entre el encarcelamiento y los rasgos de exclusión social, como puede ser el bajo nivel educativo”, apunta, “pero no porque las personas pobres o con bajo nivel educativo delincan más, sino porque la criminalización se dirige hacia los colectivos más desfavorecidos”, matiza.
De Miguel reclama una “escucha política”, enfocada hacia una colaboración activa de las presas en la descripción de su realidad y en la propuesta de políticas al respecto, pues “son ellas las protagonistas, y las que mejor saben qué es lo que ocurre en el día a día y cómo se podría mejorar su situación”, declara.
Si bien es consciente de que “nadie quiere hablar de cárceles, pues son un espejo aumentado de la sociedad, y nadie quiere mirar ahí”, concluye la autora.